miércoles, 11 de enero de 2012

A Dickensian Short Story

Basta de sermones. Lo siento, lo que escribí ayer parece, o es, una desesperada arenga literaria. Paso a otra cosa, sin más preámbulos. El próximo siete de febrero se cumple el 200º aniversario del nacimiento de Charles Dickens. Mi necrófila mente, como veis, se me va al pasado en cuanto la dejo un poco suelta. ¡Quieta! No empieces ahora a recordar que si esto, que si aquello, cuando Dickens madrugó cierto día de primavera de 18** para seguir escribiendo sobre la miserable vida de Pip. ¡Basta, he dicho! ¡Inferno mentis! 




Me subo a uno de esos cacharros de dos pisos, tan chulos, que debe llevarme por High Holborn, hasta Chancery Lane; después, subiré andando por Grays Inn Road. Estoy algo cansado. Londres es una ciudad para jóvenes, especialmente para aquellos que disfrutan de una buena salud. Interminables caminatas, corrosiva humedad; dieta inconsistente, si se bebe alcohol; inexistente, si simplemente se come; la mente alerta las veinticuatro horas del día.
Te decides, coges ese autobús; lo has hecho unas cuantas veces. Está todo controlado. Alzas tu pierna derecha, la apoyas sobre el metálico escalón, y a continuación, aúpas la izquierda. Por muy repulsivo que sea el revisor de billetes, con sus anárquicas barbas de un semestre o más, sus tremendas gafas a la altura de la punta de la nariz, y su cabello revuelto y como en escabeche. Le enseñas tu carné temporal, ese que te permite vagamundear con libertad por la ciudad (en el que aparece tu fotografía, -tienes cara de niño bueno, no querías parecer un delincuente, sino un tipo decente-). Ya piensas sentarte al lado de esa pacífica señora que lleva un desproporcionado chubasquero naranja por vestimenta, mas el revisor te toca ligeramente en uno de tus hombros. Te hace saber que tu 7-Day-Bus-Pass está caducado. Tú que te crees tan importante, empiezas a decir algo, cuando lo que quiere el resto del personal que está en el autobús, incluido el conductor, y la señora (que se fija en ti) es moverse. Da igual hacia donde, but, oh, my God!, que esos desgastados neumáticos empiecen a rodar de una puta vez. Lanzas tu pregunta, el revisor te dice que no, y tú te repites.
Después de tantas precauciones, pobre, después de tantas precauciones. Casi sin dormir, vigilante, te has afeitado prácticamente sobre tu mochila; te has largado de ese hotelucho en el que te alojas con ganas de seguir descubriendo la ciudad; desayunando en el único banco que has descubierto por la zona, libre de impuestos, y de vomitonas. Una tabletita de Cadbury´s, con pasas y avellanas. Qué rico. Te tienen tan engañado que hasta te has puesto contento, una vez andados cien metros, sin que nadie se haya metido contigo. Llegas a Whitechapel Road, te sientes mucho más tranquilo. Jack The Ripper tenía sus ventajas: sólo atacaba a las mujeres, de noche, y además, era inglés. Eran tiempos nada difíciles para un hombrecito como tú. Mas hoy nadie está a salvo de abandonar, cubierto de escupitajos, cualquier callejón londinense, que es como ser acuchillado. Imagínate por un momento la composición química de esas salivas, procedentes de vete a saber qué bocas. El asco te revuelve el estómago por momentos, pero el chocolate te facilita la recuperación. Ya estás en la City, famosa por dar cobijo a sus abundantes carteristas, que te sobrepasan en las aceras, apoyándose en sus inmensos zapatos; eres un carromato en plena autopista. Te miran porque te ven, exactamente como si fueras una bien apurada colilla, usada, amarillenta; sólo piensan en el tiempo que va a pasar hasta que te descompongas (como residuo que eres, y sin levantar sospechas, cuánto cuesta retirarte de la vista de los demás; base ideológica del neo-ecologismo del siglo XXI). Mientras escuchas el tema “Aqualung” de los Jethro Tull en tu aparatito de marras, se te viene a la cabeza la imagen de la portada de aquella lejana obra musical. Ya no estamos en 1971. Atraviesas el barrio, al fin y al cabo, lo tuyo te cuesta, viejo joven, y te decides finalmente por coger un autobús.
Y sí, después de tantas precauciones, el revisor te invita a bajarte de él, y aunque tú ya no te acuerdas, ahora escuchas a los Dragonwyck, en algo se parece este desaliñado y barbudo y aceitoso hombre al viejo que aparece en esa portada de los Tull que tanto te gusta. Es igual, te bajas. Lo sea o no, te bajas. Repites la operación. El primer pie en volver a tocar el asfalto londinense es el izquierdo. La vieja del chubasquero naranja te mira con cara de odio. Quiere llegar puntual a su cita con el dentista; o con el callista. No te debería importar a ti lo que haga ella. A mi tampoco. Hora y media más tarde te encuentras contigo mismo y te dices cosas como que
siempre me han gustado las callejas, las mews, de las que antiguamente salían los caballos de tiro de las buenas familias inglesas, hoy plagadas de sórdidas salidas de humos de restaurantes a los que se accede, como costumers, por las streets, o roads, on the other side. Repletas de olores a aceite de palma reciclado; de visiones de óxido, de enredadera suciedad; de metálico ruido, container contra contenedor, barril contra barrel. Y me pongo a liar un cigarrillo, mientras sigo andando hacia el final de una de ellas. Una fotografía más para la colección de injertos de memoria. Un vistazo al mapa. En el bolsillo, todavía el plasticoso envase del desayuno. La postal para el colega. El teléfono móvil. Todo en su sitio. Me doy cuenta de que este puede ser un buen sitio para deshacerme de mi propia basura. Se trata de Doughty Mews; una de la tarde. Apenas escucho el ruido de alguna lejana cazuela, pero estoy seguro de que se están meneando, sobre el fuego, en ese mismo momento, unas cuantas más. Me dirijo a un contenedor cercano, meto la mano en el bolsillo izquierdo de mi cazadora, saco el envoltorio del chocolate. Levanto la pesada cubierta de endurecido plástico. Mi cerebro me engaña. En vez de arrojar el envoltorio, me deshago de mi humeante cigarrillo. Alarmado, suelto por instinto todo lo que llevo entre manos. Por suerte, lo único que sale de ellas es lo que realmente quería desechar, el maldito envase del Cadbury´s que me he zampado por la mañana. Me digo: “Ahí abajo hay una posibilidad de incendio”. Quizás una cámara de seguridad, de las que tanto gustan the English Squires, está grabando la escenita. Me alejo unos pasos del contenedor, pero mi conciencia no me permite seguir. Vuelvo. Destapo el lugar del pequeño (o gran) crimen. Alcanzo a ver cartones, vacías cajas con las provisiones del día (leche, mantequilla, crema, nata, you know), que alimentarán por la noche las barriguitas que deciden el futuro de Londres, y el de su pequeña meretriz del Sur (which is, by the way, my own and fucking country). Por de pronto, nada humea. Otro vistazo. Varios panes descansan debajo de los cartones, como si fueran homeless a los que hay que proteger de la lluvia y del frío.
Tú no lo sabías, pobre y pequeño personaje, pero diez años más tarde, en tu propio y maldito país, levantarás la cubierta de un contenedor, y la del que descansa a su lado, y las de los que decoran la larga y estrecha calle en la que apenas vives, deseando reencontrarte con aquellos panes que entreviste en la gran capital del mundo. Sigue, continua. Te dejo otro poco.
Pero ni hace frío ni llueve. De hecho, se aprecia cierto calor en las Doughty Mews, a las que van a parar los vapores de agua, de whisky, y de crema, de las cocinas colindantes. Ligeramente, a ratos, huele a bread&butter, el postre inglés par excellence, por cuya patente gastronómica habría que organizar una Tercera Guerra Mundial. Termino por liarme otro cigarrillo; justo al lado del ataúd de plástico en el que descansa su antecesor. Me largo. La casa-museo de Dickens queda al otro lado de la calle. 48, Doughty Street.  So long.  


1812-1870

by George R.

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