lunes, 16 de enero de 2012

"Nisi Aeterna", una ópera moderna.

            No sé muy bien cómo conseguí convencer a todo el pueblo, alcaldesa y secuaces incluidos. Lo que debió costar, en aquellos tiempos, acarrear la máquina hasta la cima del Cuerno. Y no digamos el propio artilugio. Pensarían aquellos caciques en futuros titulares, tales como: la comarca con más cojones del país; ciudadanos generosos y valientes; visión de porvenir; los pioneros, una vez más; fuerza de carácter; religión y ciencia, the dream team. ¿Quieren que siga?
            Tal y como estaban las cosas, muy feas, parece que fui el único que me di cuenta de que una vez transportada la máquina de hibernación hasta la mismísima cumbre de la sagrada montaña, el ayuntamiento tardaría bastante tiempo en volver a captar los recursos necesarios como para trasladarla de nuevo a la plaza del pueblo (y así, poder ser usada a la manera de comunitario método antidepresivo). 
            Me presenté voluntario. Los carcamales pensaban que era una muerte segura. Las mujeres, más o menos maduras, querían acostarse conmigo. Los hombres, más o menos palurdos, me daban la mano (“¿Acaso me desean suerte?”, me pregunté; “A tanto de serrín en la sesera, casi manos de madera”, me contesté). Los más jóvenes ni siquiera se enteraron de la existencia de la procesión (me negué a que se hiciera mención a ella en la única página de la Red que todos ellos visitaban por aquel entonces). ¡Y qué procesión! Siempre las ha habido; lejos de aquí, algunas, muy sufridas, en las que uno, si quería participar y quedar bien, se fustigaba la espalda hasta sangrar abundantemente. Otras, más estúpidas, y mucho más cercanas, en las que había que saludar como un payaso al sonriente público; nada más, y nada menos. La procesión al monte Cuerno consistió básicamente en un Salón del Automóvil comarcal, primero; más tarde, en un rally. Todo aquel que poseía coche, moto, o tractor, lo puso en marcha, y empezó a seguir al Gran Camión que transportaba la máquina, como si fuera éste una especie de Jesucristo de caucho y de acero. Yo iba dentro de ella, de la máquina, tumbadito, escuchando música de Vangelis.



            Se tuvo que pavimentar, para la ocasión, el camino de cabras que llegaba hasta la Cruz del Cuerno. La Providencia puso de su parte; una espesa niebla, que duró las cuatro semanas de asfaltado, hizo que aquel proyecto fuera invisible a las almas más inquisitivas del pueblo (al parecer, el personal de obra, venido de allí, es decir, de no se sabe dónde, nunca llegó a bajar al centro). El resto, lo apoquinó el ayuntamiento (bocatas, tiendas de campaña, el asfalto). Después de tamaña cooperación, la procesión no podía dejar de ser un éxito.


***


            Me desperté sin sueño. Y sin recordar claramente ninguno. ¿Habría estado fantaseando dentro de la máquina de hibernación con ovejas muertas? No lo sé. Entre manos, todavía tenía el pequeño reproductor de música. Vangelis volvió a sonar en mi cabeza, aunque aquel trasto ya no funcionaba; era mi propia memoria. Sabía lo que tenía que hacer. Dejar la máquina. Salir al exterior. Bajar el Cuerno. Acercarme al pueblo. Investigar. ¿Tendría alguna posibilidad?
           
            El camino de asfalto había desaparecido. Los pinos volvieron a conquistar el terreno que les pertenecía. También los prados, según descendía. Bajé de forma rápida, sin pararme a observar. No vi ningún animal. Empecé a entrever las primeras casas del pueblo. Muchas destruidas; amasijos de piedra, tejas, y larguiruchas varas de hierro oxidado. A pocos metros de una de ellas, creí escuchar un sonido. Era el viento; al que se le fue uniendo, poco a poco, un sintetizado coro de voces humanas. El efecto era devastador. Anduve. Di vueltas a la misma construcción, como un caballito de feria. Hasta que me empecé a alejar, y me dirigí hacia el centro de la pequeña localidad. Según avanzaba, se me ocurrió, con una mezcla de perversa alegría y de alegre espanto, caminar hacia la casa de mis padres. Fue allí donde una percusión, lenta, plomiza, constante, cansina, pero de una calidad innegable, se añadió al sonido del viento y del coro de voces electrónicas. Empecé a sospechar que quizás la música sonaba en mi cerebro, y en ningún otro lugar; y de golpe, dejé de lado esta presunción, cuando advertí, en una de las ventanas de la casa que observaba, todavía en pie, la misma desde la que yo solía arrojar, antaño, pequeñas piedras al itinerante afilador, que dos pequeñas estacas rebotaban una y otra vez sobre un gran tambor de piel. La gravedad del sonido era embotadora. Me di la vuelta, en un acto reflejo; enfrente, dos señoras de luto, hinchadas de negro como grandes vejigas de vaca enferma, me miraban, mientras abrían y cerraban la boca. ¡Qué voces aquellas! El ruido de muchas tejas cayendo al suelo, desde tejados que era incapaz de imaginar, se unieron al viento, al coro, y a la percusión. Un cuarteto de cuerda (violines, viola y violonchelo) se añadió al grupo de resonancias. Lo suficientemente cerca, bajando la calle, un puestecito de ropa de crudo y eterno invierno, soportaba el paso del tiempo. De engordados pijamas y batas, colgando de perchas alojadas en la débil estructura del tenderete, procedían los sonidos de cuerda. Se agudizó aquella filarmonía, martirio comunitario (si existiera por algún lado la comunidad). Persianas que a duras penas se elevaban, una vez habían dejado caerse en su particular intimidad. Por los desagües no se deslizaba líquido alguno, pero sí el sonido del viento, remezclado una y otra vez, dependiendo su factura de la velocidad con la que entraba por el valle, y se acercaba al pueblo. El lejano neón de una farmacia, apenas visible, marcaba, en rojo oscuro, la cifra de cuatro grados bajo cero. Y quedaban por añadirse a aquella romería de golpeteos y susurros los tañidos del campanario de la iglesia, abandonado en el suelo; los del reloj del ayuntamiento, destrozado y colgante del balcón mayor; y los aullidos de los fantasmas que se escondían en los corrales. Llegué a la plaza del centro, tras ver cómo el termómetro de la botica variaba a la velocidad de los violines; ocho bajo cero, veinticuatro sobre cero. La red de altavoces municipales, la única instalación que parecía haber sobrevivido al tiempo, junto con el maldito neón, redimensionaba el volumen de los diferentes sonidos, siendo el del coro de electrificadas voces humanas, el que me producía un mayor estado de enervación.
            El pueblo, sin habitantes vivos, se había convertido en una apesadumbrada ópera a la que nadie asistía. Y una buena ópera no se acaba hasta que no canta la más gorda de las sopranos. El grito final, ubicuo, lacerante, asesino.
            Desde luego que la acústica del lugar era envidiable. El viento terminó por traer consigo a una serie de grises nubes, que al entrechocar entre ellas, despedían, no lluvía, ni granizo ni nieve, sino los mismos ecos de sus encuentros. Truenos que sonaban a ululantes ladridos de perros hambrientos; a los sinsentidos de los que hablan mientras duermen, o peor aún, de los que dicen sin pensar. Una áspera, larga, espantosa tormenta. Que más valía afrontarla a la luz del día, valientemente, sin intentar siquiera comprenderla. Volví a acercarme a las primeras laderas del Cuerno. El pueblo se deshacía en pedazos. Por cada campanada que sonaba, un aluvión de piedras y tejas alcanzaba las superficies de los antiguos jardines, parques, y callejuelas. Pocas casas quedaban en pie. Seguí ascendiendo nuestra montaña sagrada.




Y los Dioses empezaron a aplaudir la labor de la gigantescas y flotantes sopranos, dejando caer una espléndida nieve rojiza. La visión de un hígado de cerdo; denso, palpitante, cálido; enorme. Mi pueblo, una glándula oscura, repleta de recuerdos, de efectos cotidianos, solidificándose poco a poco, hasta convertirse en un salvajemente condimentado foie gras, congelado, y condenado a ser enlatado, etiquetado, y sellado con una infinita caducidad.

by George R.

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