Cuando comenzó el bombardeo de publicidad institucional acerca de memorias cerebrales a partir de un terabyte, muchos pensamos que aquello iba a ser una revolución (más práctica que espiritual, por otro lado). Sin embargo, pronto empezaron las quejas de los ciudadanos. El programa de instalación ocupaba por sí solito cuatrocientos gigabytes. Una vez configurado y activado el sistema, y teniendo en cuenta la memoria necesaria para los casos de error y de urgencia (los cuales, enumerados, representaban una lista de casi cuatro folios), un tipo con una mente sana finalmente podía disponer para su propio disfrute de un par de gigas.
En mi humilde opinión, quedaron muchas preguntas sin responder, antes de que, dictatorialmente, el gobierno prohibiera el uso de memorias USB humanas para los ciudadanos que no se las pudieran costear.
¿Qué tipos de acuerdos se habrían llegado a firmar en el Parlamento para emitir, bajo declaración institucional, una definición del concepto de mente sana con la que todo parlamentario presente en las reuniones, como por arte de magia, se puso de acuerdo? ¿Cuáles fueron los criterios concretos del Ministerio de Descargas? ¿Por qué se desoyeron ciertos consejos de la patronal de psiquiatras? ¿Qué aportaron realmente los sindicatos de enfermos mentales?
Como afectado por el síndrome del “No Para”, que como se sabe es una enfermedad mental que afecta a miles y miles de personas que se operaron en las instalaciones hospitalarias que dispuso en Madrid, para mayor gloria de los españoles, la multinacional de música y entretenimiento EMI, pretendo aclarar al lector alguno de los síntomas que sufrimos los afectados, así como sugerir a quien corresponda una serie de soluciones para que en el futuro no se vuelva a dar esta cadena de errores humanos.
El primer error, el más grave si cabe, fue ofrecer al usuario un menguante catálogo de música con el que rellenar su recién estrenada memoria. Si alguien decidía llevarse al cerebro un disco de Alejandro Sanz, este artista quedaba vedado para el resto de operados. Así, quien más tardaba, no en elegir, sino en pagar el correspondiente chip adaptado, peor lo llevaba para poder seleccionar entre la podredumbre musical que iba quedando para el final. A mí me tocaron los Greatest Hits (sic) de los Backstreet Boys (tamaña salvajada que tuve que realizar, al menos para comprobar si la operación a la que me sometí había sido bien llevada a cabo).
El segundo error fue de alcance, debido a la falta de experiencia de los técnicos de la EMI. Sin embargo, el sistema parece ser simple. Cada byte de información musical al llegar al cerebro fagocita un número determinado de neuronas, que ya para siempre, se convierten en minúsculos trocitos de una canción. El efecto viene a ser parecido al de beberse una botella de güisqui a palo seco, con la diferencia de que las neuronas musicales se supone que sirven para algo más que para un rato de diversión, y otro, más largo, de resacón. Están ahí para sonar toda la vida.
En la siguiente pregunta está el quid del funcionamiento de este sistema: ¿de qué manera se organizan las neuronas ocupadas para que una canción suene en el orden de notas con las que se compuso originalmente? Por ejemplo, a nuestro cerebro poco parece importarle si nos levantamos con el pie izquierdo o con el derecho; o si agitamos el café soluble en una taza con una mano u otra. Cosa bien diferente es que empecemos a escuchar a uno de los Back cantando el estribillo, a la vez que suenan los mediocres arreglos instrumentales del comienzo del tema. Como para volverse loco. Y esto no es lo peor. El efecto más desasosegante del síndrome “No Para” es éste precisamente: la repetición hasta el infinito de la misma canción, descuartizada, sin sentido, sin posibilidad de borrarse.
Los valientes, y salvajes, pioneros que se llegaron a descargar los libros que había disponibles se quejan de escuchar a todas horas voces interiores, cacofonías que deben ser insoportables. Y más teniendo en cuenta que los libros que se pusieron a disposición del público fueron en concreto la Biblia cristiana, la Historia de España que se enseña en los colegios privados de Navarra, y un ensayo de Paulo Coelho. En resumen, parece claro que las presiones que se debieron realizar en la sede de la EMI para ofrecer estos tres únicos títulos al común ciudadano español fueron un homenaje a la antigua Inquisición del país.
Hay quien ha probado con el alcohol, y las drogas. Quizás con el pensamiento de que con una buena ducha de etanol, las neuronas buenas, regulares, o malas, se mueren igualmente, sin distinción. Pero no. El sistema es a prueba de sustancias. Tras los efectos de la borrachera, las voces, las distorsiones, los malditos estribillos surgen de nuevo. Lo único que parece que ha funcionado un poco mejor es la morfina. El sufrido lector, o melómano, tras un profundo sueño inducido, se olvida de su propia existencia. A pesar de que también existe el riesgo, comprobado, de sufrir pesadillas, en las que se escucha la misma voz de la que se quería huir.
Tras la súbita desaparición de las instalaciones de la EMI, el Gobierno se ha lavado las manos. Pero todos sabemos que existen tratamientos integrales de limpieza, por otro lado costosísimos. A gran parte de la población se le ha condenado a la locura, sin posibilidad de regresión. La única promesa, a día de hoy, del Ministerio de Descargas, consiste en realizar un tratamiento, gratuito, y de choque, al voluntario que se quiera ofrecer. Se trataría de aumentar sobremanera el catálogo musical y/o literario del paciente, con el fin de que éste pueda escuchar algo diferente. Señores, el problema sigue siendo el mismo. Lo mismo da los Back, que los Boys; la Biblia, que el catecismo. ¡Saquen a la luz los catálogos musicales que guardan bajo siete llaves! Dennos a leer algo más que su sopero monotema.
Un petit peu de Maupassant, peut-être?
by George R.
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