sábado, 14 de enero de 2012

Como una pastilla efervescente, ácida, deshaciéndose en la boca lentamente. Puede que ustedes no lo comprendan, pero así es esta historia para mí. Ardía en deseos de escribirla desde hace tiempo y, sin embargo, algo dentro de mí me lo impedía.
Al final se ha impuesto, por encima de todas las cosas, la necesidad, mi imperiosa necesidad de entregar cosas a los demás, pequeñas partes de uno mismo a las que, como es natural, doy mucha importancia. ¿Qué me lo impedía? Que la historia es tan real como usted mismo.

Sortearé este inconveniente moral usando pseudónimos.


TORMENTA SOBRE UN HOMBRE DE PUEBLO







Lo recuerdo arrugado y seco como una pasa; encorvado y con algo de chepa como Cuasimodo, con sus manos entrelazadas a la altura de la rabadilla y casi siempre caminando ensimismado en sus cosas cuan físico sumergido sobre alguna insondable fuerza telúrica. ¿En qué estará pensando siempre este hermético ser al que llamo abuelo?... me preguntaba. Sentía mucho amor y cariño hacia mi querida abuela, siempre tan pendiente de mí, pero mi abuelo aunque no despertara en mi interior sentimientos similares, me fascinaba profundamente. No es que le admirase ni nada por el estilo (aunque debo reconocer que hacía cosas increíbles), es que mi abuelo parecía esconder algo bajo aquella actitud serena, en apariencia, y yo deseaba por encima de todo desentrañar ese misterio.

Mis abuelos convivían en una diminuta casucha hecha de adobe en la que apenas entrábamos cuando íbamos a verles. Era tan pequeña que cuando aparecía alguna visita alguien debía salirse de la casa si no queríamos estar allí apretujados, hacinados como en un campo de concentración donde el humo de la lumbre celaba los rincones más recónditos de la casa y cuyo olor acompañaba a tu ropa allí donde fueras. La gente de estatura media debía forzosamente agachar la quijotera para entrar en ella. Ello tras sortear aquel portón sin sentido que estaba dividido en dos partes y cuya llave podía descalabrarte si alguien te la arrojaba con tino. Una vez dentro, la única zona en la que podían estar de pie era en el centro del salón-cocina, sobre la base central del tejado. Creo que desde el alcalde hasta el herrero se pegaron coscorrones en aquella casa. El coscorrón más fabuloso se lo arreó el cura del pueblo la noche en que fue a dar la extremaunción a mi abuelo. ¡Castigo de Dios!, pensé. Resulta curioso, pero no recuerdo a ninguna mujer del pueblo dejando su cornamenta en la entrada.
Los niños la llamaban “la casa de los 7 enanitos”, lo mismo daba que fuéramos seis los que vivíamos allí; mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo. Todos teníamos la ventaja de ser bajitos, dadas las circunstancias. La puerta doble no era lo único que no tenía sentido ni explicación para mí. La casa tenía dos números dibujados al lado de la puerta, el 9 y el 13. Nunca indagué nada al respecto.
El suelo se pavimentaba una vez cada 3 años. El cemento no aguantaba bien las inclemencias del tiempo y se cuarteaba, apareciendo bultitos y grietas por doquier, cosa muy divertida a la hora de aposentarse. Cuando estábamos dentro nos pasábamos la vida aposentándonos. La mesa para comer, desayunar y cenar, las patas de aquellas sonoras sillas de mimbre y madera carcomida… Para ello disponíamos de una serie de periódicos amontonados al fondo de una alacena: “los ajustadores” los llamábamos. Cada miembro de la familia había encontrado diversas utilidades a aquellos periódicos. Mi abuela los usaba para encender la chimenea por las mañanas. Mi abuelo para limpiarse los morros pues se ponía como un ceomo cuando rumiaba algo. Mi madre para limpiar las motitas que las moscas pegaban por todas partes, cosa que casi teníamos en común con ellas pues todos, absolutamente todos nos limpiábamos el culo con aquellos ásperos papeles tintados cuando íbamos a cagar al corral. Sí, han leído bien; “cagar”. Ahora vamos al váter, al wc, a miccionar, a hacer una deposición, a realizar el último acto de la digestión… ¡En el pueblo nos íbamos todos a cagar al corral, cosa que no hacían aquellas incivilizadas moscas que cohabitaban con nosotros! Tal vez sea la diferencia más plausible entre esos bichos y nosotros. Creo honestamente que el grado de civilización de las gentes se puede medir por el lugar en el que cagan y debo reconocer que en muchos de los locales que pueblan salamanca no cagarían ni las moscas. En el pueblo, sin embargo, devolvíamos a la naturaleza lo que nos había ofrecido; completábamos el círculo con el debido tributo. La mejor oración que se me ocurre. Sí, tal vez era necesario sortear a los carneros de mi abuelo que te miraban como preguntándose:”¿beeeeeeeeee eeee?” “¿adónde irá este?”, y luego aquellas ortigas y cardos borriqueros que crecían como la mala hierba. Pero una vez habías terminado, tapabas el cuerpo del delito con tierra y como si no hubiera pasado nada. Jamás pisé ni destapé un mojón por enterrar otro. Cuando regresabas aquel sitio seguía impoluto. La tierra se lo come todo,… Como nosotros.
Así era más o menos nuestro día a día en aquella casa. En aquel diminuto universo. Sorteando dificultades. Sin lujos. Sin comodidades. Duchándonos con una manguera que expulsaba chorros de agua fría. El mismo trato que recibía el coche de mi padre. El progreso en aquel perdido pueblo de la comarca de Salamanca se reducía a una ruidosa nevera con la que compartíamos habitación mi abuela y yo, una cocina de gas butano y una televisión en blanco y negro cuyos canales (los dos únicos canales que había), los cambiábamos con una rama de roble para no tener que ajustar de nuevo la silla en la que estabas aposentado.
Sí estas letras las estuviera leyendo un chaval 10 o 12 años menor que yo (tengo 34) tal vez pensaría: ¡Joder, qué fuerte! O,… ¡Pos vaya mierda! O tal vez ni se detendría a leer esto, que es lo más probable. Pero si se diera esta casualidad, le podría decir: - sí, cagábamos en el corral, no teníamos agua caliente y en muchas ocasiones había que tirar de candiles porque la luz se había ido a tomar viento fresco, pero estábamos profundamente conectados con la realidad. En plena armonía con la naturaleza y con uno mismo. Sin Internet, sin play station, sin televisión por cable. Jamás he vuelto a comer y dormir como comí y dormí en aquella casa. Mmmmm aquella comida de puchero hecha en la lumbre. Las patatas asadas entre la ceniza condimentadas con azúcar o sal. El calostro de una vaca recién parida. La leche de cabra recién ordeñada. Las torrijas y quesos que preparaba mi abuela… Sabores que hoy en día se han convertido en recuerdos pero que me han hecho valorar en su justa medida algunas de las cosas a las que hoy llamamos, PROGRESO. Por no haber no había ni luz en las calles, pero eso te daba la oportunidad de observar el cielo. ¿Recuerda usted, Hombre de Ciudad, la última vez que se detuvo a observar el cielo?




II 
Retratos infantiles.






Ni que decir tiene que el pueblo es el lugar idóneo para un niño, tenga la edad que tenga. Es un lugar mágico donde los haya, con mil y un escondrijo por descubrir. Yo abría los ojos temprano, a las 6 de la mañana, desvelado por el runrún del molinillo y los murmullos de mis abuelos que resonaban ligeramente por encima de la lumbre. Un cuenco con algo más de un litro de café con leche y migas de pan se metía mi abuelo entre pecho y espalda, incluida como no, las moscas que intentaban probar las mieles de lo prohibido. Mi querida abuela, más humilde, se conformaba con un tazoncito con cuatro o cinco galletinas.

- “Dizque andaba el otro día jaciendo quesos en la pila, cuando echo la vista a la ventana y, aaaaahh, quién dirás que andaba mezuqueando por allí?”

- “¿Hummm?” Era toda respuesta del abuelo, ante las reiteradas preguntas retóricas que le abordaban de buena mañana.

- “¡Éstaaaa de aquí! ¡La vecina, que todo lo tiene que andar joliendo con su jocico…! ¡Mal rayo la parta!”

Eran monólogos similares a este los que solían reproducirse cada mañana en aquella cocina multiusos, mientras yo intentaba aguzar el oído, entre risitas, hasta que volvía a caer rendido bajo aquellas mantas que pesaban como losas de mármol de Carrara; una vez dentro costaba lo suyo salir de allí. Creo que la vez que estuve más cerca de la muerte cuando era niño fue el día en que me di la vuelta en la cama y desperté sin saber muy bien quién era yo ni dónde estaba ni qué demonios había que hacer para salir de aquel laberinto asfixiante. Pos a gritar como un condenado se ha dicho, que eso a los niños parecía funcionarles al instante,… Ni mi abuela que descansaba plácidamente metro y medio más arriba me oyó. Tuvo que arreglárselas solito este valiente para salir de aquel túnel de mantas de la muerte. ¡Dios mío qué susto me llevé que aún lo recuerdo como si fuera ayer!
Desde luego de crío cualquier circunstancia, por nimia que parezca, se puede convertir en una auténtica aventura. De hecho ya lo era el despertarse y antes de desayunar, allí, con las vergüenzas al aire, esponjazo va, ¡Ay Dios! esponjazo que viene; el lavado semanal del niño que intentaba guardar el equilibrio sobre aquel odioso barreño con agua calentada a la lumbre. Rasca que rasca y con el frío que hacía. Sabía de sobra mi madre que no nos íbamos a gastar por mucho que frotara. ¡Vaya que si nos despejábamos! Como búhos asustados, pero la mar de limpitos quedábamos con el jabón de trozo, trozo de jabón que salía del tocino de jamón aderezado con una pizca de sosa cáustica.
Tras la bienvenida matutina nos tomábamos el colacao al son del “¡Cómo están ustedeeeeeeees!” de los payasos de la tele; Gabi, Fofó, Fofito, Miliki y Milikito, que hoy día forman parte del recuerdo imborrable de varias generaciones de por aquellos años, junto al Mazinger Z y su novia, la que lanzaba sus tetas al aire –que era la que a mi me molaba-, que, para que se enteren los jovencitos fueron los primeros Transformes de la Tv; el Orzogüei salalalaa, salalalaaaa… (un advenedizo de Tarzán que pasó por la tele con más pena que gloria ya que sólo me quedé con el estribillo de la canción); el rimbombante Comando G de gili-puertas, digo yo, porque no había que estar muy bien para calzar aquellos trajes, a pesar de que décadas más tarde darían lugar a los Power Ranger, ya no en dibujos sino con actores de verdad, con serios problemas de hiperactividad. La empalagosa y remilgada flower-power de la Abeja Maya, y su país multicolor, todo aquello bajo el Sol, en el que al pobre Willy, no me extraña por otra parte, convencido estoy de que la empanada mental que llevaba consigo no provenía precisamente del néctar de flores pochas que conformarían su dieta, sino de aquella pesada de abeja que no callaba ni debajo del agua. Sin embargo, aunque la abejita que le encandilaba a mi hermanita se las traía, lo que más frustrado me tenía de pequeño y con mucho era aquel coyote inútil que nunca conseguía tragarse al puñetero correcaminos. ¡Pero es que nunca va a ganar el pobre coyoteeeee! Oye pues nunca ganó así se descongele la máquina refrigeradora donde reposa Wall Disney. Con estos dibus y 12 primaveras a cuestas, que nadie se sorprenda si uno salía a la calle enfurecido como un miura con el único propósito de dejar panza-arriba a todo bicho que se le pusiera delante con la escopeta de balines y mi primo que hacía las veces de perro de presa. Tarántulas, escarabajos peloteros, mantis religiosas, saltamontes, lagartas, lagartijas, ranas, sapos, culebras, víboras, pardales, jilgueros, aceituneros, ruiseñores, mirlos, tordos, bubillas,… El ecosistema al completo de seres vivos de pequeña envergadura que intentaban cohabitar con nos en el pueblo había pasado por mis manos y las de mi primo,… ¡descansen en paz! Pobres animalitos. ¡Uy, mira primo qué pájaro tan bonito! ¡Pam! Se acabó la hermosura. ¡Que es pecado matar una golondrina! ¡Pam, pam, pam! Apúntame tres que ya me confesaré. Hasta un patito llegué a asesinar un día en la laguna de las afueras del pueblo mientras arriba comenzaba a agolparse gente a tutiplén, a observar, creía yo, mi gran tino con la escopeta. Nada más lejos de la realidad, pues aquel simpático patito que se llevó caja y media de plomo para el otro barrio, no estaba flotando en la charca por casualidad, no. Resulta que lo habían dejado allí no sé qué grupo de vecinos como una especie de hijo adoptivo del pueblo. Ni Cristo bendito bajó allí a la laguna a advertirme, reñirme o darme una voz. Dejaron que me lo cargara para poder continuar sus vidas con un chisme más que contarse. ¿Quién es ese pobre zagal tan bajito y que renquea cuando camina? Decía alguna que otra vieja a mi paso. Es el nieto de “tío Damián, el matón”. ¿Lo? ¿Pos no es el que andaba el otro día dizque en la laguna chica, matando a aquel pobre animalicoooooo? El mismo,… el mismo. ¡Pos a la zaga le va el nieto!
Debo reconocer que es cruel, como la naturaleza misma de las cosas, la capacidad de destrucción que puede residir en la curiosidad de un niño por descubrir su entorno, pero no obstante también te ibas dando cuenta de muchas cosas con el paso de este tiempo que todo lo cura. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama. Hasta el día en el que me regalaron aquella rudimentaria arma yo había visto ya crueldades de todo tipo y condición cometidas hacia toda clase de animales locales. Tábanos volando como helicópteros con un palito ensartado en el culo. Había visto cómo unos hombres habían asfixiado con un celta corto sin boquilla a un pobre murciélago que dormitaba en un boquete del portalillo de la iglesia, al grito de “¡Bicho del demonio!” Unos varazos a las vacas que restallaban como si hubiera caído un pequeño relámpago en el lugar. Las mismas, pobres, daba igual que fueran terneritos, cabestros, suizas o sayaguesas que se llevaban pedradas como puños lanzadas a sobaquillo desde el quinto pino por su dueño, como para deslomar a un buey. Había visto carros destripando los sapos del camino, a propósito. Gatos corriendo delante de una vieja con un baleo como si les persiguiera el mismísimo Satanás travestido. Perros asustados con latas atadas a su cola que sabe Dios cuándo se detendrían. Perros unidos siendo apedreados en un momento tan delicado. Perros colgados de un árbol porque no cazaban bien o porque a su dueño un día, dizque le ladró,... Bolsas llenas de camadas de gatitos y perrillos flotando sobre el río. Gallinas correteando sin cabeza por el corral mientras los futuros comensales formaban un guirigay de aquí no te menees con el espectáculo. Gallos colgados del pino de la fiesta del pueblo destrozados contra el pavimento de la plaza tras subir a cogerlo el quinto de turno. ¿Y qué decir del chirriante e infinito grito del porcino de la matanza acuchillado sin compasión en la yugular a la espera de que un grupo de vampiros matutinos se comieran su sangre aún caliente? Eso sí que era un grito de “¡Quiero Vivirrrr!”. Un aullido quejumbroso que se te metía en las entrañas para jamás volver a salir. Vamos que si la protagonista de “El silencio de los corderos” llega a presenciar semejante secuencia, ni FBI ni leches, esa estira la pata en el sitio, seguro. Hasta se comenta -y esto sólo lo escuché- que una vez un grupo de mozos tiraron un burro por el campanario de la iglesia ¡porque les dio por ahí! El pueblo, en aquellos tiempos, era una matanza descarnada incluso cuando no había matanza que hacer. Sangre y muerte por doquier hacia los pobres bichos y sin embargo, ¡toma Jeroma pastillas de goma! la gente salía del único bar del pueblo gritando ¡Que empieza El Hombre y la Tierraaaaaaaaaaa!
No obstante, al final de aquel desafortunado verano se me brindó la oportunidad de redimir mis pecados hacia aquellos convecinos que no sólo no me hablaban ni me saludaban, sino que me evitaban con horror y cuchicheaban tras mis pasos. En plena fiesta del pueblo y delante de los señores monteros que preservaban el campo y todo el lugar, vi a un pobre vencejito con sus hermosas alitas extendidas en el suelo de la plaza, y me dije, ¡Esta es la mía! Con todo mi aplomo me dirigí hacia el pobre pajarito y cuando todo el mundo parecía atento a lo que iba a acontecer, lo acogí entre mis manos con delicadeza y a continuación lo lancé al aire con todas mis fuerzas y una sonrisa de oreja a oreja, pues sabía que estos pajaritos jamás se posaban en el suelo pues sus alas eran más grandes que su cuerpito y tal vez este era joven y no había salido con el impulso adecuado. Tardó lo suyo, pero cayó y lo hizo a plomo con rebote incluido y, entre un silencio sepulcral que inundó aquél lugar, con el pájaro ya inmóvil en el suelo, se oyó por el fondo a alguien que dijo ¡¿Pero, quién es ese animal?!
Rendido por las circunstancias y ante la cara atónita de la gente no me quedó otra alternativa que apechugar. Así que mirando al personal les hice un corte de mangas y me fui tranquilamente a casa,… Ya nadie podría decir que el diablo hecho niño no había pisado por aquel pueblito de Salamanca.



III

El pájaro de la luz.





Vagábamos mi primo y yo por aquellos caminos polvorientos sin rumbo concreto, pero más contentos que unas castañuelas pues nos sentíamos libres de toda carga y exentos de cualquier responsabilidad; a resumidas cuentas y aunque todavía no lo sabíamos, ese era el significado de ser niño. Yo iba cargado con la escopeta de balines mientras mi primo, siempre uno o dos metros por detrás, llevaba en ristre la bolsa con los pajaritos que había cazado hasta el momento. En ocasiones los pelábamos y nos los comíamos por la noche aliñados con una deliciosa salsa que preparaba mi madre con mimo, pero las más de las veces terminaban tirados en algún callejón perdido donde los gatos y las alimañas daban buena cuenta del botín, mientras, nosotros, sencillamente, cambiábamos de juego. De aquella no hacían falta cuenta kilómetros ni pulsímetros para saber cuánto habíamos caminado y qué tal tiraban nuestros corazones. Corríamos como cosacos, saltábamos como gacelas, nos agachábamos como linces y nos emocionábamos también hasta la extenuación. A la semana uno se daba cuenta de que le escocía la rodilla o le dolía el codo sin recordar muy bien el dónde ni el cómo había ocurrido la contusión. Pero eso no tenía la menor importancia. Lo que importaba era el momento, y si el momento requería arrastrarse por el fango para librar una alambrada o trepar por entre el empedrado que conformaba la linde de un huerto perseguidos por un vejete -dícese el dueño- con las piernas entre paréntesis y meneando airoso una hermosa vara de avellano, se hacía y punto. Corríamos persiguiendo a aquellos pajaritos que nada nos habían hecho hasta que se hacía de noche y ya casi teníamos que regresar a tientas a casa, con el cuerpo maltrecho, la ropa deshecha y más mierda encima que el palo del gallinero, pero con un montón de historias que contar. Recuerdo con especial emoción una de esas historias que sin embargo jamás llegué a contar tal y como la sentí en su día. Fue en uno de esos largos días de verano en el que apenas se distingue la mañana de la tarde. Son días de lo más agradables pues en el pueblo siempre sopla una brisa tan suave que alienta el cuerpo y alma a realizar cualquier actividad al aire libre. Ya contábamos con cierta experiencia pues aunque teníamos 13 ó 14 años ya hacía varios que salíamos a cazar día sí, día también, e incluso alguna noche en la que salíamos con linternas a matar los pajaritos que intentaban reposar tranquilamente entre las zarzas. No les dábamos tregua. Estábamos en guerra permanentemente y habíamos elaborado una especie de ranking con los enemigos más difíciles de abatir o los más preciados. Entre los más difíciles de todos se encontraban los tordos, negros, duros y desconfiados como ellos solos. Había que dispararles desde muy lejos y acertarles en la mollera porque sino no caían ni a la de tres. Después estaban las capotas, tres veces el tamaño de un pardal, con su especie de cresta “punk”, que movían sin parar cuando se posaban en el suelo dando saltitos de un lado para otro. Si errabas el tiro con uno de estos, lo único que hacía era volar unos metros más allá y continuar con su extraño ritual. Estos pájaros se reían de los ángeles de la muerte en sus propias narices. Se reían hasta que les dabas de lleno, claro. Pero los más preciados de todos eran los pájaros poco comunes, de bellos colores y pequeñitos. Esos eran los más difíciles de cazar y claro está, los más emocionantes.

Ese día nos habíamos adentrado en la dehesa comunal que era el lugar de recreo de las vacas del pueblo. Estaba formada por un bosque de pinos y robles tan frondoso que el suelo era una gigantesca alfombra formada por los restos de ramas, hojarasca y piñas que el viento desprendía de aquellos gigantes. Era muy fácil perderse en un lugar como ese y mi primo y yo éramos conscientes de ello así que habíamos cogido la buena costumbre de intentar caminar en línea recta y dejar durante los primeros cientos de metros señales a la altura de los ojos. Con esa intención íbamos dejando un rastro de pajaritos muertos sujetos a alguna rama a modo de miguitas de pan que nos sirvieran para encontrar el camino de vuelta.
Caminábamos por aquel territorio como si fuéramos los primeros seres humanos que lo pisaban y lo explorábamos maravillados por cualquier cosilla. Setas y hongos por doquier, árboles retorcidos de forma caprichosa, telarañas espectaculares, y sonidos extraños a tutti plen. El bosque es una caja de resonancia espectacular. Lo único que teníamos claro mi primo y yo es que no pertenecíamos a aquel paraje de ensueño o pesadilla, según se mire, porque aunque estábamos extasiados por la novedad, también sabíamos que nos cagaríamos de miedo si se nos hacía de noche en semejante paraje.
Así que nos adentramos en las profundidades girando la cabeza continuamente hasta que alcanzamos un claro del bosque y sin más el viento dejo de soplar. Apenas se escuchaba el zumbido de los mosquitos cuando, de repente, llegó a nuestros oídos el más fabuloso trino que habíamos escuchado jamás. Perseguimos aquel canto como si fuéramos dos Ulises hipnotizados por las sirenas hasta que nos encontramos con el más hermoso pájaro que habían presenciado nuestros ojos hasta entonces. Sus delicadas plumas estaban tintadas de vivos colores y mientras trinaba de aquel modo tan espectacular elevaba su pequeña cabecita y la giraba para que todo el bosque supiera que estaba allí, que estaba vivo, que era feliz de estar donde estaba y de ser lo que era.
Sin pensármelo dos veces me coloqué la culata sobre mi hombro, respiré profundamente, cerré un ojo y disparé. Mi primo salió corriendo al instante al encuentro de la presa que antes de tocar el suelo ya estaba trinando en el otro mundo. Cuando mi querido primo, emocionado, colocó aquél pajarito sobre mi mano un escalofrío acompañado de una revelación recorrió todo mi cuerpo. Frío, inerme, con la cuenca de un ojo completamente vacía de donde todavía brotaba un hilillo de sangre. Este animal que les escribe había cometido el peor pecado que puede haber sobre la tierra; destruir algo de forma consciente que hacía que fuera un lugar mejor y más bello. Y todo por un sentido absurdo de posesión, de intentar palpar lo impalpable En ese preciso instante comprendí que el cazado había sido yo, que sólo había una cosa en el bosque más horrible que el cadáver deformado y sanguinolento que yacía sobre mi mano. Este que les escribe. Recordé entonces el episodio del vencejo y el patito de la laguna y me sentí enfermo por dentro. Regresamos a casa en silencio, sin decir una sola palabra dejando el bosque sembrado de pájaros muertos. Le dije a mi primo que los dejara allí mientras me miraba con cara extraña. Al llegar a casa abrí la mano en la que me había obligado a llevar al pájaro y comprobé con asombro que llevaba una chapa en torno a la patita donde ponía “Brithis Museum” y un número muy largo alrededor. Una semana más tarde impelido por la curiosidad escribí una carta a la Embajada Británica en Madrid explicando que me había encontrado un pájaro muerto con aquella inscripción. Varios meses después llegó una misiva mecanografiada donde me daban las gracias por haberles escrito y me solicitaban que les diera toda clase de información referente al lugar en el que había fallecido el pájaro. Me sentí como un auténtico asesino, la verdad. Un ser inmundo que no merecía pisar la tierra en la que un día había vivido un pájaro tan bello que era capaz de cantar la verdad y hacer que el monstruo que cada uno de nosotros llevamos dentro apareciera ante nuestros ojos en forma de revelación para no volver a ser el mismo jamás. Algo así sólo me ocurriría más adelante con unos pocos libros.
Con la carta de los ingleses, cuyo recibimiento por parte de mis padres fue de admiración, hice lo mismo que hizo Gandhi para vencerles, o sea nada. Con la inscripción del pajarito me hice un colgante que llevé hasta bien entrados los dieciocho y que perdí un día en la piscina del camping de La Alberca.
Sin embargo, lo que nunca perdí fue la imagen y el sonido de aquél pajarito que me acompañará hasta el día que yo deje este mundo y al que bauticé para mis adentros como “El pájaro de la luz”. Desde el día en que dejó este mundo no volví a matar ningún animalito de forma consciente pues sobre mi hombro descansaba ya una pequeña figura que me trinaba al oído… “soy tu conciencia”.

Continuará...

Emi G. Cortés

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