Tras unos
meses de estudio de la lengua inglesa (quizás se haya notado demasiado) he
podido volver a leer novelas en mi lengua materna. Todo un descanso para mi
comprimido cerebro. Cambio de idiomas, pero no de fuente.
¿Y quién
fue el escritor elegido para volver a mis cercanías mentales?
Se trata de nada más y nada menos que del Rey de la ficción,
un tal Stephen King, escritor de nombre demasiado conocido para lo poco que se
le lee. ¿Que muchos lo leen? Claro. ¡Pero deberían ser más!
Se trata de
su primera novela, la primera que realmente escribió, bajo ese seudónimo tan sugerente como Richard Bachman, “The Long Walk”, o “La Larga Marcha”.
Hay un
cliché que no siempre ha jugado (o jugará) a favor de King; “escritor de
novelas de terror”. Etiqueta por la que nos hemos vistos atraídos muchos
lectores desde que teníamos 15 años. Primero fue Verne, después Poe, y
saltándome a Bradbury (una pena inmensa) ya fui de seguido a por King, —siendo el verdadero causante
de este triple salto mortal el director de cine John Carpenter—. Demasiada distancia,
quizás. Del siglo XIX a mi propia modernidad, sin pasar por los años cuarenta,
cincuenta y sesenta del XX, edad de oro de cierta cultura global de la
fantasía, todavía no demasiado neurótica (sólo en lo político, y a estas
alturas…). Esto lo digo porque leer los relatos de Bradbury después de pasar
por cualquier universidad del mundo (pública o privada) es como decir que te
quieres echar una nueva pareja a los ochenta. Se te ha pasado el arroz, todavía
puedes disfrutar de ciertos y particulares momentos, sin duda, pero no es lo
mismo. La mayoría de los relatos de Bradbury (en realidad escribió muy pocas
novelas) están escritos por un tipo que no sabe cómo salir de su infancia. A
veces me molesta, porque su imaginación me parece que se echa a perder de
alguna manera. Y si me molesta, es evidentemente un problema mío, no suyo. Así,
Bradbury se convierte en mi caso en una especie de vino muy ajerezado, para
beberlo a sorbitos, después de una larga y copiosa comida.
Pero vuelvo
a King. Él, como Bradbury en su época, fue plenamente consciente del papel que
le había tocado en suerte dentro del mundo de la literatura fantástica, ciencia
ficción y de terror. King desde el principio supo distinguir la irreal fantasía
pseudo-infantil de la realidad fantástica adolescente. Esa realidad que a todos
nos gustaba, ¡y cómo nos consolaba!, fantástica, irreal, porque nos escapábamos
por unas horas de la terrible presunción de que esa irrealidad en forma de
letras seguía siendo, en el fondo, realidad. Como la de Carrie, o la de Raymond
Garraty, protagonista de “La Larga Marcha”.
King nos
demuestra con cada una de sus novelas, al más puro estilo Henry James (que
nadie piense que me he bebido una botella de ginebra al relacionar estos dos
escritores), que no hace falta irse a ningún planeta, ni siquiera agarrar
el tren de las 15h10´, para desarrollar
una gran historia a partir de cierto detalle en la biografía del personaje,
detalle, las más de las veces, a todas luces negado (u olvidado) por la
realidad que le circunda. Por supuesto, después hay que elaborar una trama,
“qué es lo que pasa”, que casi es lo de menos.
Durante la
insustituible lectura de “La Larga Marcha” por cualquier otra actividad humana
que no fuera comer o dormir, recordé un hecho de mi propia biografía, ocurrido
quizás cuando tenía cinco años. Algo que no voy a contar aquí. Pero que está
ahí. O estaba. Y si se lo contara a King, quizás me diría: “George, ahí le has
dado, ya tengo otra novela”.
Veinte años
después de hojear la novela (costaba 930 pesetas, cara de cojones, pienso
ahora, si actualizo ese precio a mi actual escala de valores terriblemente
deflacionistas, —la pagó
mi padre de todas maneras—),
ésta no ha perdido fuerza ninguna. El 31 de Diciembre de 2005, fechas que tiene
uno en la cabeza, cuando terminé de leer “1984”, poco sabía yo de “La Larga
Marcha”.
Sin embargo
lee a Orwell, o a Flaubert, y luego vuelve a King, y te darás cuenta de que el
Rey hace tiempo que se los zampó, y a unos cuantos más, muchísimos más, y también
compruebas que él no tiene por qué dar mayores explicaciones. ¿”Escritor de novelas de terror”? Pschh.
¿”Ciencia Ficción”? Bueno.
Balzac
trató de captar con su pluma la esencia de la vida mediante la descripción lo
más amplia posible de su sociedad, siendo plenamente consciente de su tarea.
Stephen King, a diferencia de Balzac, nunca ha pretendido escribir según el
antiguo espíritu enciclopédico francés, ni describir el mundo de los demás. Solamente
los suyos.
Como antes
apuntaba, que al Rey se le haya etiquetado desde el principio como un escritor
de novelas de terror no es algo que, a largo plazo, y en ciertos círculos, le
ayude a destacarse como uno de los mejores escritores del mundo. Podemos
disfrutar de una novela de Philip Roth (al que tarde o temprano le concederán
el Nobel de Literatura) igual que una de King, y ambos, a su manera, están
describiendo sus particulares mundos, con intenciones parecidas. Y tienen el
mismo mérito.
¿Por qué se
ha llegado a esta situación? No quiero quedar aquí como alguien que tiene
prejuicios de género literario, y que piensa que King debería haberse abierto a
otro tipo de literatura, porque de lo contrario nunca saldría del nicho en el que está establecido. No.
Cada uno a lo suyo, de todas maneras. Sin embargo hay un factor con el que King
no contaba.
Es la
Historia, con mayúsculas. El mundo real se ha acercado, poco a poco, en un
proceso de generalización, lento pero sublime, horrible e imparable, a los
arquetipos sobre los que vuelve el monarca, una y otra vez, en sus novelas.
King se ha convertido en un autor universal, clásico, imbatible, ubicuo, porque
el mundo en el que vivimos le ha dado la razón. Los terrores y fantasías que
salen de su brillante mente se han vuelto demasiado
reales. En esto, el ser norteamericano le ha ayudado mucho, por supuesto. Ha
contado con la ventaja de jugar siempre en su propio campo, como local. Conocer
de primera mano los ingredientes con los que se cuecen nuestras vidas en estos
primeros días del siglo XXI.
Como suele
ocurrir con muchos otros casos (en general, en el género de la ciencia
ficción), las novelas de King son mucho más realistas de lo que parecen a
primera vista. Así, el Rey lo es también por llevar más de treinta y cinco años
metiéndosela a todo a aquel que piensa que sus novelas no son más que juegos de
niños, fantasías inoperantes, fantásticos mundos que ayudan a la juventud a
evadirse.
King,
después de haber leído a Godwin, Sade, o Jack London, seguramente pensó: “Este
no es el camino. No hay que describir el aparato represor, en ninguna de sus
formas. Es demasiado evidente, y a la vez, inútil, y contraproducente”.
Es como llegar a una playa, en
pleno Julio, treinta y cinco grados a la sombra, no puedes ni extender tu
toalla de lo repleta de gente que está, y no tienes sombrilla. Insoportable.
¿Vas a comentarlo con la persona que va contigo? No. Déjalo estar. Aprende a
sudar calladito, y de paso, observa y piensa en las razones por las que la
playa pueda estar llena de gente, en por qué aparentemente están disfrutando
todos de esas condiciones.
Todo lo teóricamente orwelliano
en temática que pueda existir en “La Larga Marcha”, que es mucho, la prosa de
King lo resume en UNA SOLA frase, en la página 2 de la novela:
“Su madre creía haber sido demasiado adusta con él, haber estado demasiado
cansada o absorta en sus achaques de adulta para detener la locura de su hijo
en su etapa inicial, antes de que la pesada maquinaria del Estado se adueñara
de la situación con sus vigilantes de caqui y sus terminales de ordenador;
desde tiempo atrás, el muchacho se había encerrado cada vez más en su
insensatez hasta que, el día anterior, la trampa había caído sobre él
definitivamente”.
Y se acabó. A partir de ese
momento la “maquinaria del Estado” pasa a ser un personaje más en su novela, y
no hay ninguna mención del narrador omnisciente en cuanto a causas y efectos.
Es lo que hay, y se acabó. Por alguna razón, los soldados disparan a los niños
que no pueden seguir su camino en la carretera. Lo que le importa a King no es
la sociopolítica de Orwell, si no la desgracia del ser humano que la sufre. En
esto, King es un verdadero y digno sucesor de Jack London, al dedicarse a los temas que
mayormente preocuparon al autor de "El Talón De Hierro", en su vertiente de aventura cotidiana,
lejos de los nevados parajes de Alaska.
Y como el médico que maneja con
gran precisión su bisturí, el Rey por supuesto que se permite sus propias obras
de pura fantasía, o de ciencia ficción, apoyando su pluma donde le interesa,
resaltando los temas que más rabia le den en ese momento.
Hablando de rabia, ya he apuntado
también que “La Larga Marcha” es su primera novela. Tiene un deje de rabia, de
mala leche como autor que tiende a
desaparecer en su obra posterior. Más adelante, son sus personajes los que
sostienen los brazos en alto. Sólo por este detalle, King merece mucho más
respeto. Porque con su poder de narrar se pueden escribir buenas novelas, con
un estilo propio, único, y eterno, pero también hay que cuidar el tono. King
aprendió a reinar en sus propios mundos, sin que se note que él es el Rey. Algo
que da miedo incluso pensar: sus personajes son más independientes que muchos de sus lectores. Independientes a la
hora de levantarse o no de una silla; no me refiero a que puedan volar o no a
Marte.
Por si
fuera poco, se puede disfrutar de King en cualquier momento de la vida. Al
menos en nuestra época. Quizás, en el futuro, sus obras caigan en un provocado
olvido. Por obscenas. Por tremebundas. Por ir contra la nueva sensibilidad
imperante. Por terroristas, atentando contra la realidad utilizando artefactos
explosivos llenos de fantasía. Por ser tan verdaderas que ya no dan miedo, sino
que producen vergüenza ajena. Como ya le ocurrió al Divino Marqués. Pero el Rey
es el Rey. Se llama Stephen King, y no ha caído en la trampa en la que cayó el
francés. No hace falta dar tantos detalles. La sabia lección que aprendió de su
maestro y vecino HPL.
En resumen,
lo que más aprecio de Stephen King como escritor es cómo ha sabido asimilar mil
y una influencias literarias, creando una voz, estilo, tono, ritmo y todo lo
que se quiera pensar, únicos. Todo encaminado a describir el mundo en el que
vivimos, desde una primitiva tangencialidad hasta un postrero acuchillamiento
indoloro al lector, directo y sin concesiones, dirigido hacia nuestras propias
vidas, pensamientos y acciones.
by George R.
No hay comentarios:
Publicar un comentario