lunes, 23 de abril de 2012

Universal San Jorge

         “El radiador se ha debido de quedar sin agua”, me dijo el chófer. “Tómate la tarde libre”, le contesté, “pero, antes, encárgate de conseguirme otro coche”. Yo tenía que llegar al palacete antes de que comenzara la junta de ministros. Transcurrió más de media hora. Fumé cuatro o cinco cigarrillos, observando un pequeño riachuelo que discurría a mis pies, paralelo a la estrecha carretera. Era una comarca con fama de no recibir más lluvia que el desierto de los Monegros; sin embargo, allí estaba aquel arroyo para desmentir las pueblerinas habladurías que atacaban sin razón a aquella familia. Juan Carlos, el chófer, volvió conduciendo uno de esos utilitarios para las masas. Se bajó de él, me alcanzó las llaves, y me dijo que era lo único que había podido conseguir a esas horas, en un sitio como aquel, en mitad del puente de Mayo. No valía la pena agradecérselo. 

            ¿Y el Mercedes? ¿No crees que ya se habrá enfriado el radiador? ¿Y si coges un poco de agua de ahí y pruebas a ver?
            Señor, su coche no irá muy lejos así. Necesita de agua destiladame contestó.
Esa agua que ves ahí abajo está toda destilada, idiota, y también es bendita, imbécil.
Me encanta insultarlo, lo reconozco.

Desde luego que no era la primera vez que visitaba aquel lugar. Sabía exactamente dónde tenía que dejar abandonado el Peugeot, y salir airoso de la situación. Nadie debía verme bajar de un trasto como aquel. Y encima sin chófer. Mi audacia me hizo entrar por uno de las accesos traseros de la inmensa casona, propiedad de Frau Koblenz. Al rato, me encontraría con mis contrincantes, sorprendidos de verme en el salón de reuniones, como si llevase toda la tarde esperándolos.
            Entré en la zona de estancias que me interesaban por cierta salida al jardín interior, tras haber sorteado antes una serie de bidones de gasolina, azadas, y guadañas. Una vez dentro, lo primero que vi fue un palo, rojo y metálico, acercándoseme peligrosamente hacia la frente. Había pisado una escoba, que parecía haber sido abandonada allí a la manera de una trampa. Al fondo de la habitación en la que me encontraba, una joven, de coleta pelirroja, desapareció, corriendo, apenas cerrando una puerta en la que había colocado con chinchetas hacía tiempo oxidadas un póster publicitario de jabón para lavadoras gigantes.

Nunca me olvidaré de lo que anunciaba la pegatina que descansaba sobre el palo de la escoba. ¿Una advertencia? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un enano poema de circunstancias dedicado a nosotros, a los políticos que nos reuníamos aquella tarde para decidir el futuro de Europa? Tanto se me acercó la frase a los ojos.
            Le di una patada a la escoba, y dejé aquella habitación repleta de materiales de limpieza por la misma puerta por la que había salido la joven.
            Tras pasar por varios cuartos parecidos, repletos de botellas de lejía y de detergente, al parecer, Herr y Frau Koblenz estaban obsesionados con el blanqueo y la limpieza, llegué a una especie de antecámara situada junto a las cocinas. Varias bandejas de canapés esperaban pacientemente a ser abordadas.
            Para entonces, ya sabía manejarme por aquellos recovecos de la mansión. Reconocí famosas pinturas grecolatinas en un baño en el que me introduje para echarme un vistazo en un espejo. No alcancé a verme del todo bien, porque justo detrás de éste, colgaba una antigua máscara de guerra, que me distrajo demasiado. Dejé el baño, y avanzando por un pasillo, se me ocurrió mirar hacia la derecha, donde se abría un pequeño corredor, con una puerta al fondo. Desde allí, me miraba la joven pelirroja, con ojos sonrientes. Una vez más, se escapó, dejando entreabierta la puerta. Quizás me estaba invitando a celebrar un rápido y nada ceremonioso coito. Pero no estaba yo para eso. Por la mañana, ya le había dado su merecido al chófer, y tenía el miembro demasiado relajado.

            Por fin, llegué a la sala de reuniones. Sonaba cierta música, la que suele hacerlo en circunstancias más o menos parecidas. Marchas militares. Me senté en el lugar que me correspondía, donde vi mi nombre, entre otros muchos, en la larga mesa llamada a ser campo de batalla aquella tarde. Por cierto, y por una vez, estaba bien escrito; mi nombre. Había llegado antes que nadie. Los demás estarían fuera, charlando insustancialmente, esperando a que comenzase la partida.

            De repente, apareció por una de las puertas la joven pelirroja. Una extraña cofia grisácea, parecida a un casco de soldado, adornaba su bella cabeza. Aún así, rojizas hebras se hacían notar alrededor de sus sienes. Llevaba entre manos una de las grandes bandejas de canapés que había visto hacía nada. En cuanto la dejó sobre la mesa, se dignó a saludarme con mucha seriedad, encorvándose, como era su deber. Salió, y volvió con otra bandeja. Al parecer, nos iban a cebar antes de la reunión. De esta manera, surgirían menos callosidades. Y nos marcharíamos antes. Tras repetir aquellos movimientos por unas cuatro o cinco veces, no llevaba la cuenta, la joven sirviente volvió a entrar en la sala llevando con ella un gran manojo de palillos con las dos manos. Los depositó sobre una de las esquinas de la mesa, al lado de las bandejas de comida. Cada palillo llevaba pegado, en su parte superior, una bandera. Las había de muchos colores. Creo que todas correspondían a países europeos.

            Ella cogió uno de los palillos, se lo llevó a la lengua, y lo hincó en ésta, con saña. Mientras lo hacía, sonreía. Y me miraba. Yo, sentado, no dije nada. El súbito endurecimiento de mi miembro hablaba por sí solo. Y ella parecía entender aquel lenguaje. Finalmente, la parte inferior del palillo, con su madera empapada en sangre y saliva, dio a parar en un canapé de salmón ahumado aderezado con salsa boloñesa.

            Según iba mojando los palillos en la herida que se había hecho en la lengua, los colocaba, con cuidado, sobre los canapés. La mayonesa era lo que mejor contrastaba con aquella sangre fresca y reluciente. Los pescados y carnes blancas, también. Poco a poco, quedaban menos palillos y banderas, y la sangre cada vez manaba con mayor abundancia. Yo contemplaba, extasiado. A ella no parecía importarle demasiado ni el dolor, ni el agujero que se había provocado en la lengua. A mí menos. De hecho, mi excitación iba en aumento. Si no fuera por esos idiotas que debían de entrar en aquella misma sala en cualquier momento, estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de besar en la boca a aquella bella doncella.

            Prácticamente todos los canapés ya habían sido adornados, tomados, conquistados. Por ella, y con su propia sangre. En realidad, sólo quedaba un palillo, con su correspondiente bandera. Y ella habló por primera vez:
            Este va por San Jorge.
            Y lo clavó con extremada dulzura, primero en su lengua, luego en un amarillento trozo de tortilla de patatas. El contraste entre el color de su sangre y el del huevo de alguna manera me hizo como despejarme. Entraron mis colegas. Se sirvieron bebidas para acompañar. 
           
            La batalla fue breve, pero cruel. Los canapés empezaron a caer uno tras otro, destrozados por filas y columnas de dientes y de muelas que no dejaron posibilidad alguna de vida posterior. En diferentes ocasiones, el vino tinto, cosechado en las proximidades de palacio, se deslizó con plena libertad por entre las bandejas y las copas, regando la mesa de noble madera, que no estaba defendida por ningún tipo de mantel. Pocos hablaban, y menos, decían.

            Hasta que sólo quedó un canapé en toda la extensión del bufete. Precisamente el que iba por San Jorge. Nadie quería comer aquel reseco pedazo de tortilla de patatas. Muchos miraron a la joven pelirroja, cuando entró de nuevo en la sala, con la escoba que había estado a punto de lastimarme la frente, para barrer el estropicio que habíamos provocado los ministros. Aquella escoba, cuyo palo anunciaba su gran ventaja como tal: “Mango Universal”.




by George R. 

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