Vi que Micky se acercaba con una voluminosa bolsa de
plástico de la que sobresalían unos espantosos cardos. John, siempre puntual,
venía silbando, con las manos atrapadas en los bolsillos de sus desgastados
vaqueros. Sam era el único que quedaba por aparecer. Sería a él a quien tocara
correr el primer relevo. Yo ya llevaba diez minutos en la parada del mini-taxi,
leyendo avariciosamente una novela que nadie más tenía en la ciudad. Formábamos
uno de los tantos y tantos grupos de cuatro personas en los que el ayuntamiento
de Battersea había dividido el padrón municipal. Según el alcalde, siguiendo
estrictos criterios de elección. En mi opinión, el funcionario de turno se dedicó
a hacer una básica hoja de cálculo en la que ordenó de la A a la Z los
apellidos de la población, aplicando después un filtro según edad, y sexo. Nada
de chicos y chicas en el mini-taxi. Y menos de jovencitos con solteronas. O
viceversa.
Micky es
tartamudo, y vegetariano. John es un pedante y pesado. Sam, buena persona, poco
suertudo, algo analfabeto, pero buen guitarrista. ¿Yo? Ya me iréis conociendo.
Me llamo Georgie. Los cuatro somos vecinos. Vivimos en el mismo bloque de
apartamentos de la urbanización Ubik, en Battersea, en las grandes y lejanas
afueras de Londres. Aparte de una edad parecida, compartimos al menos dos cosas
más. No tenemos afición ni al trabajo, ni a los Beatles. Por todo esto,
seguramente, nos llevamos bien. De momento.
—¿Qué, qué, …, qué has estado haci, haci, …, haciendo en el centro, Johnny?
—Nada. Nada, Micky. Muy poca
cosa. Le he dado la brasa a la bibliotecaria. Ni caso.
—De nuevo con esa, ¿eh? Lo
tendrías mejor con la portera de nuestra casa. Se ve que te quiere.
—E… e… e… esa es su ma… ma…
madre, Geogi.
Cómo me
jode que ese tartamudo nunca logre pronunciar bien mi nombre. No quería darles
cuerda a mis acompañantes, así que seguí leyendo mi exclusiva. Una primera
edición de Cocaine Nights. Se la robé
el otro día a mi padre.
—Faltan dos minutos para que
llegue el taxi. Mira que como no llegue Sam a tiempo.
—Supongo que estará apurando
su ensayo. Últimamente está que no para con su guitarra.
—Ya, lo que pasa es que ha
vuelto a encontrar un buen sitio en los pasillos del metro.
—¿Cuántas veces tienes que
repetirlo, Johnny? Sabes que tiene su local.
Hacía sol,
y calor. Notaba el cogote recalentado. Por fin se acercó el taxi. Otras cuatro
señoras, a cual más alterada, estaban apalabrando su transporte. Nos subimos
los tres, o los cuatro, si contamos el espacio que ocupaban los cardos de
Micky. Justo al arrancar el coche, —eléctrico,
fabricado en Bristol—, doblando
la esquina, y corriendo, con guitarra en mano, apareció Sam.
Normalmente
el que llegaba último debía correr, siguiendo al coche, unos diez minutos. A
veces, quince. Después, lo dejábamos en cinco. Lo suficiente como para hacer un
relevo cada uno. A Sam lo observábamos todos desde el espejo retrovisor
central. Las subidas y bajadas de la larguísima avenida Sillitoe ya no nos
afectaban tanto como al principio. Como siempre, el taxista era quien
controlaba los tiempos.
—Chicos, han pasado doce
minutos. Vuestro amigo ya renquea. En el siguiente semáforo se sube. Id
decidiendo quién se baja.
—Y a, ya…. ya voy yo.
Y Micky
corrió sus buenos once minutos. Me tocó continuar a mí durante diez. Johnny hizo el último relevo, hasta los bloques donde vivían
nuestras familias. Contando al conductor, ese maldito coche eléctrico no es
capaz de llevar más de cuatro personas. Fue a nuestro olímpico alcalde a quien
se le ocurrió la gran idea de hacernos correr a todos. ¡Oh!, claro, el servicio
es gratuito. Sólo hacía falta pagar por correr.
by George R.
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