Diez de la mañana,
Poultry Street, Farmy Land. Desde que he dejado mi habitación en
Whitechapel han pasado ya más de noventa minutos. De los
seis días que llevo peinando Londres, its
streets and mews, he estado en otros tantos locales hosteleros, que deben
cumplir necesariamente estas condiciones: ser amplios, poco concurridos (al
menos en el momento en el que entro en ellos), y tener la posibilidad de
acceder a un enchufe para escribir con mi portátil sin que su batería me dé
problemas. Así, me resulta cada vez más
difícil encontrar una cafetería que me resulte atractiva en esta ciudad. Este lugar, Farmy Land, supone un inesperado añadido en mi
particular currículum de visitas londinenses. Tomarse un café con leche en una
tienda de productos delicatesen es
algo nuevo para mí. Fuera, prometen una hora feliz de doce a una, —Greenwich time, needless to
say—. Dentro, varios
mostradores atentan sin escrúpulos contra el bolsillo de la clientela, —que por otra parte no es
consciente de ello, o no le importa demasiado—.
Más allá, al fondo, donde me encuentro sentado, he visto varias mesas vacías,
que en mi caso han servido de efecto llamada. Todo hay que decirlo: las dos
camareras son preciosas. Seguramente galesas. Se las ve contentas y puras,
manejándose entre salsas rosas y verdes con una gracia que ya no se encuentra
entre los mejores abolengos de la propia Londres.
Un par de señoras disfrutan de un
desayuno solo apto para suicidas gastronómicos. Cuatro tostadas borrachas de
mantequilla se van echando a perder según son introducidas en un colmado cuenco
de té con leche. ¡Puaj! Una de ellas sujeta a un perrito marrón por la correa, que
olisquea debajo de la mesa, mientras que le habla a su supuesta amiga, que a su
vez, trata de que no se acerque demasiado el cerdito que lleva dentro. Cosa que
no consigue, pues, de sus carnosos labios, escucho como cinco veces en dos
minutos la palabra roast, con lo que
me desconcentro del todo. Empiezo yo también a pensar en pastelillos de carne,
y en chuletas de cordero. De todos es conocida la suprema habilidad que tiene per se el idioma inglés para aunar en
una sola palabra definiciones que a la vez comprenden formas, sensaciones, sentimientos,
alegorías, o incluso apologías. Los ingleses hablan casi en verso, sin saberlo.
Y es mérito de la lengua, no nos confundamos. Algo así como espontáneo, y
simultáneo. No deberíamos pensar que los ingleses son capaces de hacerlo por sí solos. Su simplicidad se lo impide; sin embargo es esta misma simplicidad la que
consiguieron injertar en su lengua. Incomprehensible.
En realidad, estas dos señoras
que tengo delante, al usar y abusar de la palabra roast lo que están haciendo es insultarse mutuamente. Pero con
formas que ni el mismísimo Baudelaire. Algo así como: “Maldita cabrita gorda,
en tu perra vida volverás a poder ponerte cerda de roast-beef si no es para
morirte en el intento”, etc, etc…
Doce menos diez. Farmy Land. Se acerca la happy hour, y yo, como siempre, en vez de escribir, se me va el
bolo en digresiones mentales que no me hacen ningún bien. Parece que esto se empieza
a animar. Voy a tener que ir a pagar el café, y seguir a la caza de librerías
de viejo. Las dos señoras ya se han marchado.
Tres y cuarto. Winston Smith´s
Café. He tenido que entrar en una cafetería de cuarta (¿o de quinta?), para
poder sosegarme un poco. ¡Vaya mañanita! Lo mejor de todo es que he encontrado
una primera edición de Algernon Blackwood por un par de libras en un callejón
cercano a Lime Street. Un chollito. El chaval que me la ha vendido, con cara de
estar traficando con cables de cobre, me ha dado las gracias; señal de que las
dos libras son para él. Punto y aparte. Y retorno de carro.
Vaya, vaya con Farmy Land. Al final me he tirado allí
hasta las doce y diez. Simplemente observando el panorama. Iba a pagar el café.
Me acerco a la barra. Las dos camareras, fuera, fumándose un cigarrillo. O
parte de él. Me atiende una gigantesca y blanca forma humana, que posee un
negrísimo rostro. En su inmaculado traje de cocinera lleva un pin con los cinco
aros de las Olimpiadas londinenses convertidos en coloreadas cabezas de cerdo,
algo que me ha resultado entrañable. Su gorro no es otra cosa que un inmenso cuerno.
Me dispongo a dejar un billete de cinco libras sobre su… pezuña. Y es que realmente
aquella cocinera me muestra una, que sospecho que es de plástico. Mientras yo
la observo, la pezuña, ella, la cocinera, levanta la cabeza y se dispone a dar
la bienvenida a la pequeña riada de empleados de la cercana Bolsa de Londres
que se acerca al local. Las dos camareras ya han vuelto. Supongo que son ellas,
las galesas, porque no las consigo reconocer. Ambas llevan una máscara que representa una
oveja. Empiezo a preguntarme qué diablos pinto yo en ese local. Las dos bellas ovejas
se ponen a retirar con inusitada rapidez los cartelitos que están hincados en
los productos que se venden en el mostrador principal. Bandejas llenas de
asados diferentes, básicamente. Sándwiches. Quesos. Zumos. Con movimientos que
parecen una coreografía ensayada cientos de veces, las ovejas proceden a volver
a colocar rótulos, diferentes a los que acabo de ver retirar, sobre los
manjares a la vista de todos. Mientras, la negra disfrazada de blanca cerda saluda
a la clientela, que se amontona a mi lado, con sus correspondientes maletines, y
psicóticas conversaciones de periódico color salmón. Sencillamente, no puedo
escuchar bien lo que se dicen entre ellos, pero sí lo que piden.
—One of beaten
to death duck, please.
Creo haberlo entendido bien, y
efectivamente, a diez libras se vende el sándwich de pato apaleado hasta la
muerte. El cartelito me lo confirma. Una de las ovejas me devuelve el cambio.
—Just one piece of gang-raped goat cheese, if
you please.
Jóder, me giro con cara de
asombro, y veo a un tipo que no debe pasar de los treinta. Si pide en público
un trozo de queso de cabra violada en grupo, ¿qué es lo que no comerá en su
casa? Treinta libras. Las ovejas obedecen, ofreciendo a su público justo lo
mismo que venden en el local de enfrente, pero con unos preciosos (y bien
cobrados) gramos añadidos de poesía. La cerda ha desaparecido de mi vista. Yo
también me he largado, no sin antes sacar una foto.
Holy Happy Hour.
by George R.
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