lunes, 2 de enero de 2012

La Cafetière (versión 2.0)



Es uno de los más grandes, y puede que el más injustamente* olvidado. Se trata de Théophile Gautier (1811-1872). Con veinte añitos escribe su primera obra, “La Cafetera”, pequeño relato que resume lo que será el resto de su carrera literaria. La historia de un joven que se enamora, mediante una maravillosa visión, de la forma temporal que adquiere una cafetera. Aquí os dejo un link al relato original (en castellano). Lo recomiendo leer, y así, se entenderá mejor mi versión.

*Sé de sobra que escribir esto significa no añadir nada nuevo, o como afirmar que fue el mejor o el peor poeta del siglo XIX. ¡Qué más da, mientras alguien lo lea!

2 de Enero de 2012, acaba de celebrarse el 200º aniversario de su nacimiento. Esto es poner las narices encima de las fechas, y de las tumbas, aunque se hable de nacimientos. Es algo de lo que también soy consciente, no se crean. Céline se murió en 1961, un cincuentenario mucho más cercano –y de muerte-; y, sin embargo, se armó el año pasado en Francia más revuelo del que quizás merecía el viejo cascarrabias de Louis Ferdinand. Esto me hace pensar que, en esta época en que vivimos, las celebraciones de muertes y nacimientos se hacen cada vez más directamente proporcionales a nuestra capacidad de memoria. Cuanto más lejano en el tiempo es el aniversario, menos importa (excepción hecha de Jesucristo). Los números redondos tampoco dan tanto que hablar hoy en día. Se valora más el siete u once aniversario del nacimiento de la hija de P*** (o como quieran llamarla), que el trescientos de la obra cumbre de G*** (o algo así). Lo ideal sería nacer, crear una gran  novela, o bien asesinar a alguien importante, y a continuación, morirse; todo en el mismo día. Para celebrar el aniversario justo al día siguiente. Todo va tan rápido. Pero me estoy enrollando cosa mala. Y lo que quiero es dejar aquí una nueva versión del relato de Gautier. Tanto tiempo después, pasado por el filtro Dick, es decir, de Philip K. Dick, y plasmar lo que quizás Gautier odiaría, o no. No lo sabremos nunca.



Es la historia de una cafetera, y la de su dueña (aviso que no va de lesbianismo la cosa). Me la contó hace poco una cajera de hipermercado, en su propio lugar de trabajo. Las condiciones para que se de una conversación de qualité nunca parecen ser las adecuadas, pero a veces, suena la campana, o la flauta, o el sintetizador. La cajera se relaja, el cliente tiene tiempo para escucharla, y nadie se queja. Un pequeño milagro.

Toneladas de turrón rodeando al disciplinado personal que espera su turno para pasar por caja. Las diez menos veinte de una oscurísima noche. La maquinaria que calienta el inmenso almacén de posibilidades gastronómicas se estropea. Empieza a hacer frío de inmediato. Al parecer, todo el país tiene ganas de poner su nueva calefacción de pega, o de asar medio pollo. A saber. Los plomos han saltado. Algunos cobardes abandonan el carro con su compra en mitad de los pasillos, y se largan. Otros empiezan a manejar sus teléfonos móviles/tabletas/etc… Yo en realidad iba a tomarme un café, en la cafetería adyacente a la zona de compras, a eso de las nueve, y justo después de pedirlo, he anulado la orden (la camarera me ha sonreído), porque me he dado cuenta de que no llevo un solo euro en el bolsillo. Así que decido comprarme una cafetera, y pagarla con tarjeta. Me quedaban unos sencillos y razonables cinco minutos para poder apoquinarla, y volver a mi casa. Es entonces cuando la luz ha dejado de hacerse. Y poco a poco me he ido quedando más y más solo, hasta el punto de que espero en pole position para pagar. Cobardes.

De repente oigo una vocecilla. No se ve muy bien, pero alcanzo a suponer que es la de la cajera. Tras una presentación bastante banal, ella se entera de que tengo sueño, y de que quiero llegar a casa cuanto antes para hacerme un café. Por eso llevo una caja de cartón en cuyo interior hay una supuesta cafetera. Sí, hombre, café ya tengo de sobra, pero me falta la cafetera. [Aquí es donde esta historia se separa más radicalmente de la de Gautier. Éste da por sentado que tanto la cafetera como el café existen, omnipresentes regalos de los Dioses del Parnaso; es decir, cualquiera los tiene a mano. Lo único que hace falta es un poco de suerte para tener la visión. Sin embargo, hoy en día, año 2012 del Señor, me temo, ésta viene de regalo de promoción, la visión, digo, en forma de leotardos, minifaldas, o sujetadores hinchables; pero el café, ¡amigos!, no es gratis, y menos las cafeterascada uno con la suya en su casa, y nada de tertulias, ¡por favor!].

Así, ella, la cajera, me empieza a contar la historia que quiero dejar aquí escrita.

Como en el cuento de Gautier (más o menos), una joven y bella profesora de música amiga suya que se levanta, mea y ducha por la mañana, comprueba que su propia  y querida cafetera toma vida propia. Tras abandonar las pinturas del maquillaje por un rato, vuelve a la cocina, para observar que el pequeño cachivache se ha deslizado por su cuenta a lo largo de la placa de vitrocerámica. Mal asunto, porque ni siquiera ha llegado a hervir el agua que lleva dentro. Lo vuelve a poner en su sitio. Y, «cosa curiosa», continua la cajera, que me coge de una mano, quizás pensando que llevo en ella algún tipo de tarjeta o billete, «la cafetera empezó a hablar». Justo cuando me dice esto, yo retiro mi mano, o más bien la adelanto, y creo tocar con la punta del dedo corazón algo así como un tejido de lana, un suéter, suave y caliente. Esto me ayuda a despertarme un poco más, y a demostrarme a mí mismo que más vale un pequeño toqueteo lanoso que mil grandes historias contadas por la dueña de la lana. Pero sigo. O mejor dicho, sigue ella. Al parecer, la cafetera le recriminó a su dueña maltrato doméstico. Y lo que peor llevaba era el hecho de que no la lavase una vez estaba vacía, conviviendo con los asquerosos posos de su café a veces incluso hasta más de veinticuatro horas seguidas. La amiga de la cajera, la dueña de la cafetera, Gina, así se llama al parecer, no hizo caso a lo que había escuchado, y decidió volver al baño para asentar mejor su maquillaje, después de colocar el pequeño artefacto de aluminio en el sitio que le corresponde, sobre el fuego invisible. Y con la cara bien coloradota, regresó a la cocina minutos después, y observó que la cafetera estaba en el suelo. Un negruzco líquido se expandía con libertad de movimientos sobre las blancas baldosas de la estancia. La cafetera se puso de pie, y mientras habló, subía y bajaba la cubierta por donde el resto de los mortales nos servimos el café bien calentito. Y, por si fuera poco, seguía expulsando pequeñas gotas negras. «Tú sólo me quieres para hacer café. Te crees muy lista diciéndome que qué rico está, haciéndome la pelota todas las mañanas, que si qué calentito, que si qué gustito, y en cuanto me vacías, te vas por ahí». Gina la escuchó con paciencia. Se dio cuenta de que la cosa iba en serio. Y más en serio se lo tomaba la cajera. Claro que bajo la luz de los linternazos de los guardias de seguridad de un hipermercado a oscuras, (que ya habían salido de patrulla en busca de un seguro ladrón, y de una más que segura paga extra por las molestias ocasionadas), es muy fácil. Cualquiera disiente o dice «pero…». Enseguida se te echa encima uno de esos perros humanoides, te maniata, y te acusa de querer robar una cafetera que tenías intención de pagar (aparte queda el detallazo de quedarse allí escuchando la historia de la cajera, en vez de largarte, acudir a un cajero a sacar dinero en efectivo, o hacerte tú mismo el cuentacuentista, y ganarte un café gratis en alguna parte, o mejor directamente, volverte a casa, y ponerte a dormir si tanto sueño tienes). Pero las cosas no son tan fáciles. La cajera siguió con lo suyo. Su amiga Gina no perdió la paciencia (se trajo el peine del baño, los pelos que iban cayendo sobre el maltrecho café iban formando poco a poco una masa cada vez más asquerosa en el embaldosado suelo—), hasta que ésta se le agotó. (La paciencia es como un spray de nata montada. Sabe tan rica al principio que uno se llena, se peta, de esperanzas, que más tarde se convierten en aire, y finalmente, en un objeto metálico que no sirve para nada). Terminó Gina agarrando a la cafetera por su elegante asa de plástico (ya bastante enfriada), y la depositó de nuevo sobre la placa de inducción calorífica (que continuaba encendida). «¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No!», escuchó su dueña, ajena al horror que presenciaba. Gina no era consciente de que dentro de la cafetera apenas quedaba agua que hervir. Estaba demasiado ocupada ahora con una crema de manos que le había regalado su madre hacía bien poco (como antesala del ataque de regalos navideños que se avecinaba). Mientras la cafetera empezaba a sudar aluminio de una pureza del treinta y dos por ciento (de lo mejor que ha salido de las fábricas de Shanghai), Gina siguió dale que te dale con la crema. «Yo la conozco bien, y te digo que siempre que empieza a manosearse ella misma con un nuevo potingue, llega una hora tarde a la oficina», añadió la cajera. Y yo mismo ya me imaginaba en aquella oscuridad hipercarcelaria una escenita subida de tono, en la que una mujer se embadurna el cuerpo con resplandeciente grasa de barco, mientras espera a que su compañera de juegos neuróticos eyacule aluminio venido del mismísimo y lejano Oriente. Extraña visión la mía, que se vio interrumpida por un inoportuno resplandor de luz. El hipermercado volvió por unos segundos a su ser. Me vi con un acartonado envoltorio de cafetera a estrenar entre manos, y justo cuando, levantando la cabeza, me disponía a descubrir el rostro de la chica del jersey de lana (con mis propias esperanzas de que no fuera una descomunal y tetuda cajera, a fin de cuentas, antes apenas había alejado un poco mi mano cuando ésta ya tocaba tierra firme, y calentita), se fue de nuevo la corriente. «Y ahora viene lo peor», continuó la mujer sin rostro. Tras la sesión de maquillaje, peinado, y lubricado, quedaban las botas. Gina las guardaba en una pequeña terraza justo al lado de la cocina. Como era época de frío su costumbre era sacarlas de allí, y ponérselas en la propia cocina, y ahorrarse algún que otro escalofrío. Estaba en ello cuando reparó de nuevo en la horrible mancha del suelo, que, a su vez, hacía un poco lo que quería, extendiéndose por donde buenamente podía (la casa sufría de cierta inclinación negativa sur-suroeste, lo que significaba que estaba torcida hacia esa dirección), y como que no quería la cosa, ya casi había alcanzado la pared contraria a la que alojaba la placa de vitrocerámica. La cafetera seguía gritando, por otro lado. Algunos pelos, bien embadurnados de un café hecho a medias, también habían conseguido avanzar hasta posiciones hacía un momento inimaginables. Uno de los calcetines (el derecho) se empapó de la mezcla, y a los pocos segundos, Gina fue consciente del desagradable hecho. «Se enfadó muchísimo», «Casi se vuelve loca», «Agarró a la pobre cafetera, como si ella tuviera la culpa, y la tiró al suelo con saña», «Volvió al baño a mear algo que desde luego no era el café que se merecía», «Por poco vomita en la misma taza del váter al tocarse su pie derecho y obtener a cambio una pequeña mata de pelos húmedos», son frases que soltó poco a poco la cajera, que al parecer, no tenía ninguna prisa. Allí sentada, ¿o de pie?, esperando a que volviera la luz, habiendo intentado quitarme un posible billete (o tarjeta) de las manos, tan ricamente, mientras yo me iba dando cuenta de que la conversación había pasado de ser de qualité, a de quantité, es decir, pies para qué os quiero. Pero uno primero es caballero, y luego, cafetero. Paciencia. Para rebajar la tensión presente, le dije a la cajera que su amiga Gina habría pensado (como consuelo, más que nada) que al menos aquellos pelos eran suyos. Sabido es que de pelos y pedos, lo de uno, significa ninguno. Y metí la pata (derecha, o izquierda, yo qué sé) hasta el fondo, porque la cajera me dijo que justo en ese momento es cuando Gina se puso, literalmente, así se lo dijo, como una cafetera, echando pestes hirvientes a diestra y siniestra. Que era imposible que aquellos repugnantes hilillos negros fueran suyos, pues ella hasta ese momento se había considerado como una mujer rubia, y que su maquillaje se había ido al traste, por no decir nada del peinado. Me pregunté entonces a mí mismo, (sin abrir la boquita), a ver si un cabello rubio, por el efecto del café, y mayormente, del aluminio chino, se ve rápidamente metamorfoseado en cabello negroide, en solución alegremente dispuesta, y de gran pureza. Esto, si directamente no debieran haberse derretido y desaparecido todas las partículas de queratina presentes en aquel oscuro charco. «Creo que tuvo su merecido», me soltó la cajera. Yo le dije que, bueno, que tampoco se había portado tan mal (Gina). Y aquella cajera, que iba para madre superiora de ese tipo de conventos en los que las monjas son todas sádicas y cochinas, me contestó que el merecido castigo ocurrió cuando aquellos pelos rubios teñidos a negro, no sólo daban grima y asco, sino que también empezaron a tomar vida propia. «Mutaron en anguilas anoréxicas». Se fueron poco a poco al arrimo de la cafetera (sorprendida ella a su vez), y la intentaron estrangular, hacia la zona de su bella cintura. El pequeño artilugio se desenroscó el solito para poder coger aire, partiéndose en dos. Gina volvió del baño, algo más arreglada, con las manos limpias, y vio lo que le estaban haciendo a su cafetera. Con un trapo de cocina, agarró las dos partes de su compañera de piso, y las puso bajo el agua en el fregadero. Los pelos, vivitos y coleando, se fueron deslizando por el desagüe, y desaparecieron. Cuando te cuentan una historia así en la caja de un hipermercado, sin posibilidad de una reacción digna y rápida, tu cerebro empieza a trabajar más deprisa. Uno se pone a darle vueltas a las cosas que escucha (sobre todo en las pausas de tu particular predicador). Empecé a pensar que ya sólo habría faltado que la cafetera se pusiera de parte de aquellos pobres pelos ahogados como pobres recién nacidas en un pueblo de la China profunda; o que las mismas baldosas, en contacto con la potencialmente mutante mezcla de café y de aluminio, también empezaran a bailar. Pero no. A tanto no llegó la cosa. De hecho, la cajera poco más me contó. En cuanto Gina lavó con cierto cariño a la cafetera, ésta se quedó mucho más tranquila. Hacía ya un rato que no decía nada, pero cuando la chica del bonito peinado y cremoso maquillaje que gustaba de calzarse botas en invierno se iba por la puerta, se pudo escuchar en la cocina (así se lo debió de contar Gina a mi confidente, la cajera) un precioso «Que tengas un buen día en la oficina». Terminé por poder comprar mi cafetera aquella misma noche (no tardó en volver la luz), aunque como os podéis imaginar, no la he usado nunca. No he vuelto a saber de la cajera, ni de Gina, ni falta que me hace.

Finalmente, tras narrar esta pequeña aventura de una cafetera Gautier (añadida, eso sí, una batidora de marca K. Dick), pienso que la historia del francés es mucho más dañina realmente. Hay una sensación de pérdida al final, que desde luego yo no atisbo a sentir en la historia de la cajera. Quizás, y esto es mucho decir, soy consciente de ello, podamos pensar, como conclusión a este lío de cafeteras, que el moderno neurótico está más cerca de la justicia que el antiguo romántico. Porque, en resumen, aunque uno se lleve a matar con sus propios utensilios de cocina, termina por conservarlos, cuidarlos, mimarlos. No vaya a ser que se inutilicen, y haya que comprar otros. El romántico, ¡qué fácil rompe las cosas! Y luego, ¿quién las paga? No sólo de aire vive el hombre, como decía aquel.



By George R. 

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