viernes, 27 de abril de 2012

Lógica Analógica


            Por fin ha llegado el momento de hacerme a la mar. Lo único digital que me he subido a bordo del mediocre yate, bautizado como Hong Kong II, de mi amigo Phil, ha sido un reloj Casio F-91W; más que nada para saber la hora.

            No fue fácil convencer a mi jefe. Le rogué una y otra vez que me concediese un par de días libres. Le hablé de bodas, de estrenos de películas muy cercanas a mí, de formación continua, del derecho a la huelga, de fuertes discusiones con varias personas a la vez, y de eso que se denomina team-building.
            Pero Raúl, ¿cómo es eso de hacer equipo cuando lo que tú quieres son dos días de vacaciones pagadas a cuenta de mi bolsillo?
            Yo soy mi propio equipo, señor, y necesito recargar las pilas.
            Y así. Hasta que finalmente me otorgó el par de días. Que serían cuatro juntándolos con un fin de semana. Todavía no sé a cambio de qué.

Por supuesto que él, ni nadie más, aparte de Phil, sabe lo de mi corta excursión por el Atlántico.
            Ya iba a perder casi dos días viajando de Madrid a Santander, ida y vuelta. Más el tiempo que le llevaría a mi amigo explicarme cómo funciona su barco. Bastante analógico, por cierto. Tiene unos sesenta años el trasto. Justo lo que yo quería.

            Y no creo que lo esté haciendo mal. Lo de navegar en mar abierto. Después de tres horas con las velas en todo su desplegado esplendor, ya no veo nada. Ni más embarcaciones que la mía, ni boyas, ni islas misteriosas, ni siquiera bichos pertenecientes a tiempos remotos.

            ¿Aburrirme? Se trata de esto. No tengo absolutamente nada que hacer en las próximas cincuenta y dos horas. La única lectura a bordo es una novelita de Jane Austen. Para antes de dormir. Porque, evidentemente, tengo que hacerlo; dormir.

            Esta mañana, después de dormir unas seis horas, hace un tiempo que para sí quisieran los caribeños.

            Se me ha ocurrido coger una cinta métrica que he visto en el suelo del mini camarote. Y tal que así me he puesto a comprobar la longitud de la eslora interior: cuatro metros. Me he ido fijando que a lo largo de la cubierta, hay una fila de tornillos equidistantes que sujetan las diferentes piezas que forman el revestimiento exterior del yate. Tres por cada fragmento del molde total. Algunos con un capuchón de plástico protector, otros no. Los que están a la intemperie, se han visto envueltos con el tiempo en una terrible invasión de óxido. He hecho cuentas. El sesenta por ciento de los tornillos están desprotegidos. De éstos, el ochenta por ciento está tan oxidado que será difícil desatornillarlos. Phil debería comprar exactamente cuarenta y dos capuchones más. Otros tantos tirafondos, por si acaso.
           
            Mis ojos han ido a parar a una porción de cubierta concreta, cuyos tres tornillos fijadores están penosamente oxidados. He comprobado si existía algún otro fragmento con estas características. No. Es el único. Todos los demás tienen al menos un tornillo protegido. He bajado al camarote en busca de un destornillador.

            Y no, no han aparecido huesos, ni mapas del tesoro, ni botellas con mensajitos, al retirar la pieza de fibra de vidrio. Nada a destacar. Ni telarañas. Vuelta a atornillar, a duras penas. Vaya sudada. Se me hace de noche. 

Mañana me toca repasar las barandillas. No se me ha escapado a la vista que muchos pequeños barrotes están cerca de desintegrarse por el óxido. A ver cuántos. Hay un cristal rajado en la cabina. Según la dirección del viento, a veces las velas sueltan un horrible olor a téjido rancio por el sol. La radio no funciona. Las sábanas tienen manchas de humedad.

            Me pongo con la Austen. Me encanta esta chica.

by George R.

miércoles, 25 de abril de 2012

Papá, Déjame Subir A Ese Coche


            Vi que Micky se acercaba con una voluminosa bolsa de plástico de la que sobresalían unos espantosos cardos. John, siempre puntual, venía silbando, con las manos atrapadas en los bolsillos de sus desgastados vaqueros. Sam era el único que quedaba por aparecer. Sería a él a quien tocara correr el primer relevo. Yo ya llevaba diez minutos en la parada del mini-taxi, leyendo avariciosamente una novela que nadie más tenía en la ciudad. Formábamos uno de los tantos y tantos grupos de cuatro personas en los que el ayuntamiento de Battersea había dividido el padrón municipal. Según el alcalde, siguiendo estrictos criterios de elección. En mi opinión, el funcionario de turno se dedicó a hacer una básica hoja de cálculo en la que ordenó de la A a la Z los apellidos de la población, aplicando después un filtro según edad, y sexo. Nada de chicos y chicas en el mini-taxi. Y menos de jovencitos con solteronas. O viceversa. 
            Micky es tartamudo, y vegetariano. John es un pedante y pesado. Sam, buena persona, poco suertudo, algo analfabeto, pero buen guitarrista. ¿Yo? Ya me iréis conociendo. Me llamo Georgie. Los cuatro somos vecinos. Vivimos en el mismo bloque de apartamentos de la urbanización Ubik, en Battersea, en las grandes y lejanas afueras de Londres. Aparte de una edad parecida, compartimos al menos dos cosas más. No tenemos afición ni al trabajo, ni a los Beatles. Por todo esto, seguramente, nos llevamos bien. De momento.
            ¿Qué, qué, …, qué has     estado haci, haci, …, haciendo en el      centro, Johnny?
            Nada. Nada, Micky. Muy poca cosa. Le he dado la brasa a la bibliotecaria. Ni caso.
            De nuevo con esa, ¿eh? Lo tendrías mejor con la portera de nuestra casa. Se ve que te quiere.
            E… e… e… esa es su ma… ma… madre, Geogi.
            Cómo me jode que ese tartamudo nunca logre pronunciar bien mi nombre. No quería darles cuerda a mis acompañantes, así que seguí leyendo mi exclusiva. Una primera edición de Cocaine Nights. Se la robé el otro día a mi padre.
            Faltan dos minutos para que llegue el taxi. Mira que como no llegue Sam a tiempo.
            Supongo que estará apurando su ensayo. Últimamente está que no para con su guitarra.
            Ya, lo que pasa es que ha vuelto a encontrar un buen sitio en los pasillos del metro.
            ¿Cuántas veces tienes que repetirlo, Johnny? Sabes que tiene su local.
            Hacía sol, y calor. Notaba el cogote recalentado. Por fin se acercó el taxi. Otras cuatro señoras, a cual más alterada, estaban apalabrando su transporte. Nos subimos los tres, o los cuatro, si contamos el espacio que ocupaban los cardos de Micky. Justo al arrancar el coche, eléctrico, fabricado en Bristol, doblando la esquina, y corriendo, con guitarra en mano, apareció Sam.
            Normalmente el que llegaba último debía correr, siguiendo al coche, unos diez minutos. A veces, quince. Después, lo dejábamos en cinco. Lo suficiente como para hacer un relevo cada uno. A Sam lo observábamos todos desde el espejo retrovisor central. Las subidas y bajadas de la larguísima avenida Sillitoe ya no nos afectaban tanto como al principio. Como siempre, el taxista era quien controlaba los tiempos.
            Chicos, han pasado doce minutos. Vuestro amigo ya renquea. En el siguiente semáforo se sube. Id decidiendo quién se baja.
            Y   a, ya…. ya voy yo.
            Y Micky corrió sus buenos once minutos. Me tocó continuar a mí durante diez. Johnny hizo el último relevo, hasta los bloques donde vivían nuestras familias. Contando al conductor, ese maldito coche eléctrico no es capaz de llevar más de cuatro personas. Fue a nuestro olímpico alcalde a quien se le ocurrió la gran idea de hacernos correr a todos. ¡Oh!, claro, el servicio es gratuito. Sólo hacía falta pagar por correr. 


by George R.

lunes, 23 de abril de 2012

Universal San Jorge

         “El radiador se ha debido de quedar sin agua”, me dijo el chófer. “Tómate la tarde libre”, le contesté, “pero, antes, encárgate de conseguirme otro coche”. Yo tenía que llegar al palacete antes de que comenzara la junta de ministros. Transcurrió más de media hora. Fumé cuatro o cinco cigarrillos, observando un pequeño riachuelo que discurría a mis pies, paralelo a la estrecha carretera. Era una comarca con fama de no recibir más lluvia que el desierto de los Monegros; sin embargo, allí estaba aquel arroyo para desmentir las pueblerinas habladurías que atacaban sin razón a aquella familia. Juan Carlos, el chófer, volvió conduciendo uno de esos utilitarios para las masas. Se bajó de él, me alcanzó las llaves, y me dijo que era lo único que había podido conseguir a esas horas, en un sitio como aquel, en mitad del puente de Mayo. No valía la pena agradecérselo. 

            ¿Y el Mercedes? ¿No crees que ya se habrá enfriado el radiador? ¿Y si coges un poco de agua de ahí y pruebas a ver?
            Señor, su coche no irá muy lejos así. Necesita de agua destiladame contestó.
Esa agua que ves ahí abajo está toda destilada, idiota, y también es bendita, imbécil.
Me encanta insultarlo, lo reconozco.

Desde luego que no era la primera vez que visitaba aquel lugar. Sabía exactamente dónde tenía que dejar abandonado el Peugeot, y salir airoso de la situación. Nadie debía verme bajar de un trasto como aquel. Y encima sin chófer. Mi audacia me hizo entrar por uno de las accesos traseros de la inmensa casona, propiedad de Frau Koblenz. Al rato, me encontraría con mis contrincantes, sorprendidos de verme en el salón de reuniones, como si llevase toda la tarde esperándolos.
            Entré en la zona de estancias que me interesaban por cierta salida al jardín interior, tras haber sorteado antes una serie de bidones de gasolina, azadas, y guadañas. Una vez dentro, lo primero que vi fue un palo, rojo y metálico, acercándoseme peligrosamente hacia la frente. Había pisado una escoba, que parecía haber sido abandonada allí a la manera de una trampa. Al fondo de la habitación en la que me encontraba, una joven, de coleta pelirroja, desapareció, corriendo, apenas cerrando una puerta en la que había colocado con chinchetas hacía tiempo oxidadas un póster publicitario de jabón para lavadoras gigantes.

Nunca me olvidaré de lo que anunciaba la pegatina que descansaba sobre el palo de la escoba. ¿Una advertencia? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un enano poema de circunstancias dedicado a nosotros, a los políticos que nos reuníamos aquella tarde para decidir el futuro de Europa? Tanto se me acercó la frase a los ojos.
            Le di una patada a la escoba, y dejé aquella habitación repleta de materiales de limpieza por la misma puerta por la que había salido la joven.
            Tras pasar por varios cuartos parecidos, repletos de botellas de lejía y de detergente, al parecer, Herr y Frau Koblenz estaban obsesionados con el blanqueo y la limpieza, llegué a una especie de antecámara situada junto a las cocinas. Varias bandejas de canapés esperaban pacientemente a ser abordadas.
            Para entonces, ya sabía manejarme por aquellos recovecos de la mansión. Reconocí famosas pinturas grecolatinas en un baño en el que me introduje para echarme un vistazo en un espejo. No alcancé a verme del todo bien, porque justo detrás de éste, colgaba una antigua máscara de guerra, que me distrajo demasiado. Dejé el baño, y avanzando por un pasillo, se me ocurrió mirar hacia la derecha, donde se abría un pequeño corredor, con una puerta al fondo. Desde allí, me miraba la joven pelirroja, con ojos sonrientes. Una vez más, se escapó, dejando entreabierta la puerta. Quizás me estaba invitando a celebrar un rápido y nada ceremonioso coito. Pero no estaba yo para eso. Por la mañana, ya le había dado su merecido al chófer, y tenía el miembro demasiado relajado.

            Por fin, llegué a la sala de reuniones. Sonaba cierta música, la que suele hacerlo en circunstancias más o menos parecidas. Marchas militares. Me senté en el lugar que me correspondía, donde vi mi nombre, entre otros muchos, en la larga mesa llamada a ser campo de batalla aquella tarde. Por cierto, y por una vez, estaba bien escrito; mi nombre. Había llegado antes que nadie. Los demás estarían fuera, charlando insustancialmente, esperando a que comenzase la partida.

            De repente, apareció por una de las puertas la joven pelirroja. Una extraña cofia grisácea, parecida a un casco de soldado, adornaba su bella cabeza. Aún así, rojizas hebras se hacían notar alrededor de sus sienes. Llevaba entre manos una de las grandes bandejas de canapés que había visto hacía nada. En cuanto la dejó sobre la mesa, se dignó a saludarme con mucha seriedad, encorvándose, como era su deber. Salió, y volvió con otra bandeja. Al parecer, nos iban a cebar antes de la reunión. De esta manera, surgirían menos callosidades. Y nos marcharíamos antes. Tras repetir aquellos movimientos por unas cuatro o cinco veces, no llevaba la cuenta, la joven sirviente volvió a entrar en la sala llevando con ella un gran manojo de palillos con las dos manos. Los depositó sobre una de las esquinas de la mesa, al lado de las bandejas de comida. Cada palillo llevaba pegado, en su parte superior, una bandera. Las había de muchos colores. Creo que todas correspondían a países europeos.

            Ella cogió uno de los palillos, se lo llevó a la lengua, y lo hincó en ésta, con saña. Mientras lo hacía, sonreía. Y me miraba. Yo, sentado, no dije nada. El súbito endurecimiento de mi miembro hablaba por sí solo. Y ella parecía entender aquel lenguaje. Finalmente, la parte inferior del palillo, con su madera empapada en sangre y saliva, dio a parar en un canapé de salmón ahumado aderezado con salsa boloñesa.

            Según iba mojando los palillos en la herida que se había hecho en la lengua, los colocaba, con cuidado, sobre los canapés. La mayonesa era lo que mejor contrastaba con aquella sangre fresca y reluciente. Los pescados y carnes blancas, también. Poco a poco, quedaban menos palillos y banderas, y la sangre cada vez manaba con mayor abundancia. Yo contemplaba, extasiado. A ella no parecía importarle demasiado ni el dolor, ni el agujero que se había provocado en la lengua. A mí menos. De hecho, mi excitación iba en aumento. Si no fuera por esos idiotas que debían de entrar en aquella misma sala en cualquier momento, estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de besar en la boca a aquella bella doncella.

            Prácticamente todos los canapés ya habían sido adornados, tomados, conquistados. Por ella, y con su propia sangre. En realidad, sólo quedaba un palillo, con su correspondiente bandera. Y ella habló por primera vez:
            Este va por San Jorge.
            Y lo clavó con extremada dulzura, primero en su lengua, luego en un amarillento trozo de tortilla de patatas. El contraste entre el color de su sangre y el del huevo de alguna manera me hizo como despejarme. Entraron mis colegas. Se sirvieron bebidas para acompañar. 
           
            La batalla fue breve, pero cruel. Los canapés empezaron a caer uno tras otro, destrozados por filas y columnas de dientes y de muelas que no dejaron posibilidad alguna de vida posterior. En diferentes ocasiones, el vino tinto, cosechado en las proximidades de palacio, se deslizó con plena libertad por entre las bandejas y las copas, regando la mesa de noble madera, que no estaba defendida por ningún tipo de mantel. Pocos hablaban, y menos, decían.

            Hasta que sólo quedó un canapé en toda la extensión del bufete. Precisamente el que iba por San Jorge. Nadie quería comer aquel reseco pedazo de tortilla de patatas. Muchos miraron a la joven pelirroja, cuando entró de nuevo en la sala, con la escoba que había estado a punto de lastimarme la frente, para barrer el estropicio que habíamos provocado los ministros. Aquella escoba, cuyo palo anunciaba su gran ventaja como tal: “Mango Universal”.




by George R. 

jueves, 19 de abril de 2012

El Quinto Filtro (Memorias De Un Moderno Traductor)

             Ya dije el otro día que me considero un traductor serio y eficaz. Y miro hacia delante. Aún con los quebraderos de cabeza, bamboleantes y alevosos, que me provoca el pasado, y sus tratados de Historia para no dormir, traducirlos es un quítame allá esas pajas. En nuestro inconsciente colectivo, (mucho más inconsciente que colectivo), flotan tal cantidad de conceptos comunes, mamados en las calles y plazas de nuestros pueblos, que incluso se podría asegurar que cualquier chaval criado en una chabola del extrarradio cultural comunal, sin haber asistido nunca a ningún tipo de escuela o academia preparatoria, y con la sola ayuda de un diccionario bilingüe, podría traducir cualquier obra escrita antes de la Segunda Guerra Mundial con satisfactorios resultados. Alguien podrá decir que exagero. El mismo alguien que subestima sin límite el poder educativo que tiene el pasado como tal.

            Sin embargo, el futuro es otra cosa. ¿Quién se atreve a traducir frases y conceptos que por sí mismos son palabras y expresiones vomitados por su autor a la buena de Dios, confiando en que caigan de canto, y no de otra manera, sobre los cerebros de sus lectores u oyentes? Cuestión que, por otra parte, ya es suficientemente jodida. Jodidísima. Porque incluso compartiendo la lengua materna del emisor del mensaje, el receptor tiende a perder cosas por el camino.  Se aplica, una y otra vez, de manera completamente espontánea, una ley no escrita sobre el bello arte de emitir mensajes. Tal que el alejamiento mental del receptor sobre el tema que trata el emisor es directamente proporcional (y multiplicado por las cifras que se consideren oportunas según contextos) al que realiza el propio emisor de su propio mensaje. (Ley también considerada como mandamiento cero en las iglesias y sectas políticas más populares de nuestros días).

¿Y el pobre traductor? ¿Qué hace? Ya no puede acudir como antaño a la verdad convenientemente ajustada. Jueguecitos de palabras que ya ni siquiera interesan a los niños, que esclavizan vilmente a sus padres, soltando la verdad lingüística, y nada más que esta. Por otro lado, la propia lingüística se ha convertido en la ciencia de cuatro carcamales, que sobreviven en residencias de ancianos financiadas por dementes con demasiado dinero, sentaditos en plastificados sofás, con su correspondiente manta a cuadros, y livianas colecciones de cómics de Mortadelo y Filemón en el regazo.




Voy a explicar, convenientemente, la metodología de traducción que utilizo en mi trabajo, esperando que alguien se beneficie de mi particular técnica. Poniendo un ejemplo, que es como mejor se entienden las cosas.

Hace ya mucho tiempo, en mis inicios como traductor del futuro (harto ya del pasado), me encuentro con la siguiente tarea sobre la mesa de la cocina (aclaro que desde aquel día traduzco mientras cocino, los vapores de agua resultantes de cocer pasta día sí, día también, me despejan la mente cosa mala). ¡Y menuda tarea tenía allí delante!

Z. y X. no comparten la misma lengua, desconociendo completamente la del otro. Z., con la ayuda de un traductor propio (primer filtro), le comunica a X. cierta frase. Frase que primero debe ser entendida por X. (segundo, y más importante filtro), quien hace uso de su propio traductor (tercer filtro),  y se lanza a producir la frase en una tercera lengua, común a la de Z. y X. (cuarto filtro), para que en la correspondiente rueda de prensa las apariencias de independencia de discurso de X. se mantengan. Creo que queda clara la secuencia de emisiones y de recepciones. Z. es el que manda, o mejor dicho, la que manda. X. es un mandado. Y es a mí a quien toca traducir esa última frase en rueda de prensa de X., al idioma de X.

A medida de que los espaguetis se van cociendo, me llega a casa, en forma de telefax, la frasecita. La tecleo en el procesador de textos, y acto seguido, aparece un nuevo, y rojo, espagueti, subrayándola toda ella. El programa, como un bravo perro rastreador, me avisa, ayudándose de la insinuante línea escarlata, de que he escrito palabras que no está dispuesto a reconocer como correctas. Otro inconveniente añadido.

Te compras con mucha ilusión, y por cuatro duros, un cacharro asiático para poder escribir a gusto, a salvo de los padres, del Padre, y, sobre todo, de las madres, y de la Madre Superiora. Y resulta que el hijo de la gran puta te empieza a tocar los cojones a la mínima de cambio. La pantalla se empieza a llenar de pequeñas heridas sangrantes. Te cansas, te fatigas, ya no puedes más, y lo das todo por perdido. Los colorados y alargadísimos perros salchicha te acorralan por todas partes. No sabes escribir en tu propia lengua. Lo intentas con otra, y va a mucho peor. Y como se te ocurra dedicarte a esto de la traducción, necesariamente se te desgarra la pantalla. Se te cae a cachos, es una matanza de letras y símbolos. Un amarillento y feo lienzo de Van Gogh que se convierte en un oscuro y horriblemente rojizo bosque que te recuerda inmediatamente al de Macbeth, en movimiento, en pleno infarto lingüístico. Una cruel batalla, en la que quizás se salvan algunas y traidoras preposiciones. Ni siquiera entre ellas se entienden. Anarquistas hasta la muerte que les provoca tu nerviosa y constante pulsación sobre la tecla que tiene sobre sí una flecha que mira hacia la izquierda. Mas, espera un momento. ¿No tienes ahí delante una salvadora señal? ¿Un prefijo que te hace ver la luz? ¡Sí! ¿Cómo no te habías dado cuenta antes? Ahí está: Inter. La nueva religión del traductor del futuro. El prefijo que lo arregla todo, o casi todo. El prefijo que sobrevive al poderoso olfato del can rastreador. Inter.

Aquel mediodía, para recordar por siempre, chuperreteando unos estupendos espaguetis al dente, alcancé a vislumbrar por unos instantes mi propia interzona mental. Esa parte de tu cerebro en la que se produce un mercadeo propio de lugares como Wall Street, disputándose las neuronas, como hienas hambrientas, las letras y palabras de las que disponen. Y las que te imponen, formando la interlengua que poco a poco te calcifica las entrañas, si no la volteas de vez en cuando. De repente, el valor de expresiones como la anteriormente citada, “hijo de la gran puta”, se viene abajo. Todos lo son, y lo saben. Pero lo son tanto, que al final del día, ellos mismos prohíben su uso, lanzan las bestias a pasear, y tu cerebro se vuelve loco. Quizás seas tú el hijo de la gran puta, o quizás te lo hagan creer. Te vas a la cama, duermes, y tu interzona y tu interlengua también duermen. Y éstas sueñan con aquella clases en el  parvulario en las que sólo tenías que distinguir las vocales de las consonantes. Lo hacías muy bien, mientras la profesora, con un moño proclive al régimen de entonces, y al de ahora, te besuqueaba, y a ti te daba un asco tremendo. Empiezas a ver rayas rojas, sinusoidales, delante tuyo. Justo debajo de las órdenes que te daban tus padres en casa. No las aceptas, no están escritas en la lengua que te hace ser lo que eres, allá, en tu interzona. Avanza el sueño. Y esa insolvente profesora en la que nunca confiaste, aparece de nuevo con esos inmorales labios pintados de rojo oscuro, que te recuerdan con gran horror a las sanguinolentas líneas que se niega a reconocer tu interlengua. Despiertas. Lo olvidas todo. Te levantas, y meas sin verlas, delgaduchas estrías rojas llenas de errores que te están destrozando el intestino poco a poco. Enciendes la radio, y observas que la cotización de la expresión “hijo de la gran puta” está de nuevo por los suelos. Todos lo son, y tú el que menos. Justo después de comerte los espaguetis, empiezan de nuevo las reservas, las traiciones lingüísticas, y las cacerías. Ya no quedan tantos para la hora de la merienda. De nuevo, se hace de noche, y el mayor hijo de la gran puta eres tú mismo. El juego que juega con tu interzona, y con tu propia lengua, que quizás ya sea infralengua. Y continua el constante mercadeo en el interior de tu cerebro. Un saludo que se convierte en un insulto. Una palabra de ánimo es mal entendida, y sacude toda tu interzona lo suficiente como para no volver a hablar en el resto del día. Surgen dudas y más dudas. Lo que dices ahora, mañana será otra cosa, y sin embargo, lo que no dicen ellos en este momento, será, y se hará, mañana, o pasado. Pero tu interzona, aunque no lo parezca, se va fortaleciendo si le haces un poco de caso, no te preocupes. Tu cerebro es capaz de manejar la situación con sabios silencios que algún día provocarán lindos incendios.

Y, como decía, me pongo con la (escueta) frase de X. No tengo más remedio que traducirla a mi propia interlengua, siendo éste el último y quinto filtro a aplicar. “I am convinced of my own ideas and concepts, and so you will be of them”. Yo mismo me voy a encargar de enviarla por fax a la oficina del fanzine noticiero para el que trabajo. “Te convencerás de tus propias ideas y conceptos, y así, los demás de los suyos”. Revolotean matices que tú mismo deberías investigar. No te creas lo que te suelten los traductores como yo.

Explora tu interlengua. Es como subir unas pocas escaleras, o dar un pequeño paseo. Si no le das un meneo, se convertirá cada vez más rápido en infralengua. Después, en un cúmulo de traducciones baratas. Empieza por traducir lo que escuchas o lees en tu propio idioma. Todo. Cada palabra. Cada letra. Cada coma. Vuélvete loco si hace falta. Enloquece. Si ya estás loco. O lo estuviste. Loco.

by George R. to Abel A.

miércoles, 18 de abril de 2012

Memorias De Un Clásico Traductor

            No me fue difícil hacerme con el siguiente proyecto de cierta compañía editora, afín a la cristiandad, para la que, en ocasiones, trabajo. Tengo fama de ser un buen traductor. Serio, eficaz. A veces, o muchas, no es fácil traducir textos escritos por pretendidos literatos, y no digamos historiadores, que ni siquiera entienden lo que escriben (éste el verdadero cáncer que asola el mundo de los clásicos literarios). Pero yo les ayudo a encontrar el camino, el equilibrio. El necesario entre la verdad lingüística, y la que interesa en cada momento. Ésta última, fácil de aprehender para un lector demasiado acostumbrado a ella, hoy no nos interesa. O quizás sí. Sin embargo, ¿cuál es la verdad lingüística? Vamos a sumergirnos en este concepto tan olvidado hoy en día en las facultades de traducción. 

            Aclaremos conceptos mediante un ejemplo de manual. Véanse las opciones (originalmente en lengua griega).

            1Esta tarde Jesús ha multiplicado panes y peces.
            2Ayer por la tarde Jesús multiplicó panes y peces.
            3Jesús ya había multiplicado muchos panes y peces para cuando sus colegas aparecieron con una ánfora llena de vino tinto.
            4Jesús multiplica panes y peces cuando quiere.

            Se abren muchas variantes para un traductor, que imaginemos, quiere elegir una de las cuatro posibilidades con las que se enfrenta. La opción tercera es la que más verosimilitud aporta (hay incluso testigos). La primera también es bastante creíble. Pero no tanto la segunda; la gente tiene muy mala memoria, y escribir sobre algo que ocurrió ayer respecto de esta tarde es muy diferente (y más si ha habido vino de por medio). Desde luego la cuarta versión es la menos creíble (y la que sin embargo mejor ha colado con el tiempo a menor número de detalles espacio-temporales, más elasticidad lingüístico-mental).

            Lo peor es que, siendo sinceros, lingüísticamente, ninguna de las opciones es correcta. Nadie multiplica panes y peces, porque es semánticamente imposible. En griego también, claro.

Se me ocurren una serie de excepciones contextuales (que tampoco eximen de culpa al autor del texto original, pues bien pudiera haber añadido algún tipo de nota explicativa a pie de página, o en un apéndice):

la posibilidad de vivir en un lugar en el que la pesca y el maíz o harina sean tan abundantes como para llenar en un momento una desierta mesa de panes y de bichos mientras los invitados se quitan la camiseta porque hace mucho calor (mirando hacia otro lado).
la posibilidad de que en ese lugar se califiquen como panes y peces a objetos u animales que hoy en día no son tales. Por ejemplo, pan=piedra, pez=avispa. (Jesús empezó a lanzar pedradas contra la multitud con la mala suerte de que una de ellas dio a parar en un enjambre de avispas).
afinando un poco más. Sólo hay un pequeño porcentaje de la población que considera a los panes piedras, y a los peces, avispas. Por las causas que sean: tráfico ilegal de piedras, propiedades curativas del veneno de la avispa, etc… Así, la versión cambia dependiendo de quién relate los hechos.
rizando ya el rizo. El tipo que ha perdido un cargamento de piedra, o de veneno, ha salido tan mal parado en el negocio que traiciona a sus iguales semánticos, y pasa a pensar (en verdad que ha perdido una pasta) que con lo que él mercadeaba era pan, y no piedras. Que el guardia que le confiscó su pesado cargamento lo que realmente hizo fue robarle un puñado de pedruscos de pan viejo, solo aptos para hacer sopas de ajo. O que el funcionario de turno que se quedó bajo manga con los aguijones de avispas en realidad lo que hizo fue quitarle las espinas que tenía para cenar. Desgraciados hombres de comercio, pobres, y encima, traidores. Enfadados, dieron a conocer al pueblo que, de repente, alguien tenía un montón de pan y pescado en cierta casa. En la que pillaron desprevenido a Jesús, que fue allí solamente para saludar. Policía y funcionario se libraron de la acusación. Pero hete aquí que el pueblo, harto de los efectos de las piedras en sus ánforas y vasijas de barro, y de los de los aguijones en sus traseros, finalmente accedió a dar por cerrado el caso, e inventarse directamente la versión de que Jesús lo había robado todo.
y, acabando con el caso, y como nadie tampoco quería ponerse a malas con Jesús, alguien terminó por pensar que aquello fue un hecho súbito e inexplicable. Y todos bajaron al río a zamparse el botín.

¿Qué puede hacer un traductor ante semejante cadena de excepciones? Su deber es policiaco. Debería preguntar por su cuenta, en ese mismo pueblo, nuevas versiones de los hechos. Algo imposible, por cierto. Por lo que al menos debería investigar al autor del texto, y saber más sobre sus posibles inclinaciones hacia la verdad que interesa, o hacia la lingüística. Si esto no es posible, por razones temporales, al menos debería estar dispuesto a estudiar como un cabrón diez horas diarias de historia durante seis meses para saber defenderse de las futuras acusaciones de malinformar a sabiendas.



Como vemos, traducir es difícil. Pero llegar a la verdad lingüística es prácticamente imposible. Lo mismo para un autor literario. Por lo que leer un texto que tenga más de treinta horas de vida, a la velocidad con la que va el mundo, puede simplemente significar que ya no signifique nada, o todo lo contrario. Dejando esta nota aclaratoria, me curo en salud, y les hago un favor a mis propios y futuros traductores. De paso, aclaro que curarse en salud respecto a este texto significa, que, hoy, 18 de Abril, después de 2012 años del nacimiento del tal Jesús, a las diez menos cuarto de la mañana, el autor no responde de él, de lo que pueda significar dentro de un rato, de un año, o de un milenio. 

Otro día, a ver qué tiempo hace, me puedo animar a escribir un texto que nadie entenderá hoy, pero pudiera ser que lo entendiera alguien mañana. 
           
by George R.

domingo, 8 de abril de 2012

En Defensa Del Giallo

            Hace poco he terminado de leer una serie de ensayos de E.M. Forster sobre diversos aspectos de la novela. A pesar de que no comparto sus críticas literarias (sus desaforados ataques contra Walter Scott me parecen típicos de un reaccionario inglés; alaba a su vez a contemporáneos suyos que hoy en día sólo deben leer los profesores de literatura inglesa de CambridgeArnold Bennett, por ejemplo), Forster acierta a darnos unas claves sencillas, pero  muy útiles sobre el cuerpo de una novela, y entre otras cosas, acerca de lo que es contar una historia, y de lo que es un argumento. Dos aspectos que son diferentes.
           
Llevo sus ideas al cine. Y, en concreto, al género giallo (que supongo que no necesita mayor presentación, pero sí un poco de mejor publicidad).

            Tampoco es que vaya ahora a descubrir la pólvora, entiéndase, pero al menos, los aficionados a contemplar estas películas italianas quizás podrán descansar más tranquilos esta noche. Rimboccando le coperte.

            Algunos aficionados al cine de terror, críticos del giallo, se quedan a las puertas de este género proclamando una y otra vez que estas películas carecen de un argumento concreto, que son un sinsentido argumental. Que no son sino una concatenación de asesinatos que se cometen sin sentido alguno. Una explotación alevosa de las herramientas que ofrece el cine: una cámara, un decorado, una determinada actriz (o a veces actor), música, iluminación, etc..., según calidades, of course! Otros dicen de disfrutarlas, en su mayoría adolescentes, al ver diferentes crímenes, a cuál más singular, o cruel (como era mi caso hace años), y se contentan con esto. Que ya es algo.
           
            Voy a escoger un caso atípico entre los giallo: “Un hacha para la luna de miel”, (Il rosso segno della follia, 1970, Mario Bava). Atípico porque desde el principio se sabe quién es el asesino. Un tipo que dice estar loco, y que de vez en cuando, no le queda más remedio que asesinar a bellas jovencitas. ¡Vaya manera de empezar una película! ¡Si ya sabemos quién es el asesino en el primer minuto! Aquel ejercicio de Hitchcock con “Psicosis” se queda en algo casi como de amateur. 

            Vayamos al quid de la cuestión. Aún conociendo al asesino, podemos dejarnos llevar por la historia que se cuenta. Tras una monada asesinada, a la manera que haya preferido Bava, vendrá otra. Y luego otra. Y otra. La historia es tan simple como ir a pescar al río; con suerte, los peces pican. Surgen preguntas. ¿Cuántas chicas serán? Si alguien se queda sólo con esta cuestión, es que sufre de algún retardo, o problema sensorial. ¿Cuándo y dónde? La cosa mejora. ¿Cómo? Nuestras neuronas ávidas de disfrute estético nos hacen pulsar el botón de retroceso de nuestro mando a distancia. Contemplar de nuevo la escena. Sólo con el “cómo” el giallo cumple de sobra como película, y nos hace pasar un rato de lo más entretenido. Algo que no se puede decir de las de vaqueros e indios. Siempre es con bala, o flecha; o como mucho, con hacha. Y, generalizando, las de policías y ladrones, héroes y antihéroes, ¡ay!

            Pero queda la pregunta más importante: ¿Por qué? Esta es la base del argumento, que no de la historia que se cuenta en un giallo. Bava en “Un hacha para la luna de miel” no hace descansar a su personaje hasta que descubre por qué se ve obligado a asesinar. Entonces, sufre su particular condena.

            Y parece tan fácil de lograrlo sobre el papel…

            Cualquier giallo cumple con esta premisa. Así, en los años setenta, el público se alimentaba tan ricamente de estas películas, en los cines comerciales, porque entendía su cometido. Vinieron los años 80, y muchas cosas tan básicas como la que intento explicar se fueron a tomar vientos. La pregunta del “¿Por qué?” desapareció de las pantallas. Ya no hacía falta dar explicaciones. Se supone que el asesino mata, y ya está. Al parecer, las películas colaban igual, por lo que mejor no enredarse en pautas de pensamiento, en causas-efectos. Y si se llega a  alegar algún motivo, éste suele resultar externo, por no decir globalizador; como si parte de la culpa la tuviera el público. En el giallo, el asesino sufre de un complejo claramente interno, heredado, o bien aprendido en familia. Y la madre siempre, o casi siempre, es el origen del mal que surge en el hijo. Que por algo son películas italianas. Hitchcock sabía algo de todo esto. Los americanos copiaron una vez más el modelo, o mejor, la carcasa, la estructura, la caja de cartón que lo envuelve, pero sin ningún éxito (con la excepción de John Carpenter /“Halloween”). El mejor horror que viene de América, sin embargo, procede del bosque. O procedía, hasta que lo deforestaron del todo.





           
            Evviva il Giallo! Espero haber convencido al menos a las asociaciones que defienden el concepto de familia. Sin ella, nos quedamos sin él.

viernes, 6 de abril de 2012

At The East Of The Mountains Of Easter

           Es sobradamente difícil expresarse con esta canción que retumba en mi cabeza. Y, ¡oh!, tú, lector, ¿qué estarás escuchando ahora mismo?

           Lo importante es que sea algo espontáneo (espero al menos que no sean los Beatles). En el futuro que se acerca hacia nosotros, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, lo de menos es el propio futuro, y el nosotros. ¡Abajo con las utópicas distopías! Las madres darán doble ración de besos a los bebés que se meen en mitad del concierto.

            Escribo esto después de leer una interesantísima historia que he escuchado en una cadena de radio jordana (no siempre va a ser la BBC la fuente de mis recursos).

            Al parecer, en un pequeño pueblo de Jordania, tras una proyección de una película en el cine-club local, se formó una pequeña secta de seis personas (todos varones). La base de su nuevo credo era lo crudamente espontáneo. Sus esposas fueron las primeras que empezaron a sufrir los enormes cambios que conllevaron la nueva creencia. Un calzoncillo en la sartén; mantequilla en la jabonera, como se suele decir.

            Todas las religiones, nuevas o viejas, aparte de poseer una base filosófica, deben nutrirse de la velada amenaza de un final más o menos feliz. Es como ver una película. Uno espera. Primero: que se acabe. Segundo: bien o mal. Tercero: rezar para estar de acuerdo con lo que sucede al final.

             La película que se proyectó fue "Seis Mujeres para el Asesino", un clásico del cine italiano, Sei donne per l'assassino.

            El grupo de varones, al salir de la sala habló, y mucho; bajito, por si acaso. Avergonzados de haber visto la película decidieron suicidarse. Y lo que hay que destacar por encima de todo es el método que eligieron para llevar a cabo su escolástica misión.

            Quien de los seis, y recuerdo que eran seis los hombres que se reunieron, hablaron, y formaron la nueva religión, que primero viera otras cinco veces la película (haciendo así un total de seis), tendría el derecho a matar a uno de sus nuevos colegas de credo. Tras lo cual, y transcurridos seis meses, habiendo hecho un nuevo recuento de visiones de la película, y sin que ninguno de sus amigos del alma hubiera llegado también al mágico número de seis, el primer asesino podría cobrarse otra víctima. Armas: a elegir entre cuchillo, hacha, o martillo. Mejor de noche. Lo óptimo: acercarse al goticismo de Mario Bava. Lástima de que en Jordania apenas llueve, o truena, y no hay setos tras los que esconderse. Todo no puede ser, decía el locutor de radio. Y qué razón tenía.

            Lo más importante aún resta por aclarar. La base, el cimiento, el sostén de aquel acuerdo tomado en las aceras del pueblo, al dejar las puertas del cine club.

            Alguien pensará que lo más fácil hubiera sido conseguir como fuera una copia de la película, y verla cinco veces seguidas. Quien antes terminara, antes liquidaría aquella especie de apuesta. Las religiones, también, además de ser películas con las que uno normalmente no está de acuerdo, por muy buena que esté la actriz principal, no dejan de ser apuestas. Están perdidas de antemano, pero se adaptan muy bien a la idiosincrasia humana. Si yo apostara ahora a que Shakespeare escribió "La Isla del Tesoro", tendría mis seguidores, fieles hasta la muerte. Pero, tranquilos, esto lo dejo para otro día. Me debo a la historia de la radio.

            Lo más importante, como decía al principio, es la espontaneidad. Aquellos hombres jordanos podían ver la película únicamente si se encontraban con ella de forma espontánea. Imaginemos que uno de ellos está rebuscando en un contenedor de basura, y de repente, como salido de la nada, se encuentra con un viejo vhs de "Seis mujeres para el asesino". ¡Qué suerte! O, de viaje a la capital, acompañando a su hija por trámites de separación, repara en que hay un festival de cine italiano, en el que se programa, más allá de la medianoche, esta película. O, si por algún casual, el programador de la televisión oficial se confunde de cinta, y la difunde sin querer. Hay que contar también con Internet, pero ir al google, buscar un .rar, o un .torrent no es, digamos, algo que sea demasiado espontáneo. ¿Verdad? Casi como comprarla en ibei. No vale, trampa, pecado mortal.

            Aún así, surgen preguntas. Muchas. ¿Qué ocurre si esa cinta de vhs está en mal estado y sólo se pueden ver los primeros treinta minutos? Peor aún, ni siquiera se alcanza a ver la entrada en escena de Eva Bartok. No vale. No se puede contar como revisionada. Ni como media ni un cuarto. Hay que verla entera. Fino a il Fine tutto è Pellicola. Y, por supuesto, cada encuentro con este tesoro del settimo arte sólo puede contarse por una vez.

            Estaría muy mal también sugerir al chaval que la consiga él, y preguntarle a los pocos días si tiene por ahí alguna película que ver porque papá está aburrido. ¡NO! Puramente espontáneo. Mientras, este papá tan paciente seguirá cagando donde le plazca. Porque su nueva religión se lo permite. Su vida está bajo un yugo, el de Bava, pero éste está más lejos que el propio Alá. Y, por último, aparte de razones de parca inteligencia, queda la memoria. ¿Dentro de veinte años será capaz de recordar cuántas veces ha visto la película? ¿Una? ¿Dos? ¿Cuatro? ¡Nooooooooooooooooooooo!

            Seamos sinceros. Es más fácil que Stevenson sea Shakespeare, que estos buenos hombres vean otras cinco veces, de forma espontánea, Sei donne per l'assassino. Serían cinco milagros seguidos. Jodidamente complicado. Como dejar embarazada a la Reina Isabel I, hoy, ayer, y por los siglos de los siglos.





by George R.