Fue algo
inesperado. Recibo una llamada del ayuntamiento. Quieren confirmar si en su
momento realicé un cursillo subvencionado por ellos de animador sociocultural
en el pueblo. Contesto que eso fue hace mucho tiempo; trece años para ser
exactos. Y, además, los papeles han cambiado. Yo ya no estoy para dar ánimos,
sino para recibirlos. “No se preocupe”, me suelta el teléfono; y añade que se
trata del concurso anual de pintura al aire libre de Karhide. Quieren que forme
parte del jurado. “¿Por qué no?”, me digo; “¿Cuándo es eso?”, le suelto al
funcionario.
El pasado
domingo. Los artistas toman por un día el pueblo, con sus caballetes y tubos de
pintura a cuestas, siendo obsequiados con una tarrina refrescante. A las seis
de la tarde deben entregar sus obras. A las siete se reúne el jurado.
¿Tomar en
serio a la propia pintura, a la obra, o, al artista? Hacerlo con ambos está
fuera de toda cuestión. Se complicaría tanto la decisión que todavía estaría en
aquella sala del ayuntamiento, discutiendo sobre los méritos de cada bastidor/autor.
Pero como no estaba presente el pintor, nos tuvimos que contentar con la obra.
Y, por cierto, ganó una que a mí personalmente no me decía nada. Sin embargo,
en cuanto conocí a su autor, pensé que el jurado en su totalidad había actuado
con gran sabiduría. Era un vecino mío, de siete años, que eligió como objeto de
sus pinceladas el campo de fútbol local. Verde que te quiero verde; o, por
estos lares, regadío que te quiero regadío. Tiene futuro el chaval, ya lo creo.
De todas
maneras, me veo obligado a recordar, e intentar describir aquí, imágenes que se
me han quedado grabadas para siempre. Sin razones aparentes que lo justifiquen,
cinco trabajos, evidentemente de artistas diferentes, pues se trata de un
concurso de una obra por persona, trataron de pintar el edificio del
ayuntamiento en llamas. Quizás se reunieron los cinco en el mismo lugar, a la
misma hora, e hicieron algún tipo de apuesta. O fueron comprados; o vendidos.
No lo sé.
Otros trabajos de mérito: Una
farmacia perfectamente copiada de la realidad, solo que con una gran cruz
pintada en negro, y con el brazo vertical más alargado que el horizontal,
pintado este último casi en la base del primero.
Un balcón abarrotado de gente y
de banderitas, observando con alegría el paso de una serpiente gigante. La
estación de autobuses se convirtió para otro artista en un lugar lleno de
inútiles televisores. Un anciano leyendo, en un banco, un periódico que le ha
seccionado las piernas al apoyarlo en ellas.
La pequeña catedral fue también
objeto de muchas posibilidades pincelísticas. Fue envuelta en papel de regalo;
rodeada con una jaula; se imaginó sin techo alguno, repleta de lagartijas por
dentro; también fue llevada al cielo, entre blancas nubes y globos de muchos
colores.
A alguien se le ocurrió describir
la noche de Karhide con paraguas bajo una tormenta inexistente.
Por supuesto, abundaban las obras
que describían tal cual es el pueblo, ya usando estilos realistas, o más abstractos, con intenciones puramente de
entretenimiento visual.
¿Quieren que les cuente cuál fue
el lienzo que verdaderamente me gustó más? Una gran araña marrón, a lo largo de
una pared verde, y plasticosa, junto a una cama de hospital, en la que
descansan dos patas que ya han soltado dos grandes huevos. No sé quién es el
autor, pero agradecería se pusiera en contacto conmigo a través de este blog
local.
Y, sin haber podido ver su obra
finalizada, recuerdo los ojos de un anciano pintor que concursaba aquel domingo
por la mañana. Pintaba con frenesí, agarrando el pincel como si estuviera
montando nata con unas varillas. Su mirada se perdía más allá de lo que veía. Entreví
un manchón rojo oscuro en su lienzo. Mis compañeros de jurado me llamaron. Dejé a
aquel hombre con su obra. Pero me dijo algo, antes de alejarme definitivamente
de él:
“¿Usted sabe lo que es intentar
retratar el pueblo donde uno ha nacido imaginando con todas las fuerzas posibles
que ya no existe?”
by George R.
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