viernes, 27 de enero de 2012

Ochenta Anos De Nada

            Hablar de cine es, de por sí, bastante cinematográfico. Cualquier conversación se enriquece mencionando tal o cual película, como antaño ocurría con los cigarrillos. Me refiero por ejemplo a ver fumar a Bogart, mientras prepara su último golpe o venganza. El humo cubre, cuida, calienta la pantalla; el cine, hace lo mismo con nuestros cerebros. Dependerá de éstos mismos el que la charla se dignifique más allá de un buen comienzo. Tampoco es que esto sea un hecho esencial en nuestras vidas, seguramente, pero sin el humo, no hay atmósfera, y si no hay atmósfera, la Tierra se va a donde ya saben ustedes. Lo mismo con nuestras conversaciones, siempre que no se abuse con Star Wars, y similares.
            Aún así, no me gusta demasiado escribir sobre cine. Primero, se le presupone al lector que ha visto la película; aunque antes, se presupone que hay un lector. No me preocupa demasiado esto último, porque yo ya supongo que tal lector apenas existe, y precisamente por esto, me tomo mis licencias.

            El cine, como arte, nació con ciertos problemas. Su madre, el teatro, habría hecho de su hijo un tipo sensacional, aún mucho más de lo que ha llegado a ser, sino hubiera sido por el padre, la fotografía, un tipo caprichoso y de lo más promiscuo. Todos sabemos que el teatro significa lucha, pasión, tesón, alegría por vivir, y convivir. La fotografía, palabra que debería ser masculina, no es sino una eyaculación, un constante ir y venir de botoncitos que se disparan solos cuando se excitan. El pobre cine (o la pobre, según), con un padre así, ha degenerado en lo que tenemos hoy en día en nuestras pantallas. Una colección de degenerados engendros, surgidos de una sangre que ha sido utilizada una y mil veces para la misma función. Un asco de manía, como de monarquía.

            En el “Frankenstein” de James Whale, 1931, hay una escena en la que el protagonista se esconde detrás de unos brezos, para ver desde estos, a una niña que juega con unas flores, al lado de un lago. Se descubre, se acerca a la niña, símbolo de pureza, y ésta, lejos de echar a correr, le coge de la mano, y le lleva a la misma orilla del lago, desde la que, entre los dos, se dedican a echar florecillas al agua. Frankenstein realiza una serie de íntimas correlaciones mentales, y concluye que también es lícito, incluso obligatorio, no lo sabemos, arrojar a la propia niña al lago.




            Supongo que la escena es suficientemente conocida. No puedo, aunque tampoco me importa demasiado, saber la reacción del público de aquella época. Lo que me interesa saber es la que provoca hoy en día. A cualquiera con una mente más o menos sana, le debería producir risa, o al menos, una sonrisa. Por otro lado, se debería empatizar con Frankenstein, no con la niña, que es únicamente un símbolo secundario. Quien vea en pantalla una niña con sus derechos universales ultrajados está enfermo, y rápidamente, debería hacerse el test de Voigt-Kampff en cualquier ambulatorio local, y cuando le confirmen que es un replicante, bien opte por emigrar, o por alistarse en el venerable ejército de nuestro país.
           
            Hagamos un viaje en el tiempo, ochenta anos de nada (qué prolapso en todo este lapso, ¡madre mía!), y aterricemos sobre una película llamada “Un Dios Salvaje”, de Roman Polanski (2011). 
Para quien no la haya visto, le diré que se trata de la historia de dos parejas, ambas aparentemente heterosexuales, que se reúnen en el domicilio de una de ellas, para discutir, de forma civilizada, sobre el comportamiento violento del hijo de una de las parejas sobre el hijo de la otra pareja. Historia basada en la obra de teatro “Le Dieu du Carnage”, de la francesa Yasmine Reza, escrita en 2007. 
Se trata de una comedia. Se trata de que el público se ría de sí mismo; quien no lo haga con esta película, no es que esté enfermo, está directamente muerto, o acaba de aterrizar en este mundo en el que sobrevivimos.
Me interesa mucho escribir sobre esta película porque veo, en mi particular universo de correlaciones cerebrales, una acertadísima referencia (consciente o no) a la de James Whale. Un momento de cine, que gracias al director, es de teatro, es decir, de vida, de presencia, de cercanía.

Uno de los padres no suelta su teléfono móvil ni por un momento. No respeta para nada la situación social que se crea en la sala donde se rueda el noventa y cinco por ciento de la película. Hasta que acaba de poner de los nervios a su mujer, y ésta, coge el teléfono de marras, y lo arroja sin pensárselo dos veces a una pecera que está colocada sobre una mesita de la sala. 

Las violentas carcajadas de las dos madres, ante la aparente inutilidad del teléfono, frente al patético lloriqueo de los dos padres, son, sin duda, el mejor símbolo de liberación humana que he visto en el cine moderno, y que se pone a la altura de la acción de Frankenstein, con la diferencia de que éste era inocente.

En la película de Whale, la niña también acaba en el agua, lanzada por Frankenstein con el propósito de cumplir con una obligación implícita. La mujer no está obligada a ello; es más, sabe que no debería hacerlo. La pureza muere ahogada; algo con lo que contamos desde hace muchos siglos. La estupidez tecnológica, no; al rato, el teléfono vuelve a funcionar.






Es nuestra particular, y moderna, condena. Especialmente masculina.

by George R. 

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