Por fin ha
llegado el momento de hacerme a la mar. Lo único digital que me he subido a
bordo del mediocre yate, —bautizado
como Hong Kong II—, de
mi amigo Phil, ha sido un reloj Casio F-91W; más que nada para saber la hora.
No fue fácil
convencer a mi jefe. Le rogué una y otra vez que me concediese un par de días
libres. Le hablé de bodas, de estrenos de películas muy cercanas a mí, de
formación continua, del derecho a la huelga, de fuertes discusiones con varias
personas a la vez, y de eso que se denomina team-building.
—Pero Raúl, ¿cómo es eso de
hacer equipo cuando lo que tú quieres son dos días de vacaciones pagadas a
cuenta de mi bolsillo?
—Yo soy mi propio equipo, señor,
y necesito recargar las pilas.
Y así.
Hasta que finalmente me otorgó el par de días. Que serían cuatro juntándolos
con un fin de semana. Todavía no sé a cambio de qué.
Por supuesto que él, ni nadie
más, aparte de Phil, sabe lo de mi corta excursión por el Atlántico.
Ya iba a
perder casi dos días viajando de Madrid a Santander, ida y vuelta. Más el
tiempo que le llevaría a mi amigo explicarme cómo funciona su barco. Bastante
analógico, por cierto. Tiene unos sesenta años el trasto. Justo lo que yo
quería.
Y no creo
que lo esté haciendo mal. Lo de navegar en mar abierto. Después de tres horas
con las velas en todo su desplegado esplendor, ya no veo nada. Ni más
embarcaciones que la mía, ni boyas, ni islas misteriosas, ni siquiera bichos
pertenecientes a tiempos remotos.
¿Aburrirme?
Se trata de esto. No tengo absolutamente nada que hacer en las próximas
cincuenta y dos horas. La única lectura a bordo es una novelita de Jane Austen.
Para antes de dormir. Porque, evidentemente, tengo que hacerlo; dormir.
Esta
mañana, después de dormir unas seis horas, hace un tiempo que para sí quisieran
los caribeños.
Se me ha
ocurrido coger una cinta métrica que he visto en el suelo del mini camarote. Y
tal que así me he puesto a comprobar la longitud de la eslora interior: cuatro
metros. Me he ido fijando que a lo largo de la cubierta, hay una fila de tornillos
equidistantes que sujetan las diferentes piezas que forman el revestimiento
exterior del yate. Tres por cada fragmento del molde total. Algunos con un
capuchón de plástico protector, otros no. Los que están a la intemperie, se han
visto envueltos con el tiempo en una terrible invasión de óxido. He hecho
cuentas. El sesenta por ciento de los tornillos están desprotegidos. De éstos,
el ochenta por ciento está tan oxidado que será difícil desatornillarlos. Phil debería
comprar exactamente cuarenta y dos capuchones más. Otros tantos tirafondos, por
si acaso.
Mis ojos
han ido a parar a una porción de cubierta concreta, cuyos tres tornillos
fijadores están penosamente oxidados. He comprobado si existía algún otro fragmento
con estas características. No. Es el único. Todos los demás tienen al menos un
tornillo protegido. He bajado al camarote en busca de un destornillador.
Y no, no han
aparecido huesos, ni mapas del tesoro, ni botellas con mensajitos, al retirar
la pieza de fibra de vidrio. Nada a destacar. Ni telarañas. Vuelta a
atornillar, a duras penas. Vaya sudada. Se me hace de noche.
Mañana me toca repasar las barandillas.
No se me ha escapado a la vista que muchos pequeños barrotes están cerca de
desintegrarse por el óxido. A ver cuántos. Hay un cristal rajado en la cabina.
Según la dirección del viento, a veces las velas sueltan un horrible olor a
téjido rancio por el sol. La radio no funciona. Las sábanas tienen manchas de
humedad.
Me pongo
con la Austen. Me encanta esta chica.
by George R.
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