jueves, 19 de abril de 2012

El Quinto Filtro (Memorias De Un Moderno Traductor)

             Ya dije el otro día que me considero un traductor serio y eficaz. Y miro hacia delante. Aún con los quebraderos de cabeza, bamboleantes y alevosos, que me provoca el pasado, y sus tratados de Historia para no dormir, traducirlos es un quítame allá esas pajas. En nuestro inconsciente colectivo, (mucho más inconsciente que colectivo), flotan tal cantidad de conceptos comunes, mamados en las calles y plazas de nuestros pueblos, que incluso se podría asegurar que cualquier chaval criado en una chabola del extrarradio cultural comunal, sin haber asistido nunca a ningún tipo de escuela o academia preparatoria, y con la sola ayuda de un diccionario bilingüe, podría traducir cualquier obra escrita antes de la Segunda Guerra Mundial con satisfactorios resultados. Alguien podrá decir que exagero. El mismo alguien que subestima sin límite el poder educativo que tiene el pasado como tal.

            Sin embargo, el futuro es otra cosa. ¿Quién se atreve a traducir frases y conceptos que por sí mismos son palabras y expresiones vomitados por su autor a la buena de Dios, confiando en que caigan de canto, y no de otra manera, sobre los cerebros de sus lectores u oyentes? Cuestión que, por otra parte, ya es suficientemente jodida. Jodidísima. Porque incluso compartiendo la lengua materna del emisor del mensaje, el receptor tiende a perder cosas por el camino.  Se aplica, una y otra vez, de manera completamente espontánea, una ley no escrita sobre el bello arte de emitir mensajes. Tal que el alejamiento mental del receptor sobre el tema que trata el emisor es directamente proporcional (y multiplicado por las cifras que se consideren oportunas según contextos) al que realiza el propio emisor de su propio mensaje. (Ley también considerada como mandamiento cero en las iglesias y sectas políticas más populares de nuestros días).

¿Y el pobre traductor? ¿Qué hace? Ya no puede acudir como antaño a la verdad convenientemente ajustada. Jueguecitos de palabras que ya ni siquiera interesan a los niños, que esclavizan vilmente a sus padres, soltando la verdad lingüística, y nada más que esta. Por otro lado, la propia lingüística se ha convertido en la ciencia de cuatro carcamales, que sobreviven en residencias de ancianos financiadas por dementes con demasiado dinero, sentaditos en plastificados sofás, con su correspondiente manta a cuadros, y livianas colecciones de cómics de Mortadelo y Filemón en el regazo.




Voy a explicar, convenientemente, la metodología de traducción que utilizo en mi trabajo, esperando que alguien se beneficie de mi particular técnica. Poniendo un ejemplo, que es como mejor se entienden las cosas.

Hace ya mucho tiempo, en mis inicios como traductor del futuro (harto ya del pasado), me encuentro con la siguiente tarea sobre la mesa de la cocina (aclaro que desde aquel día traduzco mientras cocino, los vapores de agua resultantes de cocer pasta día sí, día también, me despejan la mente cosa mala). ¡Y menuda tarea tenía allí delante!

Z. y X. no comparten la misma lengua, desconociendo completamente la del otro. Z., con la ayuda de un traductor propio (primer filtro), le comunica a X. cierta frase. Frase que primero debe ser entendida por X. (segundo, y más importante filtro), quien hace uso de su propio traductor (tercer filtro),  y se lanza a producir la frase en una tercera lengua, común a la de Z. y X. (cuarto filtro), para que en la correspondiente rueda de prensa las apariencias de independencia de discurso de X. se mantengan. Creo que queda clara la secuencia de emisiones y de recepciones. Z. es el que manda, o mejor dicho, la que manda. X. es un mandado. Y es a mí a quien toca traducir esa última frase en rueda de prensa de X., al idioma de X.

A medida de que los espaguetis se van cociendo, me llega a casa, en forma de telefax, la frasecita. La tecleo en el procesador de textos, y acto seguido, aparece un nuevo, y rojo, espagueti, subrayándola toda ella. El programa, como un bravo perro rastreador, me avisa, ayudándose de la insinuante línea escarlata, de que he escrito palabras que no está dispuesto a reconocer como correctas. Otro inconveniente añadido.

Te compras con mucha ilusión, y por cuatro duros, un cacharro asiático para poder escribir a gusto, a salvo de los padres, del Padre, y, sobre todo, de las madres, y de la Madre Superiora. Y resulta que el hijo de la gran puta te empieza a tocar los cojones a la mínima de cambio. La pantalla se empieza a llenar de pequeñas heridas sangrantes. Te cansas, te fatigas, ya no puedes más, y lo das todo por perdido. Los colorados y alargadísimos perros salchicha te acorralan por todas partes. No sabes escribir en tu propia lengua. Lo intentas con otra, y va a mucho peor. Y como se te ocurra dedicarte a esto de la traducción, necesariamente se te desgarra la pantalla. Se te cae a cachos, es una matanza de letras y símbolos. Un amarillento y feo lienzo de Van Gogh que se convierte en un oscuro y horriblemente rojizo bosque que te recuerda inmediatamente al de Macbeth, en movimiento, en pleno infarto lingüístico. Una cruel batalla, en la que quizás se salvan algunas y traidoras preposiciones. Ni siquiera entre ellas se entienden. Anarquistas hasta la muerte que les provoca tu nerviosa y constante pulsación sobre la tecla que tiene sobre sí una flecha que mira hacia la izquierda. Mas, espera un momento. ¿No tienes ahí delante una salvadora señal? ¿Un prefijo que te hace ver la luz? ¡Sí! ¿Cómo no te habías dado cuenta antes? Ahí está: Inter. La nueva religión del traductor del futuro. El prefijo que lo arregla todo, o casi todo. El prefijo que sobrevive al poderoso olfato del can rastreador. Inter.

Aquel mediodía, para recordar por siempre, chuperreteando unos estupendos espaguetis al dente, alcancé a vislumbrar por unos instantes mi propia interzona mental. Esa parte de tu cerebro en la que se produce un mercadeo propio de lugares como Wall Street, disputándose las neuronas, como hienas hambrientas, las letras y palabras de las que disponen. Y las que te imponen, formando la interlengua que poco a poco te calcifica las entrañas, si no la volteas de vez en cuando. De repente, el valor de expresiones como la anteriormente citada, “hijo de la gran puta”, se viene abajo. Todos lo son, y lo saben. Pero lo son tanto, que al final del día, ellos mismos prohíben su uso, lanzan las bestias a pasear, y tu cerebro se vuelve loco. Quizás seas tú el hijo de la gran puta, o quizás te lo hagan creer. Te vas a la cama, duermes, y tu interzona y tu interlengua también duermen. Y éstas sueñan con aquella clases en el  parvulario en las que sólo tenías que distinguir las vocales de las consonantes. Lo hacías muy bien, mientras la profesora, con un moño proclive al régimen de entonces, y al de ahora, te besuqueaba, y a ti te daba un asco tremendo. Empiezas a ver rayas rojas, sinusoidales, delante tuyo. Justo debajo de las órdenes que te daban tus padres en casa. No las aceptas, no están escritas en la lengua que te hace ser lo que eres, allá, en tu interzona. Avanza el sueño. Y esa insolvente profesora en la que nunca confiaste, aparece de nuevo con esos inmorales labios pintados de rojo oscuro, que te recuerdan con gran horror a las sanguinolentas líneas que se niega a reconocer tu interlengua. Despiertas. Lo olvidas todo. Te levantas, y meas sin verlas, delgaduchas estrías rojas llenas de errores que te están destrozando el intestino poco a poco. Enciendes la radio, y observas que la cotización de la expresión “hijo de la gran puta” está de nuevo por los suelos. Todos lo son, y tú el que menos. Justo después de comerte los espaguetis, empiezan de nuevo las reservas, las traiciones lingüísticas, y las cacerías. Ya no quedan tantos para la hora de la merienda. De nuevo, se hace de noche, y el mayor hijo de la gran puta eres tú mismo. El juego que juega con tu interzona, y con tu propia lengua, que quizás ya sea infralengua. Y continua el constante mercadeo en el interior de tu cerebro. Un saludo que se convierte en un insulto. Una palabra de ánimo es mal entendida, y sacude toda tu interzona lo suficiente como para no volver a hablar en el resto del día. Surgen dudas y más dudas. Lo que dices ahora, mañana será otra cosa, y sin embargo, lo que no dicen ellos en este momento, será, y se hará, mañana, o pasado. Pero tu interzona, aunque no lo parezca, se va fortaleciendo si le haces un poco de caso, no te preocupes. Tu cerebro es capaz de manejar la situación con sabios silencios que algún día provocarán lindos incendios.

Y, como decía, me pongo con la (escueta) frase de X. No tengo más remedio que traducirla a mi propia interlengua, siendo éste el último y quinto filtro a aplicar. “I am convinced of my own ideas and concepts, and so you will be of them”. Yo mismo me voy a encargar de enviarla por fax a la oficina del fanzine noticiero para el que trabajo. “Te convencerás de tus propias ideas y conceptos, y así, los demás de los suyos”. Revolotean matices que tú mismo deberías investigar. No te creas lo que te suelten los traductores como yo.

Explora tu interlengua. Es como subir unas pocas escaleras, o dar un pequeño paseo. Si no le das un meneo, se convertirá cada vez más rápido en infralengua. Después, en un cúmulo de traducciones baratas. Empieza por traducir lo que escuchas o lees en tu propio idioma. Todo. Cada palabra. Cada letra. Cada coma. Vuélvete loco si hace falta. Enloquece. Si ya estás loco. O lo estuviste. Loco.

by George R. to Abel A.

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