miércoles, 25 de abril de 2012

Papá, Déjame Subir A Ese Coche


            Vi que Micky se acercaba con una voluminosa bolsa de plástico de la que sobresalían unos espantosos cardos. John, siempre puntual, venía silbando, con las manos atrapadas en los bolsillos de sus desgastados vaqueros. Sam era el único que quedaba por aparecer. Sería a él a quien tocara correr el primer relevo. Yo ya llevaba diez minutos en la parada del mini-taxi, leyendo avariciosamente una novela que nadie más tenía en la ciudad. Formábamos uno de los tantos y tantos grupos de cuatro personas en los que el ayuntamiento de Battersea había dividido el padrón municipal. Según el alcalde, siguiendo estrictos criterios de elección. En mi opinión, el funcionario de turno se dedicó a hacer una básica hoja de cálculo en la que ordenó de la A a la Z los apellidos de la población, aplicando después un filtro según edad, y sexo. Nada de chicos y chicas en el mini-taxi. Y menos de jovencitos con solteronas. O viceversa. 
            Micky es tartamudo, y vegetariano. John es un pedante y pesado. Sam, buena persona, poco suertudo, algo analfabeto, pero buen guitarrista. ¿Yo? Ya me iréis conociendo. Me llamo Georgie. Los cuatro somos vecinos. Vivimos en el mismo bloque de apartamentos de la urbanización Ubik, en Battersea, en las grandes y lejanas afueras de Londres. Aparte de una edad parecida, compartimos al menos dos cosas más. No tenemos afición ni al trabajo, ni a los Beatles. Por todo esto, seguramente, nos llevamos bien. De momento.
            ¿Qué, qué, …, qué has     estado haci, haci, …, haciendo en el      centro, Johnny?
            Nada. Nada, Micky. Muy poca cosa. Le he dado la brasa a la bibliotecaria. Ni caso.
            De nuevo con esa, ¿eh? Lo tendrías mejor con la portera de nuestra casa. Se ve que te quiere.
            E… e… e… esa es su ma… ma… madre, Geogi.
            Cómo me jode que ese tartamudo nunca logre pronunciar bien mi nombre. No quería darles cuerda a mis acompañantes, así que seguí leyendo mi exclusiva. Una primera edición de Cocaine Nights. Se la robé el otro día a mi padre.
            Faltan dos minutos para que llegue el taxi. Mira que como no llegue Sam a tiempo.
            Supongo que estará apurando su ensayo. Últimamente está que no para con su guitarra.
            Ya, lo que pasa es que ha vuelto a encontrar un buen sitio en los pasillos del metro.
            ¿Cuántas veces tienes que repetirlo, Johnny? Sabes que tiene su local.
            Hacía sol, y calor. Notaba el cogote recalentado. Por fin se acercó el taxi. Otras cuatro señoras, a cual más alterada, estaban apalabrando su transporte. Nos subimos los tres, o los cuatro, si contamos el espacio que ocupaban los cardos de Micky. Justo al arrancar el coche, eléctrico, fabricado en Bristol, doblando la esquina, y corriendo, con guitarra en mano, apareció Sam.
            Normalmente el que llegaba último debía correr, siguiendo al coche, unos diez minutos. A veces, quince. Después, lo dejábamos en cinco. Lo suficiente como para hacer un relevo cada uno. A Sam lo observábamos todos desde el espejo retrovisor central. Las subidas y bajadas de la larguísima avenida Sillitoe ya no nos afectaban tanto como al principio. Como siempre, el taxista era quien controlaba los tiempos.
            Chicos, han pasado doce minutos. Vuestro amigo ya renquea. En el siguiente semáforo se sube. Id decidiendo quién se baja.
            Y   a, ya…. ya voy yo.
            Y Micky corrió sus buenos once minutos. Me tocó continuar a mí durante diez. Johnny hizo el último relevo, hasta los bloques donde vivían nuestras familias. Contando al conductor, ese maldito coche eléctrico no es capaz de llevar más de cuatro personas. Fue a nuestro olímpico alcalde a quien se le ocurrió la gran idea de hacernos correr a todos. ¡Oh!, claro, el servicio es gratuito. Sólo hacía falta pagar por correr. 


by George R.

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