jueves, 19 de enero de 2012

Una Visita Casual

            Llegué al aeropuerto con el suficiente tiempo como para tomar un café, fumarme un par de cigarrillos, y leer unas veinte páginas de una novela de Aldiss. Esperaba a un amigo, que de llegar, lo haría acompañado de su más reciente novia. Quizás haya exagerado un poco; no sé si podría considerarlo como amigo. Casi mejor dejarlo en desconocido, al igual que su anónima (de la que me sorprendieron sus diminutos dientes); yo, un chófer. Sin embargo, por muy humillante que parezca esta situación, y siempre que no haga yo el papel de pasajero, reconozco que me encanta acercarme de vez en cuando al aeropuerto. 
            Según lo hacía, en los paneles electrónicos que cuelgan de la parte superior, hacia el centro, de los dos carriles de la autovía de acceso, observé que se combinaba la constante publicidad del hipermercado de la zona con un tremendo (por lo adiposo) anuncio sobre la reciente desaparición de una joven azafata de cierta y extranjera compañía aérea.
            Más tarde, tras fumarme el primer cigarrillo, entré en la sala de espera de la terminal (la única del lugar), y observé, nada más levantar la cabeza, que, en su mismo corazón, en un espacio acondicionado especialmente para la ocasión, limpio de butacas y de papeleras, libre de pasajeros, transeúntes y peregrinos, se situaba una gran colchoneta en la que descansaba, tumbada, aparentemente sedada, y visiblemente más liviana, la inmensa azafata que había visto pocos minutos antes, desde mi coche, en el panel de la autovía de acceso.
            Que la compañía responsable del espectáculo bastante desagradable, por cierto, castigase a una de sus trabajadoras con semejante dieta es un tema en el que no voy a entrar; los sindicatos responderán por ella, o al menos, algo preguntarán (por ejemplo, sus medidas, antes y después). Lo que me cabreó, ligeramente, fue la manipulación del anuncio en carretera; la desaparición no era tal.
            El desconocido me saludó con cierta efusividad, desde lejos, mientras yo cerraba con pena el libro de Aldiss. Esto fue lo que verdaderamente me cabreó, para qué nos vamos a engañar.
            Ya en el coche, la anónima pasó a ser argentina, con una frase que me alteró  bastante: “Vos, qué música más linda que escucháis” (se trataba de una larga pieza instrumental de los primeros y polvorientos años setenta; de todo menos linda). Como para romper el silencio que ella misma había creado con su amenazante comentario, lo intentó de otra manera: “Qué barato compran ustedes el aceite por aquí”. Acabábamos de ver un anuncio, imposible de no hacerlo, aún con la mirada hipnotizada en el espejo retrovisor.
No te fíes. Esas ofertas sólo ayudan a que el conductor se relaje, nada más solté, sin esperar que me hicieran demasiado caso; como decir que hace frío.
Sí, es verdad dijo el desconocido en el Sur están empezando a usar campañas más evidentes. Nadie se cree que el presidente del gobierno se haya muerto de un repentino ataque de risa, pero no veas cómo relaja cuando estás al volante.  
Eras Tomi, ¿no? pregunté para confirmar tienes razón —(recibí por el rabillo de mi ojo derecho una señal de afirmación por parte de su cabeza, y me quedé con la duda de si aquella se refería a su nombre o a su ego), sí, tienes razón. Pero tampoco te pases.




¿A qué te refieres? Yo nunca me paso, hombre.
Es lo que dices del Sur. No hay tanta diferencia, ¿sabes? Lo importante no es lo que se anuncia, si no el miserable hecho del anuncio. Y en esto, estamos igual. Gracias a que los coches de hoy en día casi se conducen solos, sus dueños se han vuelto lo suficientemente gilipollas como para darse el lujo de filosofar mientras hacen que agarran este manillar solté el volante por unos segundos, y efectivamente, el automóvil siguió a lo suyo como si nada ¿Veis? Anda, ahora el aceite de oliva cuesta menos que hace un rato. Nos acercamos al centro, se nota.
¿Cómo se llama ese grupo? volvió a la carga ella.
No sé contesté, habiendo recuperado el mando del Peugeot creo que son húngaros, o algo así; música prohibida durante el régimen comunista. 
Ah contestó ella. Ya estaba fuera de combate. Quedaba que el tal Tomi se callara también. Así podría escuchar tranquilamente el solo de batería de nueve minutos y medio que se avecinaba.
Tomi, ¿te acuerdas de cuando les hiciste un calvo a aquellos policías de  Denver? Tema finiquitado. Pude escuchar aquel glorioso solo sin voces añadidas. Lo que todavía no he conseguido saber es de qué se quejaban las autoridades húngaras del año 1971, los pobres desgraciados apenas abren la boca en toda la cara B del vinilo; que tampoco nadie me pregunte qué cojones gritan en la cara A. 
Llegamos sin mayor novedad. O más bien, llegaron. Le di las llaves de mi casa a Tomi para que subiera el lindo equipaje de su argentinita, mientras yo me fui a acostar a mi querido Peugeot. Difícil tarea, viviendo rodeado de montañas, parques, arbolitos, contenedores, plazas reservadas, y turismos abandonados a su suerte. Hay que ser muy cabrón para abandonar a tu coche en plena calle. Pero que muy cabrón. No creo que cueste tanto darle un paseo cada dos semanas. Más que nada para que la repulsiva prole del dueño del parking privado en el que nunca aparcas no te raje los neumáticos. 
La parejita ya se había instalado. Hoy en día los sistemas de calefacción, como los automóviles, son a prueba de estupidez, por lo que en el salón ya arreciaba una ola de calor no anunciada en el telediario de ayer, cuya existencia me temo que será más tarde confirmada por cierto papelito lleno de números, muy práctico para aprender a sumar y, no digo restar, decenas, ¡y centenas!—. Es que en Argentina es verano.
Variaciones sobre un mismo personaje. De desconocido a Tomi, de Tomi a Tomarporculo. Me tocó hacer la cena, y resultó que la chica de los dientes de rata era medio rara; no le hacía la carne de cerdo, ni la de pollo. Menos mal que me enteré a posteriori. Tras una pequeña guerra de pijamas, en la que debía ganar quien lo tuviera más grueso e inflado, por fin me reencontré con Aldiss, y su gran novela sobre árboles estranguladores. Me tocaba madrugar, por lo que no leí todo el tiempo que me hubiera gustado. Al rato de apagar la lamparita, me prometí a mí mismo llevar a la parejita de vuelta al aeropuerto; me entraron ganas de visitar de nuevo a aquella azafata de muestra. Y creo que empecé a idealizarla. Sus toscas curvas de carretera secundaria pasaron a ser elegantes recorridos de autovía. Si no llega a ser por Tomarporculo y su novia, para no molestarlos, me levanto, cojo el Peugeot, y me acerco al aeropuerto. Pero para empezar, si no llega a ser por ellos, nunca habría visto aquel espectáculo sobre la colchoneta. Gran cosa esto de tener amigos desconocidos.

by George R.

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