martes, 31 de enero de 2012

Trans-SubBrain-Express, part IV

            Cuando comenzó el bombardeo de publicidad institucional acerca de memorias cerebrales a partir de un terabyte, muchos pensamos que aquello iba a ser una revolución (más práctica que espiritual, por otro lado). Sin embargo, pronto empezaron las quejas de los ciudadanos. El programa de instalación ocupaba por sí solito cuatrocientos gigabytes. Una vez configurado y activado el sistema, y teniendo en cuenta la memoria necesaria para los casos de error y de urgencia (los cuales, enumerados, representaban una lista de casi cuatro folios), un tipo con una mente sana finalmente podía disponer para su propio disfrute de un par de gigas.
            En mi humilde opinión, quedaron muchas preguntas sin responder, antes de que, dictatorialmente, el gobierno prohibiera el uso de memorias USB humanas para los ciudadanos que no se las pudieran costear.
            ¿Qué tipos de acuerdos se habrían llegado a firmar en el Parlamento para emitir, bajo declaración institucional, una definición del concepto de mente sana con la que todo parlamentario presente en las reuniones, como por arte de magia, se puso de acuerdo? ¿Cuáles fueron los criterios concretos del Ministerio de Descargas? ¿Por qué se desoyeron ciertos consejos de la patronal de psiquiatras? ¿Qué aportaron realmente los sindicatos de enfermos mentales?
            Como afectado por el síndrome del “No Para”, que como se sabe es una enfermedad mental que afecta a miles y miles de personas que se operaron en las instalaciones hospitalarias que dispuso en Madrid, para mayor gloria de los españoles, la multinacional de música y entretenimiento EMI, pretendo aclarar al lector alguno de los síntomas que sufrimos los afectados, así como sugerir a quien corresponda una serie de soluciones para que en el futuro no se vuelva a dar esta cadena de errores humanos.
            El primer error, el más grave si cabe, fue ofrecer al usuario un menguante catálogo de música con el que rellenar su recién estrenada memoria. Si alguien decidía llevarse al cerebro un disco de Alejandro Sanz, este artista quedaba vedado para el resto de operados. Así, quien más tardaba, no en elegir, sino en pagar el correspondiente chip adaptado, peor lo llevaba para poder seleccionar entre la podredumbre musical que iba quedando para el final. A mí me tocaron los Greatest Hits (sic) de los Backstreet Boys (tamaña salvajada que tuve que realizar, al menos para comprobar si la operación a la que me sometí había sido bien llevada a cabo).
            El segundo error fue de alcance, debido a la falta de experiencia de los técnicos de la EMI. Sin embargo, el sistema parece ser simple. Cada byte de información musical al llegar al cerebro fagocita un número determinado de neuronas, que ya para siempre, se convierten en minúsculos trocitos de una canción. El efecto viene a ser parecido al de beberse una botella de güisqui a palo seco, con la diferencia de que las neuronas musicales se supone que sirven para algo más que para un rato de diversión, y otro, más largo, de resacón. Están ahí para sonar toda la vida.
            En la siguiente pregunta está el quid del funcionamiento de este sistema: ¿de qué manera se organizan las neuronas ocupadas para que una canción suene en el orden de notas con las que se compuso originalmente? Por ejemplo, a nuestro cerebro poco parece importarle si nos levantamos con el pie izquierdo o con el derecho; o si agitamos el café soluble en una taza con una mano u otra. Cosa bien diferente es que empecemos a escuchar a uno de los Back cantando el estribillo, a la vez que suenan los mediocres arreglos instrumentales del comienzo del tema. Como para volverse loco. Y esto no es lo peor. El efecto más desasosegante del síndrome “No Para” es éste precisamente: la repetición hasta el infinito de la misma canción, descuartizada, sin sentido, sin posibilidad de borrarse.
            Los valientes, y salvajes, pioneros que se llegaron a descargar los libros que había disponibles se quejan de escuchar a todas horas voces interiores, cacofonías que deben ser insoportables. Y más teniendo en cuenta que los libros que se pusieron a disposición del público fueron en concreto la Biblia cristiana, la Historia de España que se enseña en los colegios privados de Navarra, y un ensayo de Paulo Coelho. En resumen, parece claro que las presiones que se debieron realizar en la sede de la EMI para ofrecer estos tres únicos títulos al común ciudadano español fueron un homenaje a la antigua Inquisición del país. 
            Hay quien ha probado con el alcohol, y las drogas. Quizás con el pensamiento de que con una buena ducha de etanol, las neuronas buenas, regulares, o malas, se mueren igualmente, sin distinción. Pero no. El sistema es a prueba de sustancias. Tras los efectos de la borrachera, las voces, las distorsiones, los malditos estribillos surgen de nuevo. Lo único que parece que ha funcionado un poco mejor es la morfina. El sufrido lector, o melómano, tras un profundo sueño inducido, se olvida de su propia existencia.  A pesar de que también existe el riesgo, comprobado, de sufrir pesadillas, en las que se escucha la misma voz de la que se quería huir.
            Tras la súbita desaparición de las instalaciones de la EMI, el Gobierno se ha lavado las manos. Pero todos sabemos que existen tratamientos integrales de limpieza, por otro lado costosísimos. A gran parte de la población se le ha condenado a la locura, sin posibilidad de regresión. La única promesa, a día de hoy,  del Ministerio de Descargas, consiste en realizar un tratamiento, gratuito, y de choque, al voluntario que se quiera ofrecer. Se trataría de aumentar sobremanera el catálogo musical y/o literario del paciente, con el fin de que éste pueda escuchar algo diferente. Señores, el problema sigue siendo el mismo. Lo mismo da los Back, que los Boys; la Biblia, que el catecismo. ¡Saquen a la luz los catálogos musicales que guardan bajo siete llaves! Dennos a leer algo más que su sopero monotema. 





Un petit peu de Maupassant, peut-être? 

by George R.

viernes, 27 de enero de 2012

Ochenta Anos De Nada

            Hablar de cine es, de por sí, bastante cinematográfico. Cualquier conversación se enriquece mencionando tal o cual película, como antaño ocurría con los cigarrillos. Me refiero por ejemplo a ver fumar a Bogart, mientras prepara su último golpe o venganza. El humo cubre, cuida, calienta la pantalla; el cine, hace lo mismo con nuestros cerebros. Dependerá de éstos mismos el que la charla se dignifique más allá de un buen comienzo. Tampoco es que esto sea un hecho esencial en nuestras vidas, seguramente, pero sin el humo, no hay atmósfera, y si no hay atmósfera, la Tierra se va a donde ya saben ustedes. Lo mismo con nuestras conversaciones, siempre que no se abuse con Star Wars, y similares.
            Aún así, no me gusta demasiado escribir sobre cine. Primero, se le presupone al lector que ha visto la película; aunque antes, se presupone que hay un lector. No me preocupa demasiado esto último, porque yo ya supongo que tal lector apenas existe, y precisamente por esto, me tomo mis licencias.

            El cine, como arte, nació con ciertos problemas. Su madre, el teatro, habría hecho de su hijo un tipo sensacional, aún mucho más de lo que ha llegado a ser, sino hubiera sido por el padre, la fotografía, un tipo caprichoso y de lo más promiscuo. Todos sabemos que el teatro significa lucha, pasión, tesón, alegría por vivir, y convivir. La fotografía, palabra que debería ser masculina, no es sino una eyaculación, un constante ir y venir de botoncitos que se disparan solos cuando se excitan. El pobre cine (o la pobre, según), con un padre así, ha degenerado en lo que tenemos hoy en día en nuestras pantallas. Una colección de degenerados engendros, surgidos de una sangre que ha sido utilizada una y mil veces para la misma función. Un asco de manía, como de monarquía.

            En el “Frankenstein” de James Whale, 1931, hay una escena en la que el protagonista se esconde detrás de unos brezos, para ver desde estos, a una niña que juega con unas flores, al lado de un lago. Se descubre, se acerca a la niña, símbolo de pureza, y ésta, lejos de echar a correr, le coge de la mano, y le lleva a la misma orilla del lago, desde la que, entre los dos, se dedican a echar florecillas al agua. Frankenstein realiza una serie de íntimas correlaciones mentales, y concluye que también es lícito, incluso obligatorio, no lo sabemos, arrojar a la propia niña al lago.




            Supongo que la escena es suficientemente conocida. No puedo, aunque tampoco me importa demasiado, saber la reacción del público de aquella época. Lo que me interesa saber es la que provoca hoy en día. A cualquiera con una mente más o menos sana, le debería producir risa, o al menos, una sonrisa. Por otro lado, se debería empatizar con Frankenstein, no con la niña, que es únicamente un símbolo secundario. Quien vea en pantalla una niña con sus derechos universales ultrajados está enfermo, y rápidamente, debería hacerse el test de Voigt-Kampff en cualquier ambulatorio local, y cuando le confirmen que es un replicante, bien opte por emigrar, o por alistarse en el venerable ejército de nuestro país.
           
            Hagamos un viaje en el tiempo, ochenta anos de nada (qué prolapso en todo este lapso, ¡madre mía!), y aterricemos sobre una película llamada “Un Dios Salvaje”, de Roman Polanski (2011). 
Para quien no la haya visto, le diré que se trata de la historia de dos parejas, ambas aparentemente heterosexuales, que se reúnen en el domicilio de una de ellas, para discutir, de forma civilizada, sobre el comportamiento violento del hijo de una de las parejas sobre el hijo de la otra pareja. Historia basada en la obra de teatro “Le Dieu du Carnage”, de la francesa Yasmine Reza, escrita en 2007. 
Se trata de una comedia. Se trata de que el público se ría de sí mismo; quien no lo haga con esta película, no es que esté enfermo, está directamente muerto, o acaba de aterrizar en este mundo en el que sobrevivimos.
Me interesa mucho escribir sobre esta película porque veo, en mi particular universo de correlaciones cerebrales, una acertadísima referencia (consciente o no) a la de James Whale. Un momento de cine, que gracias al director, es de teatro, es decir, de vida, de presencia, de cercanía.

Uno de los padres no suelta su teléfono móvil ni por un momento. No respeta para nada la situación social que se crea en la sala donde se rueda el noventa y cinco por ciento de la película. Hasta que acaba de poner de los nervios a su mujer, y ésta, coge el teléfono de marras, y lo arroja sin pensárselo dos veces a una pecera que está colocada sobre una mesita de la sala. 

Las violentas carcajadas de las dos madres, ante la aparente inutilidad del teléfono, frente al patético lloriqueo de los dos padres, son, sin duda, el mejor símbolo de liberación humana que he visto en el cine moderno, y que se pone a la altura de la acción de Frankenstein, con la diferencia de que éste era inocente.

En la película de Whale, la niña también acaba en el agua, lanzada por Frankenstein con el propósito de cumplir con una obligación implícita. La mujer no está obligada a ello; es más, sabe que no debería hacerlo. La pureza muere ahogada; algo con lo que contamos desde hace muchos siglos. La estupidez tecnológica, no; al rato, el teléfono vuelve a funcionar.






Es nuestra particular, y moderna, condena. Especialmente masculina.

by George R. 

jueves, 26 de enero de 2012

Planet Caravan

            Por recomendación de un amigo, a quien más abajo presento como se merece, a través de un pequeño reproductor de música, y de unos auriculares que hace tiempo que me regaló la Renfe, esta pasada noche he estado escuchando, sin pausa, con la función de repetición activada, en orden cronológico, mientras dormía, ciertos discursos de Kennedy, John Fitzgerald. El primero, de Abril de 1961, el más impresionante, en Nueva York, ante los gerifaltes de la prensa americana. El segundo, de Junio de 1963, quizás el más famoso, en Berlín, ante los alemanes libres; el tercero, del 26 de Septiembre del mismo año, casi dos meses antes de ser asesinado, ante una cuadrilla de mormones, en Utah. Con la prensa, estuvo gracioso (al principio); con los berlineses, se sintió más alemán que ellos; con los cerradillos del Oeste americano, acudió sin complejos a las leyendas de los pioneros yanquis.  
            Justo cuando Johnny se pone serio con los gordinflones de NY, he terminado de desvelarme, a eso de las siete de la mañana; aunque, evidentemente, me he despertado varias veces a lo largo de la noche.
            Y me he repetido la siguiente pregunta, con la cabeza más despejada: “Is it worth?
Of course!”, me contestó Phil, mi amigo de Manchester, cuando le planteé la misma cuestión. Él mismo me recomendó practicar esta actividad nocturna tan concreta. Phil es el presidente honorífico de la BINEMF, British Instrumental Electronic Music Foundation. Esta fundación, formada por anarquistas convencidos, única en el mundo, se dedica básicamente al reciclaje musical de solistas, cantantes, divos, juglares, etc… Últimamente se debate en su sede central la inclusión de las personas pertenecientes al bello sexo en su principal objetivo como fundación: procurar que todo hombre, aficionado o profesional del canto, deje de serlo. Para lo cual, se le subvenciona la producción de música electrónica instrumental, con fondos aportados por miles de socios a lo largo y ancho del mundo.
Y como tengo cierta confianza con este gran tipo, le pregunté en su momento:
            Phil, what the fuck has Kennedy to do with the foundation?
            Me dijo que primero me tranquilizara; y que tenía que ver más de lo que podría parecer en un principio.
            »Mira, George, piensa un poco. ¿Cuál es la diferencia entre un político y un cantante? Dímela, si es que encuentras alguna. Porque para mí son la misma mierda. Una especie de comerciales de la voz humana, que la usan de la forma más rastrera posible. Pero, aún así, hay excepciones. Kennedy es una de ellas; Ozzy Osbourne otra. ¿Qué me dices?
            »¿Ozzy? ¿El cantante de Black Sabbath? ¡Pero si tenía voz de eunuco!
            »Precisamente por eso, George. Kennedy no era un buen político, y Ozzy cantaba como el culo. Pero todos tenemos opiniones políticas, y cantamos en la ducha, y alguien, un mal día, nos dice que lo hacemos muy bien, y nos lo creemos, y ya la hemos jodido. En la BINEMF apreciamos lo de puta madre que lo puede llegar a hacer alguien en inferioridad de condiciones, como Johnny u Ozzy. 
            »No acabo de entenderte, Phil. ¿Y qué me dices de Sinatra, por ejemplo?
            »¿De Frankie? Lo que yo de verdad no entiendo es por qué no acabó siendo juzgado en un consejo de guerra. ¿Te crees que nosotros somos gilipollas? ¿Por qué se bombardea a la población, como si de un nuevo Gernika se tratase, sin ningún tipo de compasión, con esas bombas de estridencia, de parte de terroristas sonoros como Sinatra, Presley, o Pavarotti? ¿Qué cojones es esto? Un asalto sin cuartel a nuestros pobres cerebros. Y nadie se queja, esto es lo preocupante. 
»¿Y qué ocurre con las voces femeninas? ¿Son todas válidas?
            »Por supuesto que no. Como no lo son todas las madres, pero tú y yo salimos de una de ellas. Un concepto sagrado. Sin embargo, hay gente que lo discute, y para eso están nuestros propios congresos, para ponernos de acuerdo.

            La palabrería de Phil, como se puede observar, no tiene fin. Un cazador cazado con sus propias ideas. Como los sombríos protagonistas de aquella sociedad limitada que se dedicaba al asesinato, ideada por Jack London. Pero esta tarde me he dado cuenta de que, en cierta manera, Phil y sus amigos anarquistas son, después de todo, una especie de modernos nigromantes. El verdadero mal, el del bueno, anida en ellos; es como decir que son unos santos. Y lo son, ¡coño!, claro que lo son.



A Kennedy lo mataron un 22 de Noviembre de 1963, el mismo día en que murió, de forma natural, Aldous Huxley; el mismo en que se celebra Santa Cecilia, patrona de la música. Es casi una pena que Ozzy no hubiera nacido también en ese momento; pero en el fondo no lo es: Black Sabbath nunca hubiera sido lo mismo.

Seguiré esta noche tratándome el cerebro con Johnny. Por cierto, se aprende más inglés que con Jominglis.

by George R.

viernes, 20 de enero de 2012

Al Bicho Conquistador

 Mira cómo lucen las cucarachas
 Con esa pose de vil monja virgen
 Valientes putas que todo lo rigen
 Tú lleno de mierda, ellas sin manchas

 Mira cómo agitan sus huchas
 Que tus duros ahorros se estrujen
 Que tus duros callos se apretujen
 Mientras te comes tus flacas truchas 

 Mira cómo andan a tientas
 Claros entes a los que nunca hablaste
 Mas se acercan a pedirte cuentas

 Muy bien yo vi cómo las pisaste
 Buen amigo feliz no me mientas
 Créeme que nunca las maltrataste

by George R.

jueves, 19 de enero de 2012

Una Visita Casual

            Llegué al aeropuerto con el suficiente tiempo como para tomar un café, fumarme un par de cigarrillos, y leer unas veinte páginas de una novela de Aldiss. Esperaba a un amigo, que de llegar, lo haría acompañado de su más reciente novia. Quizás haya exagerado un poco; no sé si podría considerarlo como amigo. Casi mejor dejarlo en desconocido, al igual que su anónima (de la que me sorprendieron sus diminutos dientes); yo, un chófer. Sin embargo, por muy humillante que parezca esta situación, y siempre que no haga yo el papel de pasajero, reconozco que me encanta acercarme de vez en cuando al aeropuerto. 
            Según lo hacía, en los paneles electrónicos que cuelgan de la parte superior, hacia el centro, de los dos carriles de la autovía de acceso, observé que se combinaba la constante publicidad del hipermercado de la zona con un tremendo (por lo adiposo) anuncio sobre la reciente desaparición de una joven azafata de cierta y extranjera compañía aérea.
            Más tarde, tras fumarme el primer cigarrillo, entré en la sala de espera de la terminal (la única del lugar), y observé, nada más levantar la cabeza, que, en su mismo corazón, en un espacio acondicionado especialmente para la ocasión, limpio de butacas y de papeleras, libre de pasajeros, transeúntes y peregrinos, se situaba una gran colchoneta en la que descansaba, tumbada, aparentemente sedada, y visiblemente más liviana, la inmensa azafata que había visto pocos minutos antes, desde mi coche, en el panel de la autovía de acceso.
            Que la compañía responsable del espectáculo bastante desagradable, por cierto, castigase a una de sus trabajadoras con semejante dieta es un tema en el que no voy a entrar; los sindicatos responderán por ella, o al menos, algo preguntarán (por ejemplo, sus medidas, antes y después). Lo que me cabreó, ligeramente, fue la manipulación del anuncio en carretera; la desaparición no era tal.
            El desconocido me saludó con cierta efusividad, desde lejos, mientras yo cerraba con pena el libro de Aldiss. Esto fue lo que verdaderamente me cabreó, para qué nos vamos a engañar.
            Ya en el coche, la anónima pasó a ser argentina, con una frase que me alteró  bastante: “Vos, qué música más linda que escucháis” (se trataba de una larga pieza instrumental de los primeros y polvorientos años setenta; de todo menos linda). Como para romper el silencio que ella misma había creado con su amenazante comentario, lo intentó de otra manera: “Qué barato compran ustedes el aceite por aquí”. Acabábamos de ver un anuncio, imposible de no hacerlo, aún con la mirada hipnotizada en el espejo retrovisor.
No te fíes. Esas ofertas sólo ayudan a que el conductor se relaje, nada más solté, sin esperar que me hicieran demasiado caso; como decir que hace frío.
Sí, es verdad dijo el desconocido en el Sur están empezando a usar campañas más evidentes. Nadie se cree que el presidente del gobierno se haya muerto de un repentino ataque de risa, pero no veas cómo relaja cuando estás al volante.  
Eras Tomi, ¿no? pregunté para confirmar tienes razón —(recibí por el rabillo de mi ojo derecho una señal de afirmación por parte de su cabeza, y me quedé con la duda de si aquella se refería a su nombre o a su ego), sí, tienes razón. Pero tampoco te pases.




¿A qué te refieres? Yo nunca me paso, hombre.
Es lo que dices del Sur. No hay tanta diferencia, ¿sabes? Lo importante no es lo que se anuncia, si no el miserable hecho del anuncio. Y en esto, estamos igual. Gracias a que los coches de hoy en día casi se conducen solos, sus dueños se han vuelto lo suficientemente gilipollas como para darse el lujo de filosofar mientras hacen que agarran este manillar solté el volante por unos segundos, y efectivamente, el automóvil siguió a lo suyo como si nada ¿Veis? Anda, ahora el aceite de oliva cuesta menos que hace un rato. Nos acercamos al centro, se nota.
¿Cómo se llama ese grupo? volvió a la carga ella.
No sé contesté, habiendo recuperado el mando del Peugeot creo que son húngaros, o algo así; música prohibida durante el régimen comunista. 
Ah contestó ella. Ya estaba fuera de combate. Quedaba que el tal Tomi se callara también. Así podría escuchar tranquilamente el solo de batería de nueve minutos y medio que se avecinaba.
Tomi, ¿te acuerdas de cuando les hiciste un calvo a aquellos policías de  Denver? Tema finiquitado. Pude escuchar aquel glorioso solo sin voces añadidas. Lo que todavía no he conseguido saber es de qué se quejaban las autoridades húngaras del año 1971, los pobres desgraciados apenas abren la boca en toda la cara B del vinilo; que tampoco nadie me pregunte qué cojones gritan en la cara A. 
Llegamos sin mayor novedad. O más bien, llegaron. Le di las llaves de mi casa a Tomi para que subiera el lindo equipaje de su argentinita, mientras yo me fui a acostar a mi querido Peugeot. Difícil tarea, viviendo rodeado de montañas, parques, arbolitos, contenedores, plazas reservadas, y turismos abandonados a su suerte. Hay que ser muy cabrón para abandonar a tu coche en plena calle. Pero que muy cabrón. No creo que cueste tanto darle un paseo cada dos semanas. Más que nada para que la repulsiva prole del dueño del parking privado en el que nunca aparcas no te raje los neumáticos. 
La parejita ya se había instalado. Hoy en día los sistemas de calefacción, como los automóviles, son a prueba de estupidez, por lo que en el salón ya arreciaba una ola de calor no anunciada en el telediario de ayer, cuya existencia me temo que será más tarde confirmada por cierto papelito lleno de números, muy práctico para aprender a sumar y, no digo restar, decenas, ¡y centenas!—. Es que en Argentina es verano.
Variaciones sobre un mismo personaje. De desconocido a Tomi, de Tomi a Tomarporculo. Me tocó hacer la cena, y resultó que la chica de los dientes de rata era medio rara; no le hacía la carne de cerdo, ni la de pollo. Menos mal que me enteré a posteriori. Tras una pequeña guerra de pijamas, en la que debía ganar quien lo tuviera más grueso e inflado, por fin me reencontré con Aldiss, y su gran novela sobre árboles estranguladores. Me tocaba madrugar, por lo que no leí todo el tiempo que me hubiera gustado. Al rato de apagar la lamparita, me prometí a mí mismo llevar a la parejita de vuelta al aeropuerto; me entraron ganas de visitar de nuevo a aquella azafata de muestra. Y creo que empecé a idealizarla. Sus toscas curvas de carretera secundaria pasaron a ser elegantes recorridos de autovía. Si no llega a ser por Tomarporculo y su novia, para no molestarlos, me levanto, cojo el Peugeot, y me acerco al aeropuerto. Pero para empezar, si no llega a ser por ellos, nunca habría visto aquel espectáculo sobre la colchoneta. Gran cosa esto de tener amigos desconocidos.

by George R.

lunes, 16 de enero de 2012

"Nisi Aeterna", una ópera moderna.

            No sé muy bien cómo conseguí convencer a todo el pueblo, alcaldesa y secuaces incluidos. Lo que debió costar, en aquellos tiempos, acarrear la máquina hasta la cima del Cuerno. Y no digamos el propio artilugio. Pensarían aquellos caciques en futuros titulares, tales como: la comarca con más cojones del país; ciudadanos generosos y valientes; visión de porvenir; los pioneros, una vez más; fuerza de carácter; religión y ciencia, the dream team. ¿Quieren que siga?
            Tal y como estaban las cosas, muy feas, parece que fui el único que me di cuenta de que una vez transportada la máquina de hibernación hasta la mismísima cumbre de la sagrada montaña, el ayuntamiento tardaría bastante tiempo en volver a captar los recursos necesarios como para trasladarla de nuevo a la plaza del pueblo (y así, poder ser usada a la manera de comunitario método antidepresivo). 
            Me presenté voluntario. Los carcamales pensaban que era una muerte segura. Las mujeres, más o menos maduras, querían acostarse conmigo. Los hombres, más o menos palurdos, me daban la mano (“¿Acaso me desean suerte?”, me pregunté; “A tanto de serrín en la sesera, casi manos de madera”, me contesté). Los más jóvenes ni siquiera se enteraron de la existencia de la procesión (me negué a que se hiciera mención a ella en la única página de la Red que todos ellos visitaban por aquel entonces). ¡Y qué procesión! Siempre las ha habido; lejos de aquí, algunas, muy sufridas, en las que uno, si quería participar y quedar bien, se fustigaba la espalda hasta sangrar abundantemente. Otras, más estúpidas, y mucho más cercanas, en las que había que saludar como un payaso al sonriente público; nada más, y nada menos. La procesión al monte Cuerno consistió básicamente en un Salón del Automóvil comarcal, primero; más tarde, en un rally. Todo aquel que poseía coche, moto, o tractor, lo puso en marcha, y empezó a seguir al Gran Camión que transportaba la máquina, como si fuera éste una especie de Jesucristo de caucho y de acero. Yo iba dentro de ella, de la máquina, tumbadito, escuchando música de Vangelis.



            Se tuvo que pavimentar, para la ocasión, el camino de cabras que llegaba hasta la Cruz del Cuerno. La Providencia puso de su parte; una espesa niebla, que duró las cuatro semanas de asfaltado, hizo que aquel proyecto fuera invisible a las almas más inquisitivas del pueblo (al parecer, el personal de obra, venido de allí, es decir, de no se sabe dónde, nunca llegó a bajar al centro). El resto, lo apoquinó el ayuntamiento (bocatas, tiendas de campaña, el asfalto). Después de tamaña cooperación, la procesión no podía dejar de ser un éxito.


***


            Me desperté sin sueño. Y sin recordar claramente ninguno. ¿Habría estado fantaseando dentro de la máquina de hibernación con ovejas muertas? No lo sé. Entre manos, todavía tenía el pequeño reproductor de música. Vangelis volvió a sonar en mi cabeza, aunque aquel trasto ya no funcionaba; era mi propia memoria. Sabía lo que tenía que hacer. Dejar la máquina. Salir al exterior. Bajar el Cuerno. Acercarme al pueblo. Investigar. ¿Tendría alguna posibilidad?
           
            El camino de asfalto había desaparecido. Los pinos volvieron a conquistar el terreno que les pertenecía. También los prados, según descendía. Bajé de forma rápida, sin pararme a observar. No vi ningún animal. Empecé a entrever las primeras casas del pueblo. Muchas destruidas; amasijos de piedra, tejas, y larguiruchas varas de hierro oxidado. A pocos metros de una de ellas, creí escuchar un sonido. Era el viento; al que se le fue uniendo, poco a poco, un sintetizado coro de voces humanas. El efecto era devastador. Anduve. Di vueltas a la misma construcción, como un caballito de feria. Hasta que me empecé a alejar, y me dirigí hacia el centro de la pequeña localidad. Según avanzaba, se me ocurrió, con una mezcla de perversa alegría y de alegre espanto, caminar hacia la casa de mis padres. Fue allí donde una percusión, lenta, plomiza, constante, cansina, pero de una calidad innegable, se añadió al sonido del viento y del coro de voces electrónicas. Empecé a sospechar que quizás la música sonaba en mi cerebro, y en ningún otro lugar; y de golpe, dejé de lado esta presunción, cuando advertí, en una de las ventanas de la casa que observaba, todavía en pie, la misma desde la que yo solía arrojar, antaño, pequeñas piedras al itinerante afilador, que dos pequeñas estacas rebotaban una y otra vez sobre un gran tambor de piel. La gravedad del sonido era embotadora. Me di la vuelta, en un acto reflejo; enfrente, dos señoras de luto, hinchadas de negro como grandes vejigas de vaca enferma, me miraban, mientras abrían y cerraban la boca. ¡Qué voces aquellas! El ruido de muchas tejas cayendo al suelo, desde tejados que era incapaz de imaginar, se unieron al viento, al coro, y a la percusión. Un cuarteto de cuerda (violines, viola y violonchelo) se añadió al grupo de resonancias. Lo suficientemente cerca, bajando la calle, un puestecito de ropa de crudo y eterno invierno, soportaba el paso del tiempo. De engordados pijamas y batas, colgando de perchas alojadas en la débil estructura del tenderete, procedían los sonidos de cuerda. Se agudizó aquella filarmonía, martirio comunitario (si existiera por algún lado la comunidad). Persianas que a duras penas se elevaban, una vez habían dejado caerse en su particular intimidad. Por los desagües no se deslizaba líquido alguno, pero sí el sonido del viento, remezclado una y otra vez, dependiendo su factura de la velocidad con la que entraba por el valle, y se acercaba al pueblo. El lejano neón de una farmacia, apenas visible, marcaba, en rojo oscuro, la cifra de cuatro grados bajo cero. Y quedaban por añadirse a aquella romería de golpeteos y susurros los tañidos del campanario de la iglesia, abandonado en el suelo; los del reloj del ayuntamiento, destrozado y colgante del balcón mayor; y los aullidos de los fantasmas que se escondían en los corrales. Llegué a la plaza del centro, tras ver cómo el termómetro de la botica variaba a la velocidad de los violines; ocho bajo cero, veinticuatro sobre cero. La red de altavoces municipales, la única instalación que parecía haber sobrevivido al tiempo, junto con el maldito neón, redimensionaba el volumen de los diferentes sonidos, siendo el del coro de electrificadas voces humanas, el que me producía un mayor estado de enervación.
            El pueblo, sin habitantes vivos, se había convertido en una apesadumbrada ópera a la que nadie asistía. Y una buena ópera no se acaba hasta que no canta la más gorda de las sopranos. El grito final, ubicuo, lacerante, asesino.
            Desde luego que la acústica del lugar era envidiable. El viento terminó por traer consigo a una serie de grises nubes, que al entrechocar entre ellas, despedían, no lluvía, ni granizo ni nieve, sino los mismos ecos de sus encuentros. Truenos que sonaban a ululantes ladridos de perros hambrientos; a los sinsentidos de los que hablan mientras duermen, o peor aún, de los que dicen sin pensar. Una áspera, larga, espantosa tormenta. Que más valía afrontarla a la luz del día, valientemente, sin intentar siquiera comprenderla. Volví a acercarme a las primeras laderas del Cuerno. El pueblo se deshacía en pedazos. Por cada campanada que sonaba, un aluvión de piedras y tejas alcanzaba las superficies de los antiguos jardines, parques, y callejuelas. Pocas casas quedaban en pie. Seguí ascendiendo nuestra montaña sagrada.




Y los Dioses empezaron a aplaudir la labor de la gigantescas y flotantes sopranos, dejando caer una espléndida nieve rojiza. La visión de un hígado de cerdo; denso, palpitante, cálido; enorme. Mi pueblo, una glándula oscura, repleta de recuerdos, de efectos cotidianos, solidificándose poco a poco, hasta convertirse en un salvajemente condimentado foie gras, congelado, y condenado a ser enlatado, etiquetado, y sellado con una infinita caducidad.

by George R.

sábado, 14 de enero de 2012

Como una pastilla efervescente, ácida, deshaciéndose en la boca lentamente. Puede que ustedes no lo comprendan, pero así es esta historia para mí. Ardía en deseos de escribirla desde hace tiempo y, sin embargo, algo dentro de mí me lo impedía.
Al final se ha impuesto, por encima de todas las cosas, la necesidad, mi imperiosa necesidad de entregar cosas a los demás, pequeñas partes de uno mismo a las que, como es natural, doy mucha importancia. ¿Qué me lo impedía? Que la historia es tan real como usted mismo.

Sortearé este inconveniente moral usando pseudónimos.


TORMENTA SOBRE UN HOMBRE DE PUEBLO







Lo recuerdo arrugado y seco como una pasa; encorvado y con algo de chepa como Cuasimodo, con sus manos entrelazadas a la altura de la rabadilla y casi siempre caminando ensimismado en sus cosas cuan físico sumergido sobre alguna insondable fuerza telúrica. ¿En qué estará pensando siempre este hermético ser al que llamo abuelo?... me preguntaba. Sentía mucho amor y cariño hacia mi querida abuela, siempre tan pendiente de mí, pero mi abuelo aunque no despertara en mi interior sentimientos similares, me fascinaba profundamente. No es que le admirase ni nada por el estilo (aunque debo reconocer que hacía cosas increíbles), es que mi abuelo parecía esconder algo bajo aquella actitud serena, en apariencia, y yo deseaba por encima de todo desentrañar ese misterio.

Mis abuelos convivían en una diminuta casucha hecha de adobe en la que apenas entrábamos cuando íbamos a verles. Era tan pequeña que cuando aparecía alguna visita alguien debía salirse de la casa si no queríamos estar allí apretujados, hacinados como en un campo de concentración donde el humo de la lumbre celaba los rincones más recónditos de la casa y cuyo olor acompañaba a tu ropa allí donde fueras. La gente de estatura media debía forzosamente agachar la quijotera para entrar en ella. Ello tras sortear aquel portón sin sentido que estaba dividido en dos partes y cuya llave podía descalabrarte si alguien te la arrojaba con tino. Una vez dentro, la única zona en la que podían estar de pie era en el centro del salón-cocina, sobre la base central del tejado. Creo que desde el alcalde hasta el herrero se pegaron coscorrones en aquella casa. El coscorrón más fabuloso se lo arreó el cura del pueblo la noche en que fue a dar la extremaunción a mi abuelo. ¡Castigo de Dios!, pensé. Resulta curioso, pero no recuerdo a ninguna mujer del pueblo dejando su cornamenta en la entrada.
Los niños la llamaban “la casa de los 7 enanitos”, lo mismo daba que fuéramos seis los que vivíamos allí; mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo. Todos teníamos la ventaja de ser bajitos, dadas las circunstancias. La puerta doble no era lo único que no tenía sentido ni explicación para mí. La casa tenía dos números dibujados al lado de la puerta, el 9 y el 13. Nunca indagué nada al respecto.
El suelo se pavimentaba una vez cada 3 años. El cemento no aguantaba bien las inclemencias del tiempo y se cuarteaba, apareciendo bultitos y grietas por doquier, cosa muy divertida a la hora de aposentarse. Cuando estábamos dentro nos pasábamos la vida aposentándonos. La mesa para comer, desayunar y cenar, las patas de aquellas sonoras sillas de mimbre y madera carcomida… Para ello disponíamos de una serie de periódicos amontonados al fondo de una alacena: “los ajustadores” los llamábamos. Cada miembro de la familia había encontrado diversas utilidades a aquellos periódicos. Mi abuela los usaba para encender la chimenea por las mañanas. Mi abuelo para limpiarse los morros pues se ponía como un ceomo cuando rumiaba algo. Mi madre para limpiar las motitas que las moscas pegaban por todas partes, cosa que casi teníamos en común con ellas pues todos, absolutamente todos nos limpiábamos el culo con aquellos ásperos papeles tintados cuando íbamos a cagar al corral. Sí, han leído bien; “cagar”. Ahora vamos al váter, al wc, a miccionar, a hacer una deposición, a realizar el último acto de la digestión… ¡En el pueblo nos íbamos todos a cagar al corral, cosa que no hacían aquellas incivilizadas moscas que cohabitaban con nosotros! Tal vez sea la diferencia más plausible entre esos bichos y nosotros. Creo honestamente que el grado de civilización de las gentes se puede medir por el lugar en el que cagan y debo reconocer que en muchos de los locales que pueblan salamanca no cagarían ni las moscas. En el pueblo, sin embargo, devolvíamos a la naturaleza lo que nos había ofrecido; completábamos el círculo con el debido tributo. La mejor oración que se me ocurre. Sí, tal vez era necesario sortear a los carneros de mi abuelo que te miraban como preguntándose:”¿beeeeeeeeee eeee?” “¿adónde irá este?”, y luego aquellas ortigas y cardos borriqueros que crecían como la mala hierba. Pero una vez habías terminado, tapabas el cuerpo del delito con tierra y como si no hubiera pasado nada. Jamás pisé ni destapé un mojón por enterrar otro. Cuando regresabas aquel sitio seguía impoluto. La tierra se lo come todo,… Como nosotros.
Así era más o menos nuestro día a día en aquella casa. En aquel diminuto universo. Sorteando dificultades. Sin lujos. Sin comodidades. Duchándonos con una manguera que expulsaba chorros de agua fría. El mismo trato que recibía el coche de mi padre. El progreso en aquel perdido pueblo de la comarca de Salamanca se reducía a una ruidosa nevera con la que compartíamos habitación mi abuela y yo, una cocina de gas butano y una televisión en blanco y negro cuyos canales (los dos únicos canales que había), los cambiábamos con una rama de roble para no tener que ajustar de nuevo la silla en la que estabas aposentado.
Sí estas letras las estuviera leyendo un chaval 10 o 12 años menor que yo (tengo 34) tal vez pensaría: ¡Joder, qué fuerte! O,… ¡Pos vaya mierda! O tal vez ni se detendría a leer esto, que es lo más probable. Pero si se diera esta casualidad, le podría decir: - sí, cagábamos en el corral, no teníamos agua caliente y en muchas ocasiones había que tirar de candiles porque la luz se había ido a tomar viento fresco, pero estábamos profundamente conectados con la realidad. En plena armonía con la naturaleza y con uno mismo. Sin Internet, sin play station, sin televisión por cable. Jamás he vuelto a comer y dormir como comí y dormí en aquella casa. Mmmmm aquella comida de puchero hecha en la lumbre. Las patatas asadas entre la ceniza condimentadas con azúcar o sal. El calostro de una vaca recién parida. La leche de cabra recién ordeñada. Las torrijas y quesos que preparaba mi abuela… Sabores que hoy en día se han convertido en recuerdos pero que me han hecho valorar en su justa medida algunas de las cosas a las que hoy llamamos, PROGRESO. Por no haber no había ni luz en las calles, pero eso te daba la oportunidad de observar el cielo. ¿Recuerda usted, Hombre de Ciudad, la última vez que se detuvo a observar el cielo?




II 
Retratos infantiles.






Ni que decir tiene que el pueblo es el lugar idóneo para un niño, tenga la edad que tenga. Es un lugar mágico donde los haya, con mil y un escondrijo por descubrir. Yo abría los ojos temprano, a las 6 de la mañana, desvelado por el runrún del molinillo y los murmullos de mis abuelos que resonaban ligeramente por encima de la lumbre. Un cuenco con algo más de un litro de café con leche y migas de pan se metía mi abuelo entre pecho y espalda, incluida como no, las moscas que intentaban probar las mieles de lo prohibido. Mi querida abuela, más humilde, se conformaba con un tazoncito con cuatro o cinco galletinas.

- “Dizque andaba el otro día jaciendo quesos en la pila, cuando echo la vista a la ventana y, aaaaahh, quién dirás que andaba mezuqueando por allí?”

- “¿Hummm?” Era toda respuesta del abuelo, ante las reiteradas preguntas retóricas que le abordaban de buena mañana.

- “¡Éstaaaa de aquí! ¡La vecina, que todo lo tiene que andar joliendo con su jocico…! ¡Mal rayo la parta!”

Eran monólogos similares a este los que solían reproducirse cada mañana en aquella cocina multiusos, mientras yo intentaba aguzar el oído, entre risitas, hasta que volvía a caer rendido bajo aquellas mantas que pesaban como losas de mármol de Carrara; una vez dentro costaba lo suyo salir de allí. Creo que la vez que estuve más cerca de la muerte cuando era niño fue el día en que me di la vuelta en la cama y desperté sin saber muy bien quién era yo ni dónde estaba ni qué demonios había que hacer para salir de aquel laberinto asfixiante. Pos a gritar como un condenado se ha dicho, que eso a los niños parecía funcionarles al instante,… Ni mi abuela que descansaba plácidamente metro y medio más arriba me oyó. Tuvo que arreglárselas solito este valiente para salir de aquel túnel de mantas de la muerte. ¡Dios mío qué susto me llevé que aún lo recuerdo como si fuera ayer!
Desde luego de crío cualquier circunstancia, por nimia que parezca, se puede convertir en una auténtica aventura. De hecho ya lo era el despertarse y antes de desayunar, allí, con las vergüenzas al aire, esponjazo va, ¡Ay Dios! esponjazo que viene; el lavado semanal del niño que intentaba guardar el equilibrio sobre aquel odioso barreño con agua calentada a la lumbre. Rasca que rasca y con el frío que hacía. Sabía de sobra mi madre que no nos íbamos a gastar por mucho que frotara. ¡Vaya que si nos despejábamos! Como búhos asustados, pero la mar de limpitos quedábamos con el jabón de trozo, trozo de jabón que salía del tocino de jamón aderezado con una pizca de sosa cáustica.
Tras la bienvenida matutina nos tomábamos el colacao al son del “¡Cómo están ustedeeeeeeees!” de los payasos de la tele; Gabi, Fofó, Fofito, Miliki y Milikito, que hoy día forman parte del recuerdo imborrable de varias generaciones de por aquellos años, junto al Mazinger Z y su novia, la que lanzaba sus tetas al aire –que era la que a mi me molaba-, que, para que se enteren los jovencitos fueron los primeros Transformes de la Tv; el Orzogüei salalalaa, salalalaaaa… (un advenedizo de Tarzán que pasó por la tele con más pena que gloria ya que sólo me quedé con el estribillo de la canción); el rimbombante Comando G de gili-puertas, digo yo, porque no había que estar muy bien para calzar aquellos trajes, a pesar de que décadas más tarde darían lugar a los Power Ranger, ya no en dibujos sino con actores de verdad, con serios problemas de hiperactividad. La empalagosa y remilgada flower-power de la Abeja Maya, y su país multicolor, todo aquello bajo el Sol, en el que al pobre Willy, no me extraña por otra parte, convencido estoy de que la empanada mental que llevaba consigo no provenía precisamente del néctar de flores pochas que conformarían su dieta, sino de aquella pesada de abeja que no callaba ni debajo del agua. Sin embargo, aunque la abejita que le encandilaba a mi hermanita se las traía, lo que más frustrado me tenía de pequeño y con mucho era aquel coyote inútil que nunca conseguía tragarse al puñetero correcaminos. ¡Pero es que nunca va a ganar el pobre coyoteeeee! Oye pues nunca ganó así se descongele la máquina refrigeradora donde reposa Wall Disney. Con estos dibus y 12 primaveras a cuestas, que nadie se sorprenda si uno salía a la calle enfurecido como un miura con el único propósito de dejar panza-arriba a todo bicho que se le pusiera delante con la escopeta de balines y mi primo que hacía las veces de perro de presa. Tarántulas, escarabajos peloteros, mantis religiosas, saltamontes, lagartas, lagartijas, ranas, sapos, culebras, víboras, pardales, jilgueros, aceituneros, ruiseñores, mirlos, tordos, bubillas,… El ecosistema al completo de seres vivos de pequeña envergadura que intentaban cohabitar con nos en el pueblo había pasado por mis manos y las de mi primo,… ¡descansen en paz! Pobres animalitos. ¡Uy, mira primo qué pájaro tan bonito! ¡Pam! Se acabó la hermosura. ¡Que es pecado matar una golondrina! ¡Pam, pam, pam! Apúntame tres que ya me confesaré. Hasta un patito llegué a asesinar un día en la laguna de las afueras del pueblo mientras arriba comenzaba a agolparse gente a tutiplén, a observar, creía yo, mi gran tino con la escopeta. Nada más lejos de la realidad, pues aquel simpático patito que se llevó caja y media de plomo para el otro barrio, no estaba flotando en la charca por casualidad, no. Resulta que lo habían dejado allí no sé qué grupo de vecinos como una especie de hijo adoptivo del pueblo. Ni Cristo bendito bajó allí a la laguna a advertirme, reñirme o darme una voz. Dejaron que me lo cargara para poder continuar sus vidas con un chisme más que contarse. ¿Quién es ese pobre zagal tan bajito y que renquea cuando camina? Decía alguna que otra vieja a mi paso. Es el nieto de “tío Damián, el matón”. ¿Lo? ¿Pos no es el que andaba el otro día dizque en la laguna chica, matando a aquel pobre animalicoooooo? El mismo,… el mismo. ¡Pos a la zaga le va el nieto!
Debo reconocer que es cruel, como la naturaleza misma de las cosas, la capacidad de destrucción que puede residir en la curiosidad de un niño por descubrir su entorno, pero no obstante también te ibas dando cuenta de muchas cosas con el paso de este tiempo que todo lo cura. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama. Hasta el día en el que me regalaron aquella rudimentaria arma yo había visto ya crueldades de todo tipo y condición cometidas hacia toda clase de animales locales. Tábanos volando como helicópteros con un palito ensartado en el culo. Había visto cómo unos hombres habían asfixiado con un celta corto sin boquilla a un pobre murciélago que dormitaba en un boquete del portalillo de la iglesia, al grito de “¡Bicho del demonio!” Unos varazos a las vacas que restallaban como si hubiera caído un pequeño relámpago en el lugar. Las mismas, pobres, daba igual que fueran terneritos, cabestros, suizas o sayaguesas que se llevaban pedradas como puños lanzadas a sobaquillo desde el quinto pino por su dueño, como para deslomar a un buey. Había visto carros destripando los sapos del camino, a propósito. Gatos corriendo delante de una vieja con un baleo como si les persiguiera el mismísimo Satanás travestido. Perros asustados con latas atadas a su cola que sabe Dios cuándo se detendrían. Perros unidos siendo apedreados en un momento tan delicado. Perros colgados de un árbol porque no cazaban bien o porque a su dueño un día, dizque le ladró,... Bolsas llenas de camadas de gatitos y perrillos flotando sobre el río. Gallinas correteando sin cabeza por el corral mientras los futuros comensales formaban un guirigay de aquí no te menees con el espectáculo. Gallos colgados del pino de la fiesta del pueblo destrozados contra el pavimento de la plaza tras subir a cogerlo el quinto de turno. ¿Y qué decir del chirriante e infinito grito del porcino de la matanza acuchillado sin compasión en la yugular a la espera de que un grupo de vampiros matutinos se comieran su sangre aún caliente? Eso sí que era un grito de “¡Quiero Vivirrrr!”. Un aullido quejumbroso que se te metía en las entrañas para jamás volver a salir. Vamos que si la protagonista de “El silencio de los corderos” llega a presenciar semejante secuencia, ni FBI ni leches, esa estira la pata en el sitio, seguro. Hasta se comenta -y esto sólo lo escuché- que una vez un grupo de mozos tiraron un burro por el campanario de la iglesia ¡porque les dio por ahí! El pueblo, en aquellos tiempos, era una matanza descarnada incluso cuando no había matanza que hacer. Sangre y muerte por doquier hacia los pobres bichos y sin embargo, ¡toma Jeroma pastillas de goma! la gente salía del único bar del pueblo gritando ¡Que empieza El Hombre y la Tierraaaaaaaaaaa!
No obstante, al final de aquel desafortunado verano se me brindó la oportunidad de redimir mis pecados hacia aquellos convecinos que no sólo no me hablaban ni me saludaban, sino que me evitaban con horror y cuchicheaban tras mis pasos. En plena fiesta del pueblo y delante de los señores monteros que preservaban el campo y todo el lugar, vi a un pobre vencejito con sus hermosas alitas extendidas en el suelo de la plaza, y me dije, ¡Esta es la mía! Con todo mi aplomo me dirigí hacia el pobre pajarito y cuando todo el mundo parecía atento a lo que iba a acontecer, lo acogí entre mis manos con delicadeza y a continuación lo lancé al aire con todas mis fuerzas y una sonrisa de oreja a oreja, pues sabía que estos pajaritos jamás se posaban en el suelo pues sus alas eran más grandes que su cuerpito y tal vez este era joven y no había salido con el impulso adecuado. Tardó lo suyo, pero cayó y lo hizo a plomo con rebote incluido y, entre un silencio sepulcral que inundó aquél lugar, con el pájaro ya inmóvil en el suelo, se oyó por el fondo a alguien que dijo ¡¿Pero, quién es ese animal?!
Rendido por las circunstancias y ante la cara atónita de la gente no me quedó otra alternativa que apechugar. Así que mirando al personal les hice un corte de mangas y me fui tranquilamente a casa,… Ya nadie podría decir que el diablo hecho niño no había pisado por aquel pueblito de Salamanca.



III

El pájaro de la luz.





Vagábamos mi primo y yo por aquellos caminos polvorientos sin rumbo concreto, pero más contentos que unas castañuelas pues nos sentíamos libres de toda carga y exentos de cualquier responsabilidad; a resumidas cuentas y aunque todavía no lo sabíamos, ese era el significado de ser niño. Yo iba cargado con la escopeta de balines mientras mi primo, siempre uno o dos metros por detrás, llevaba en ristre la bolsa con los pajaritos que había cazado hasta el momento. En ocasiones los pelábamos y nos los comíamos por la noche aliñados con una deliciosa salsa que preparaba mi madre con mimo, pero las más de las veces terminaban tirados en algún callejón perdido donde los gatos y las alimañas daban buena cuenta del botín, mientras, nosotros, sencillamente, cambiábamos de juego. De aquella no hacían falta cuenta kilómetros ni pulsímetros para saber cuánto habíamos caminado y qué tal tiraban nuestros corazones. Corríamos como cosacos, saltábamos como gacelas, nos agachábamos como linces y nos emocionábamos también hasta la extenuación. A la semana uno se daba cuenta de que le escocía la rodilla o le dolía el codo sin recordar muy bien el dónde ni el cómo había ocurrido la contusión. Pero eso no tenía la menor importancia. Lo que importaba era el momento, y si el momento requería arrastrarse por el fango para librar una alambrada o trepar por entre el empedrado que conformaba la linde de un huerto perseguidos por un vejete -dícese el dueño- con las piernas entre paréntesis y meneando airoso una hermosa vara de avellano, se hacía y punto. Corríamos persiguiendo a aquellos pajaritos que nada nos habían hecho hasta que se hacía de noche y ya casi teníamos que regresar a tientas a casa, con el cuerpo maltrecho, la ropa deshecha y más mierda encima que el palo del gallinero, pero con un montón de historias que contar. Recuerdo con especial emoción una de esas historias que sin embargo jamás llegué a contar tal y como la sentí en su día. Fue en uno de esos largos días de verano en el que apenas se distingue la mañana de la tarde. Son días de lo más agradables pues en el pueblo siempre sopla una brisa tan suave que alienta el cuerpo y alma a realizar cualquier actividad al aire libre. Ya contábamos con cierta experiencia pues aunque teníamos 13 ó 14 años ya hacía varios que salíamos a cazar día sí, día también, e incluso alguna noche en la que salíamos con linternas a matar los pajaritos que intentaban reposar tranquilamente entre las zarzas. No les dábamos tregua. Estábamos en guerra permanentemente y habíamos elaborado una especie de ranking con los enemigos más difíciles de abatir o los más preciados. Entre los más difíciles de todos se encontraban los tordos, negros, duros y desconfiados como ellos solos. Había que dispararles desde muy lejos y acertarles en la mollera porque sino no caían ni a la de tres. Después estaban las capotas, tres veces el tamaño de un pardal, con su especie de cresta “punk”, que movían sin parar cuando se posaban en el suelo dando saltitos de un lado para otro. Si errabas el tiro con uno de estos, lo único que hacía era volar unos metros más allá y continuar con su extraño ritual. Estos pájaros se reían de los ángeles de la muerte en sus propias narices. Se reían hasta que les dabas de lleno, claro. Pero los más preciados de todos eran los pájaros poco comunes, de bellos colores y pequeñitos. Esos eran los más difíciles de cazar y claro está, los más emocionantes.

Ese día nos habíamos adentrado en la dehesa comunal que era el lugar de recreo de las vacas del pueblo. Estaba formada por un bosque de pinos y robles tan frondoso que el suelo era una gigantesca alfombra formada por los restos de ramas, hojarasca y piñas que el viento desprendía de aquellos gigantes. Era muy fácil perderse en un lugar como ese y mi primo y yo éramos conscientes de ello así que habíamos cogido la buena costumbre de intentar caminar en línea recta y dejar durante los primeros cientos de metros señales a la altura de los ojos. Con esa intención íbamos dejando un rastro de pajaritos muertos sujetos a alguna rama a modo de miguitas de pan que nos sirvieran para encontrar el camino de vuelta.
Caminábamos por aquel territorio como si fuéramos los primeros seres humanos que lo pisaban y lo explorábamos maravillados por cualquier cosilla. Setas y hongos por doquier, árboles retorcidos de forma caprichosa, telarañas espectaculares, y sonidos extraños a tutti plen. El bosque es una caja de resonancia espectacular. Lo único que teníamos claro mi primo y yo es que no pertenecíamos a aquel paraje de ensueño o pesadilla, según se mire, porque aunque estábamos extasiados por la novedad, también sabíamos que nos cagaríamos de miedo si se nos hacía de noche en semejante paraje.
Así que nos adentramos en las profundidades girando la cabeza continuamente hasta que alcanzamos un claro del bosque y sin más el viento dejo de soplar. Apenas se escuchaba el zumbido de los mosquitos cuando, de repente, llegó a nuestros oídos el más fabuloso trino que habíamos escuchado jamás. Perseguimos aquel canto como si fuéramos dos Ulises hipnotizados por las sirenas hasta que nos encontramos con el más hermoso pájaro que habían presenciado nuestros ojos hasta entonces. Sus delicadas plumas estaban tintadas de vivos colores y mientras trinaba de aquel modo tan espectacular elevaba su pequeña cabecita y la giraba para que todo el bosque supiera que estaba allí, que estaba vivo, que era feliz de estar donde estaba y de ser lo que era.
Sin pensármelo dos veces me coloqué la culata sobre mi hombro, respiré profundamente, cerré un ojo y disparé. Mi primo salió corriendo al instante al encuentro de la presa que antes de tocar el suelo ya estaba trinando en el otro mundo. Cuando mi querido primo, emocionado, colocó aquél pajarito sobre mi mano un escalofrío acompañado de una revelación recorrió todo mi cuerpo. Frío, inerme, con la cuenca de un ojo completamente vacía de donde todavía brotaba un hilillo de sangre. Este animal que les escribe había cometido el peor pecado que puede haber sobre la tierra; destruir algo de forma consciente que hacía que fuera un lugar mejor y más bello. Y todo por un sentido absurdo de posesión, de intentar palpar lo impalpable En ese preciso instante comprendí que el cazado había sido yo, que sólo había una cosa en el bosque más horrible que el cadáver deformado y sanguinolento que yacía sobre mi mano. Este que les escribe. Recordé entonces el episodio del vencejo y el patito de la laguna y me sentí enfermo por dentro. Regresamos a casa en silencio, sin decir una sola palabra dejando el bosque sembrado de pájaros muertos. Le dije a mi primo que los dejara allí mientras me miraba con cara extraña. Al llegar a casa abrí la mano en la que me había obligado a llevar al pájaro y comprobé con asombro que llevaba una chapa en torno a la patita donde ponía “Brithis Museum” y un número muy largo alrededor. Una semana más tarde impelido por la curiosidad escribí una carta a la Embajada Británica en Madrid explicando que me había encontrado un pájaro muerto con aquella inscripción. Varios meses después llegó una misiva mecanografiada donde me daban las gracias por haberles escrito y me solicitaban que les diera toda clase de información referente al lugar en el que había fallecido el pájaro. Me sentí como un auténtico asesino, la verdad. Un ser inmundo que no merecía pisar la tierra en la que un día había vivido un pájaro tan bello que era capaz de cantar la verdad y hacer que el monstruo que cada uno de nosotros llevamos dentro apareciera ante nuestros ojos en forma de revelación para no volver a ser el mismo jamás. Algo así sólo me ocurriría más adelante con unos pocos libros.
Con la carta de los ingleses, cuyo recibimiento por parte de mis padres fue de admiración, hice lo mismo que hizo Gandhi para vencerles, o sea nada. Con la inscripción del pajarito me hice un colgante que llevé hasta bien entrados los dieciocho y que perdí un día en la piscina del camping de La Alberca.
Sin embargo, lo que nunca perdí fue la imagen y el sonido de aquél pajarito que me acompañará hasta el día que yo deje este mundo y al que bauticé para mis adentros como “El pájaro de la luz”. Desde el día en que dejó este mundo no volví a matar ningún animalito de forma consciente pues sobre mi hombro descansaba ya una pequeña figura que me trinaba al oído… “soy tu conciencia”.

Continuará...

Emi G. Cortés

miércoles, 11 de enero de 2012

A Dickensian Short Story

Basta de sermones. Lo siento, lo que escribí ayer parece, o es, una desesperada arenga literaria. Paso a otra cosa, sin más preámbulos. El próximo siete de febrero se cumple el 200º aniversario del nacimiento de Charles Dickens. Mi necrófila mente, como veis, se me va al pasado en cuanto la dejo un poco suelta. ¡Quieta! No empieces ahora a recordar que si esto, que si aquello, cuando Dickens madrugó cierto día de primavera de 18** para seguir escribiendo sobre la miserable vida de Pip. ¡Basta, he dicho! ¡Inferno mentis! 




Me subo a uno de esos cacharros de dos pisos, tan chulos, que debe llevarme por High Holborn, hasta Chancery Lane; después, subiré andando por Grays Inn Road. Estoy algo cansado. Londres es una ciudad para jóvenes, especialmente para aquellos que disfrutan de una buena salud. Interminables caminatas, corrosiva humedad; dieta inconsistente, si se bebe alcohol; inexistente, si simplemente se come; la mente alerta las veinticuatro horas del día.
Te decides, coges ese autobús; lo has hecho unas cuantas veces. Está todo controlado. Alzas tu pierna derecha, la apoyas sobre el metálico escalón, y a continuación, aúpas la izquierda. Por muy repulsivo que sea el revisor de billetes, con sus anárquicas barbas de un semestre o más, sus tremendas gafas a la altura de la punta de la nariz, y su cabello revuelto y como en escabeche. Le enseñas tu carné temporal, ese que te permite vagamundear con libertad por la ciudad (en el que aparece tu fotografía, -tienes cara de niño bueno, no querías parecer un delincuente, sino un tipo decente-). Ya piensas sentarte al lado de esa pacífica señora que lleva un desproporcionado chubasquero naranja por vestimenta, mas el revisor te toca ligeramente en uno de tus hombros. Te hace saber que tu 7-Day-Bus-Pass está caducado. Tú que te crees tan importante, empiezas a decir algo, cuando lo que quiere el resto del personal que está en el autobús, incluido el conductor, y la señora (que se fija en ti) es moverse. Da igual hacia donde, but, oh, my God!, que esos desgastados neumáticos empiecen a rodar de una puta vez. Lanzas tu pregunta, el revisor te dice que no, y tú te repites.
Después de tantas precauciones, pobre, después de tantas precauciones. Casi sin dormir, vigilante, te has afeitado prácticamente sobre tu mochila; te has largado de ese hotelucho en el que te alojas con ganas de seguir descubriendo la ciudad; desayunando en el único banco que has descubierto por la zona, libre de impuestos, y de vomitonas. Una tabletita de Cadbury´s, con pasas y avellanas. Qué rico. Te tienen tan engañado que hasta te has puesto contento, una vez andados cien metros, sin que nadie se haya metido contigo. Llegas a Whitechapel Road, te sientes mucho más tranquilo. Jack The Ripper tenía sus ventajas: sólo atacaba a las mujeres, de noche, y además, era inglés. Eran tiempos nada difíciles para un hombrecito como tú. Mas hoy nadie está a salvo de abandonar, cubierto de escupitajos, cualquier callejón londinense, que es como ser acuchillado. Imagínate por un momento la composición química de esas salivas, procedentes de vete a saber qué bocas. El asco te revuelve el estómago por momentos, pero el chocolate te facilita la recuperación. Ya estás en la City, famosa por dar cobijo a sus abundantes carteristas, que te sobrepasan en las aceras, apoyándose en sus inmensos zapatos; eres un carromato en plena autopista. Te miran porque te ven, exactamente como si fueras una bien apurada colilla, usada, amarillenta; sólo piensan en el tiempo que va a pasar hasta que te descompongas (como residuo que eres, y sin levantar sospechas, cuánto cuesta retirarte de la vista de los demás; base ideológica del neo-ecologismo del siglo XXI). Mientras escuchas el tema “Aqualung” de los Jethro Tull en tu aparatito de marras, se te viene a la cabeza la imagen de la portada de aquella lejana obra musical. Ya no estamos en 1971. Atraviesas el barrio, al fin y al cabo, lo tuyo te cuesta, viejo joven, y te decides finalmente por coger un autobús.
Y sí, después de tantas precauciones, el revisor te invita a bajarte de él, y aunque tú ya no te acuerdas, ahora escuchas a los Dragonwyck, en algo se parece este desaliñado y barbudo y aceitoso hombre al viejo que aparece en esa portada de los Tull que tanto te gusta. Es igual, te bajas. Lo sea o no, te bajas. Repites la operación. El primer pie en volver a tocar el asfalto londinense es el izquierdo. La vieja del chubasquero naranja te mira con cara de odio. Quiere llegar puntual a su cita con el dentista; o con el callista. No te debería importar a ti lo que haga ella. A mi tampoco. Hora y media más tarde te encuentras contigo mismo y te dices cosas como que
siempre me han gustado las callejas, las mews, de las que antiguamente salían los caballos de tiro de las buenas familias inglesas, hoy plagadas de sórdidas salidas de humos de restaurantes a los que se accede, como costumers, por las streets, o roads, on the other side. Repletas de olores a aceite de palma reciclado; de visiones de óxido, de enredadera suciedad; de metálico ruido, container contra contenedor, barril contra barrel. Y me pongo a liar un cigarrillo, mientras sigo andando hacia el final de una de ellas. Una fotografía más para la colección de injertos de memoria. Un vistazo al mapa. En el bolsillo, todavía el plasticoso envase del desayuno. La postal para el colega. El teléfono móvil. Todo en su sitio. Me doy cuenta de que este puede ser un buen sitio para deshacerme de mi propia basura. Se trata de Doughty Mews; una de la tarde. Apenas escucho el ruido de alguna lejana cazuela, pero estoy seguro de que se están meneando, sobre el fuego, en ese mismo momento, unas cuantas más. Me dirijo a un contenedor cercano, meto la mano en el bolsillo izquierdo de mi cazadora, saco el envoltorio del chocolate. Levanto la pesada cubierta de endurecido plástico. Mi cerebro me engaña. En vez de arrojar el envoltorio, me deshago de mi humeante cigarrillo. Alarmado, suelto por instinto todo lo que llevo entre manos. Por suerte, lo único que sale de ellas es lo que realmente quería desechar, el maldito envase del Cadbury´s que me he zampado por la mañana. Me digo: “Ahí abajo hay una posibilidad de incendio”. Quizás una cámara de seguridad, de las que tanto gustan the English Squires, está grabando la escenita. Me alejo unos pasos del contenedor, pero mi conciencia no me permite seguir. Vuelvo. Destapo el lugar del pequeño (o gran) crimen. Alcanzo a ver cartones, vacías cajas con las provisiones del día (leche, mantequilla, crema, nata, you know), que alimentarán por la noche las barriguitas que deciden el futuro de Londres, y el de su pequeña meretriz del Sur (which is, by the way, my own and fucking country). Por de pronto, nada humea. Otro vistazo. Varios panes descansan debajo de los cartones, como si fueran homeless a los que hay que proteger de la lluvia y del frío.
Tú no lo sabías, pobre y pequeño personaje, pero diez años más tarde, en tu propio y maldito país, levantarás la cubierta de un contenedor, y la del que descansa a su lado, y las de los que decoran la larga y estrecha calle en la que apenas vives, deseando reencontrarte con aquellos panes que entreviste en la gran capital del mundo. Sigue, continua. Te dejo otro poco.
Pero ni hace frío ni llueve. De hecho, se aprecia cierto calor en las Doughty Mews, a las que van a parar los vapores de agua, de whisky, y de crema, de las cocinas colindantes. Ligeramente, a ratos, huele a bread&butter, el postre inglés par excellence, por cuya patente gastronómica habría que organizar una Tercera Guerra Mundial. Termino por liarme otro cigarrillo; justo al lado del ataúd de plástico en el que descansa su antecesor. Me largo. La casa-museo de Dickens queda al otro lado de la calle. 48, Doughty Street.  So long.  


1812-1870

by George R.

martes, 10 de enero de 2012

Von Kleist y El Tiempo

            Recuerdo a Heinrich von Kleist (1777-1811), contemporáneo del mismísimo Goethe, con quien tuvo sus más y sus menos, y a quien (a Heinrich) el tiempo le ha dado la razón. Porque Kleist, entre otras cosas, fue precursor importante de Kafka, y esto mismo, ya es decir suficiente. (No me quiero meter hoy con Goethe; lo dejo para otro día, -además, me iba a cabrear yo solito-). 




            En estos días de tanta depresión moral, y de morralla, leer la vida y obra de Kleist es un sano golpe de timón mental. Le pegó un tiro (en el pecho) a su querida Henriette Vogel, según lo acordado,  y a saber después de cuántos segundos transcurridos, Kleist se voló la cabeza. Lo más extraordinario del caso es que todo este pacto se llevó a cabo sin contratiempos, en medio de grandes cantidades de café y de ron, frente a un lago berlinés.

Cojo un pequeño cedazo, y retiro el engrudo romántico que rodea a la verdad: Vogel padecía de una enfermedad incurable; Kleist de un genio feroz, infantil, casi absurdo, todavía creyente en la Sagrada Luz del Más Allá. El pequeño Heinrich envió en su día una carta al mismísimo emperador (prusiano) de la época, Federico no sé cuantos, exigiéndole compromiso hacia su obra literaria. No fue escuchado. Sus obras de teatro apenas se estrenaron cuando vivía. Pero fue amigo y conocido de los mejores entre los mejores, en aquel panorama literario alemán de principios del siglo XIX. Y Hoffmann estrenó para él, le produjo una obrita, ¡qué alegría siento por los dos!

Su magnífico relato “La Marquesa de O…” nos devuelve, en forma de súbito puñetazo, al antiquísimo concepto de virgen. Es un viaje en el tiempo, y doble. El que realiza el propio Kleist, y el que debemos hacer nosotros hasta 1805, fecha de su publicación. Ciertos soldados toman al asalto un fuerte. Alguno de ellos fuerza a la marquesa, siendo ésta rescatada, antes de pasar la situación a mayores (¿?, aquí Kleist hila fino, finísimo, al igual que la traductora), por un valiente oficial invasor, quien sugiere, casi inmediatamente, un matrimonio con ella, el cual queda en suspenso por unas semanas, a falta de mayor decisión familiar. Mientras, a las semanas, la marquesa es expulsada de su propio hogar, al constatarse que ha quedado embarazada. Y ella, tan inocente, pone un anuncio en un periódico local, preguntándose quién puede ser el padre (porque no entiende cómo cojones ha podido quedarse en estado de buena esperanza). Todo esto suena un poco carnavalesco hoy en día, lo reconozco. Es una historia tan burda como la de tal o cual pendona y pendón, quienes, sin embargo, han sustituido el diario por la televisión; el sentido de la discreción por el de lo canallesco; la causa por el efecto. 

Lo que encumbra a Heinrich von Kleist es la manera de escribir su historia, como si fuera prácticamente una leyenda. Uno verdaderamente se interesa por el devenir de la marquesa; sufre por ella, y por su prole. Como con el resto de sus relatos, la tragedia es vital, sentida, arrolladora.

En estos días de depresión perra callejera, leer, -recogido en una biblioteca, o en un cuarto bien ventilado, o ambientado con incienso-, en las fuentes de la leyenda es un reconstituyente excelente. Wagner, por ejemplo, acudió a los mitos de los Nibelungos; y creó óperas tan difíciles de entender como hoy, un rap salido de cualquier barrio obrero de Shanghai; es decir, bastante pomposas e inútiles. Yo ya soy viejo, pero aún así, no me gusta la ópera. “¡Ahhhhhh! ¡Ohhhhhh!”, aúlla el robot de turno.

Pero Kleist, tomando lo que le rodeaba, sin necesidad de volver a un pasado germano de increíbles sagas de héroes absurdos (sí a la antigua Grecia, cosa perdonable), creó para nosotros una especie de pastillitas cerebrales supercalóricas, nuevos mitos, para un futuro que él no conocía. ¿Más escritores que lo hayan logrado? Se me ocurre uno al menos, pero hoy no toca.

Un gran admirador de Wagner como lo es el músico berlinés Klaus Schulze, creó en 1978 una pequeña obra, de unos treinta minutejos, cabrones, dedicada a Heinrich Von Kleist; pieza electrónica que aúna locura, marcialidad, salvajismo, mala leche, y respeto por el escritor. Compuesta más para el futuro que para el presente, me temo. Sois unos privilegiados. 

by George R.

lunes, 2 de enero de 2012

La Cafetière (versión 2.0)



Es uno de los más grandes, y puede que el más injustamente* olvidado. Se trata de Théophile Gautier (1811-1872). Con veinte añitos escribe su primera obra, “La Cafetera”, pequeño relato que resume lo que será el resto de su carrera literaria. La historia de un joven que se enamora, mediante una maravillosa visión, de la forma temporal que adquiere una cafetera. Aquí os dejo un link al relato original (en castellano). Lo recomiendo leer, y así, se entenderá mejor mi versión.

*Sé de sobra que escribir esto significa no añadir nada nuevo, o como afirmar que fue el mejor o el peor poeta del siglo XIX. ¡Qué más da, mientras alguien lo lea!

2 de Enero de 2012, acaba de celebrarse el 200º aniversario de su nacimiento. Esto es poner las narices encima de las fechas, y de las tumbas, aunque se hable de nacimientos. Es algo de lo que también soy consciente, no se crean. Céline se murió en 1961, un cincuentenario mucho más cercano –y de muerte-; y, sin embargo, se armó el año pasado en Francia más revuelo del que quizás merecía el viejo cascarrabias de Louis Ferdinand. Esto me hace pensar que, en esta época en que vivimos, las celebraciones de muertes y nacimientos se hacen cada vez más directamente proporcionales a nuestra capacidad de memoria. Cuanto más lejano en el tiempo es el aniversario, menos importa (excepción hecha de Jesucristo). Los números redondos tampoco dan tanto que hablar hoy en día. Se valora más el siete u once aniversario del nacimiento de la hija de P*** (o como quieran llamarla), que el trescientos de la obra cumbre de G*** (o algo así). Lo ideal sería nacer, crear una gran  novela, o bien asesinar a alguien importante, y a continuación, morirse; todo en el mismo día. Para celebrar el aniversario justo al día siguiente. Todo va tan rápido. Pero me estoy enrollando cosa mala. Y lo que quiero es dejar aquí una nueva versión del relato de Gautier. Tanto tiempo después, pasado por el filtro Dick, es decir, de Philip K. Dick, y plasmar lo que quizás Gautier odiaría, o no. No lo sabremos nunca.



Es la historia de una cafetera, y la de su dueña (aviso que no va de lesbianismo la cosa). Me la contó hace poco una cajera de hipermercado, en su propio lugar de trabajo. Las condiciones para que se de una conversación de qualité nunca parecen ser las adecuadas, pero a veces, suena la campana, o la flauta, o el sintetizador. La cajera se relaja, el cliente tiene tiempo para escucharla, y nadie se queja. Un pequeño milagro.

Toneladas de turrón rodeando al disciplinado personal que espera su turno para pasar por caja. Las diez menos veinte de una oscurísima noche. La maquinaria que calienta el inmenso almacén de posibilidades gastronómicas se estropea. Empieza a hacer frío de inmediato. Al parecer, todo el país tiene ganas de poner su nueva calefacción de pega, o de asar medio pollo. A saber. Los plomos han saltado. Algunos cobardes abandonan el carro con su compra en mitad de los pasillos, y se largan. Otros empiezan a manejar sus teléfonos móviles/tabletas/etc… Yo en realidad iba a tomarme un café, en la cafetería adyacente a la zona de compras, a eso de las nueve, y justo después de pedirlo, he anulado la orden (la camarera me ha sonreído), porque me he dado cuenta de que no llevo un solo euro en el bolsillo. Así que decido comprarme una cafetera, y pagarla con tarjeta. Me quedaban unos sencillos y razonables cinco minutos para poder apoquinarla, y volver a mi casa. Es entonces cuando la luz ha dejado de hacerse. Y poco a poco me he ido quedando más y más solo, hasta el punto de que espero en pole position para pagar. Cobardes.

De repente oigo una vocecilla. No se ve muy bien, pero alcanzo a suponer que es la de la cajera. Tras una presentación bastante banal, ella se entera de que tengo sueño, y de que quiero llegar a casa cuanto antes para hacerme un café. Por eso llevo una caja de cartón en cuyo interior hay una supuesta cafetera. Sí, hombre, café ya tengo de sobra, pero me falta la cafetera. [Aquí es donde esta historia se separa más radicalmente de la de Gautier. Éste da por sentado que tanto la cafetera como el café existen, omnipresentes regalos de los Dioses del Parnaso; es decir, cualquiera los tiene a mano. Lo único que hace falta es un poco de suerte para tener la visión. Sin embargo, hoy en día, año 2012 del Señor, me temo, ésta viene de regalo de promoción, la visión, digo, en forma de leotardos, minifaldas, o sujetadores hinchables; pero el café, ¡amigos!, no es gratis, y menos las cafeterascada uno con la suya en su casa, y nada de tertulias, ¡por favor!].

Así, ella, la cajera, me empieza a contar la historia que quiero dejar aquí escrita.

Como en el cuento de Gautier (más o menos), una joven y bella profesora de música amiga suya que se levanta, mea y ducha por la mañana, comprueba que su propia  y querida cafetera toma vida propia. Tras abandonar las pinturas del maquillaje por un rato, vuelve a la cocina, para observar que el pequeño cachivache se ha deslizado por su cuenta a lo largo de la placa de vitrocerámica. Mal asunto, porque ni siquiera ha llegado a hervir el agua que lleva dentro. Lo vuelve a poner en su sitio. Y, «cosa curiosa», continua la cajera, que me coge de una mano, quizás pensando que llevo en ella algún tipo de tarjeta o billete, «la cafetera empezó a hablar». Justo cuando me dice esto, yo retiro mi mano, o más bien la adelanto, y creo tocar con la punta del dedo corazón algo así como un tejido de lana, un suéter, suave y caliente. Esto me ayuda a despertarme un poco más, y a demostrarme a mí mismo que más vale un pequeño toqueteo lanoso que mil grandes historias contadas por la dueña de la lana. Pero sigo. O mejor dicho, sigue ella. Al parecer, la cafetera le recriminó a su dueña maltrato doméstico. Y lo que peor llevaba era el hecho de que no la lavase una vez estaba vacía, conviviendo con los asquerosos posos de su café a veces incluso hasta más de veinticuatro horas seguidas. La amiga de la cajera, la dueña de la cafetera, Gina, así se llama al parecer, no hizo caso a lo que había escuchado, y decidió volver al baño para asentar mejor su maquillaje, después de colocar el pequeño artefacto de aluminio en el sitio que le corresponde, sobre el fuego invisible. Y con la cara bien coloradota, regresó a la cocina minutos después, y observó que la cafetera estaba en el suelo. Un negruzco líquido se expandía con libertad de movimientos sobre las blancas baldosas de la estancia. La cafetera se puso de pie, y mientras habló, subía y bajaba la cubierta por donde el resto de los mortales nos servimos el café bien calentito. Y, por si fuera poco, seguía expulsando pequeñas gotas negras. «Tú sólo me quieres para hacer café. Te crees muy lista diciéndome que qué rico está, haciéndome la pelota todas las mañanas, que si qué calentito, que si qué gustito, y en cuanto me vacías, te vas por ahí». Gina la escuchó con paciencia. Se dio cuenta de que la cosa iba en serio. Y más en serio se lo tomaba la cajera. Claro que bajo la luz de los linternazos de los guardias de seguridad de un hipermercado a oscuras, (que ya habían salido de patrulla en busca de un seguro ladrón, y de una más que segura paga extra por las molestias ocasionadas), es muy fácil. Cualquiera disiente o dice «pero…». Enseguida se te echa encima uno de esos perros humanoides, te maniata, y te acusa de querer robar una cafetera que tenías intención de pagar (aparte queda el detallazo de quedarse allí escuchando la historia de la cajera, en vez de largarte, acudir a un cajero a sacar dinero en efectivo, o hacerte tú mismo el cuentacuentista, y ganarte un café gratis en alguna parte, o mejor directamente, volverte a casa, y ponerte a dormir si tanto sueño tienes). Pero las cosas no son tan fáciles. La cajera siguió con lo suyo. Su amiga Gina no perdió la paciencia (se trajo el peine del baño, los pelos que iban cayendo sobre el maltrecho café iban formando poco a poco una masa cada vez más asquerosa en el embaldosado suelo—), hasta que ésta se le agotó. (La paciencia es como un spray de nata montada. Sabe tan rica al principio que uno se llena, se peta, de esperanzas, que más tarde se convierten en aire, y finalmente, en un objeto metálico que no sirve para nada). Terminó Gina agarrando a la cafetera por su elegante asa de plástico (ya bastante enfriada), y la depositó de nuevo sobre la placa de inducción calorífica (que continuaba encendida). «¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡No!», escuchó su dueña, ajena al horror que presenciaba. Gina no era consciente de que dentro de la cafetera apenas quedaba agua que hervir. Estaba demasiado ocupada ahora con una crema de manos que le había regalado su madre hacía bien poco (como antesala del ataque de regalos navideños que se avecinaba). Mientras la cafetera empezaba a sudar aluminio de una pureza del treinta y dos por ciento (de lo mejor que ha salido de las fábricas de Shanghai), Gina siguió dale que te dale con la crema. «Yo la conozco bien, y te digo que siempre que empieza a manosearse ella misma con un nuevo potingue, llega una hora tarde a la oficina», añadió la cajera. Y yo mismo ya me imaginaba en aquella oscuridad hipercarcelaria una escenita subida de tono, en la que una mujer se embadurna el cuerpo con resplandeciente grasa de barco, mientras espera a que su compañera de juegos neuróticos eyacule aluminio venido del mismísimo y lejano Oriente. Extraña visión la mía, que se vio interrumpida por un inoportuno resplandor de luz. El hipermercado volvió por unos segundos a su ser. Me vi con un acartonado envoltorio de cafetera a estrenar entre manos, y justo cuando, levantando la cabeza, me disponía a descubrir el rostro de la chica del jersey de lana (con mis propias esperanzas de que no fuera una descomunal y tetuda cajera, a fin de cuentas, antes apenas había alejado un poco mi mano cuando ésta ya tocaba tierra firme, y calentita), se fue de nuevo la corriente. «Y ahora viene lo peor», continuó la mujer sin rostro. Tras la sesión de maquillaje, peinado, y lubricado, quedaban las botas. Gina las guardaba en una pequeña terraza justo al lado de la cocina. Como era época de frío su costumbre era sacarlas de allí, y ponérselas en la propia cocina, y ahorrarse algún que otro escalofrío. Estaba en ello cuando reparó de nuevo en la horrible mancha del suelo, que, a su vez, hacía un poco lo que quería, extendiéndose por donde buenamente podía (la casa sufría de cierta inclinación negativa sur-suroeste, lo que significaba que estaba torcida hacia esa dirección), y como que no quería la cosa, ya casi había alcanzado la pared contraria a la que alojaba la placa de vitrocerámica. La cafetera seguía gritando, por otro lado. Algunos pelos, bien embadurnados de un café hecho a medias, también habían conseguido avanzar hasta posiciones hacía un momento inimaginables. Uno de los calcetines (el derecho) se empapó de la mezcla, y a los pocos segundos, Gina fue consciente del desagradable hecho. «Se enfadó muchísimo», «Casi se vuelve loca», «Agarró a la pobre cafetera, como si ella tuviera la culpa, y la tiró al suelo con saña», «Volvió al baño a mear algo que desde luego no era el café que se merecía», «Por poco vomita en la misma taza del váter al tocarse su pie derecho y obtener a cambio una pequeña mata de pelos húmedos», son frases que soltó poco a poco la cajera, que al parecer, no tenía ninguna prisa. Allí sentada, ¿o de pie?, esperando a que volviera la luz, habiendo intentado quitarme un posible billete (o tarjeta) de las manos, tan ricamente, mientras yo me iba dando cuenta de que la conversación había pasado de ser de qualité, a de quantité, es decir, pies para qué os quiero. Pero uno primero es caballero, y luego, cafetero. Paciencia. Para rebajar la tensión presente, le dije a la cajera que su amiga Gina habría pensado (como consuelo, más que nada) que al menos aquellos pelos eran suyos. Sabido es que de pelos y pedos, lo de uno, significa ninguno. Y metí la pata (derecha, o izquierda, yo qué sé) hasta el fondo, porque la cajera me dijo que justo en ese momento es cuando Gina se puso, literalmente, así se lo dijo, como una cafetera, echando pestes hirvientes a diestra y siniestra. Que era imposible que aquellos repugnantes hilillos negros fueran suyos, pues ella hasta ese momento se había considerado como una mujer rubia, y que su maquillaje se había ido al traste, por no decir nada del peinado. Me pregunté entonces a mí mismo, (sin abrir la boquita), a ver si un cabello rubio, por el efecto del café, y mayormente, del aluminio chino, se ve rápidamente metamorfoseado en cabello negroide, en solución alegremente dispuesta, y de gran pureza. Esto, si directamente no debieran haberse derretido y desaparecido todas las partículas de queratina presentes en aquel oscuro charco. «Creo que tuvo su merecido», me soltó la cajera. Yo le dije que, bueno, que tampoco se había portado tan mal (Gina). Y aquella cajera, que iba para madre superiora de ese tipo de conventos en los que las monjas son todas sádicas y cochinas, me contestó que el merecido castigo ocurrió cuando aquellos pelos rubios teñidos a negro, no sólo daban grima y asco, sino que también empezaron a tomar vida propia. «Mutaron en anguilas anoréxicas». Se fueron poco a poco al arrimo de la cafetera (sorprendida ella a su vez), y la intentaron estrangular, hacia la zona de su bella cintura. El pequeño artilugio se desenroscó el solito para poder coger aire, partiéndose en dos. Gina volvió del baño, algo más arreglada, con las manos limpias, y vio lo que le estaban haciendo a su cafetera. Con un trapo de cocina, agarró las dos partes de su compañera de piso, y las puso bajo el agua en el fregadero. Los pelos, vivitos y coleando, se fueron deslizando por el desagüe, y desaparecieron. Cuando te cuentan una historia así en la caja de un hipermercado, sin posibilidad de una reacción digna y rápida, tu cerebro empieza a trabajar más deprisa. Uno se pone a darle vueltas a las cosas que escucha (sobre todo en las pausas de tu particular predicador). Empecé a pensar que ya sólo habría faltado que la cafetera se pusiera de parte de aquellos pobres pelos ahogados como pobres recién nacidas en un pueblo de la China profunda; o que las mismas baldosas, en contacto con la potencialmente mutante mezcla de café y de aluminio, también empezaran a bailar. Pero no. A tanto no llegó la cosa. De hecho, la cajera poco más me contó. En cuanto Gina lavó con cierto cariño a la cafetera, ésta se quedó mucho más tranquila. Hacía ya un rato que no decía nada, pero cuando la chica del bonito peinado y cremoso maquillaje que gustaba de calzarse botas en invierno se iba por la puerta, se pudo escuchar en la cocina (así se lo debió de contar Gina a mi confidente, la cajera) un precioso «Que tengas un buen día en la oficina». Terminé por poder comprar mi cafetera aquella misma noche (no tardó en volver la luz), aunque como os podéis imaginar, no la he usado nunca. No he vuelto a saber de la cajera, ni de Gina, ni falta que me hace.

Finalmente, tras narrar esta pequeña aventura de una cafetera Gautier (añadida, eso sí, una batidora de marca K. Dick), pienso que la historia del francés es mucho más dañina realmente. Hay una sensación de pérdida al final, que desde luego yo no atisbo a sentir en la historia de la cajera. Quizás, y esto es mucho decir, soy consciente de ello, podamos pensar, como conclusión a este lío de cafeteras, que el moderno neurótico está más cerca de la justicia que el antiguo romántico. Porque, en resumen, aunque uno se lleve a matar con sus propios utensilios de cocina, termina por conservarlos, cuidarlos, mimarlos. No vaya a ser que se inutilicen, y haya que comprar otros. El romántico, ¡qué fácil rompe las cosas! Y luego, ¿quién las paga? No sólo de aire vive el hombre, como decía aquel.



By George R.