Desde el balcón observo el bullicio de la calle. A la altura de mis ojos lucen decenas de antiguas y bombeadas bombillas. Multicolores, y decoradas con esmero por las vecinas del barrio. Y el cartón-piedra, el plástico, el humo del petardo, el ruido a fiesta, el olor a cerveza, el grito pelado, el flash de las cámaras recién estrenadas. Me retiro. Dos o tres jóvenes han entrado en mi casa. Se sirven copas. No sé muy bien de qué charlan; no me parece del todo anormal. Van a lo suyo, evidentemente. No hablo con ellos.
Me pongo a leer, en una hojita mal impresa, mi horario de trabajo para el día siguiente. No sé si alguno de ustedes ha tenido la oportunidad de observar en la Red las tribulaciones de un envío postal a través del moderno servicio de seguimiento que ofrecen las compañías dedicadas a la mensajería. ¡Cuántas entradas y salidas! Sobre todo si el paquete se acerca desde el Lejano Oriente. En el papel que tengo entre manos, en la parte final, se indica: entrega en Hamburgo, 12h. Es decir, mañana debería estar en Hamburgo, ¡al mediodía! Me veo conduciendo el camión. ¿Le aviso a mis padres del repentino plan? Tengo que hacer la maleta, pero, ¿qué cojones hace esta gente en mi habitación, sirviéndose copazos mientras yo debería estar durmiendo? ¿Y ella? ¿Dónde está ella? No la veo. Le llamo. Quizás ha bajado a tomarse algo. Cosa rara, pues estaba muy cansada después de un largo día en la fábrica. Suenan los tonos de llamada. Alguien debería de decir algo cuando dejo de escuchar los “pi pi pi”. Pero no escucho nada. Acaso el sonido de la propia fiesta.
***
Me encuentro en la frontera entre los condados de Berkshire y Hampshire, Inglaterra. Veo un cartel justo al lado de la carretera, cercano al único pub de Eversley, que indica: “Bienvenido al condado en el que nació Jane Austen”. Días más tarde me compraré una novelita, de las primeras que escribió Jane, “Catherine, or The Bower”, en una librería de Reading. Pero primero me bebo un par de pintas con un conocido, nacido en Manchester, en ese mismo pub. Después, me veo comiendo galletas compulsivamente en la cocina de mi piso compartido. Estoy solo. Escucho el “Tago Mago” de los Can, seguramente porque estoy solo. Y algo asustado.
En esos tiempos anteriores a leer a Jane, me acuesto con “Moll Flanders”, todavía lejos de poder ir a Londres, y echar un tardío vistazo a los lugares que el mismísimo Dickens visitó. El autor de “David Copperfield” también nació en Hampshire, pero en la frontera con Berkshire no se hace referencia a él.
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Hasta 1998, al menos en este país, con sede en Madrid, existía una empresa dedicada a la producción y comercialización de calcetería: Berkshire International Corporation. 25 años protegiendo pies y tobillos. Escribo esto sin ánimos publicitarios, mas fue ayer cuando, tomando un café con un par de buenos amigos, observé lo siguiente:
En aquel momento no sabía qué anunciaba la bolsa. Pero me quedé impresionado con las letras Berkshire estampadas en ella. Se me vino a la cabeza aquella señal de bienvenida al mundo de Jane Austen. El sempiterno color verde del campo inglés; el encarnado y doble autobús recorriéndolo. Las galletas No Frills; ídem, con el queso cheddar. La música de Can. Me entró hambre en la cafetería. Salimos a fumar.
Tras la correspondiente y posterior investigación en la soledad de mi casa, averiguo la conexión entre la bolsa y la empresa de calcetines. Más tarde, atisbé uno, en lo más hondo de un viejo tambor de lavadora, reseco, olvidado. No sé si sucio, o limpio, pero sí que abandonado a su suerte, esperando a reencontrarse con su hermano cuasi-gemelo.
Pienso en el cariño con el que, seguramente una máquina hembra, ha tejido el “Ejecutivo” que una vez habitó en el interior de la bolsa. Destinado a vestir el pie de alguien importante, que ha sido regalado con el otro par, y unos cuantos más, puestos a la venta en una práctica caja de cartón, que se vende al público con el acompañamiento de la bolsa de plástico que delata todo el conjunto. La madre de este gran personaje, la autora material de la compra, más tarde, aprovecha la bolsa para hacer ulteriores compras en la ciudad, tomándose después su merecido descanso en una tranquila y céntrica cafetería.
Cariño desmesurado. Allá lejos, la cosedora es cortejada. Ella corresponde a las palabras de su amado con sonrisas, lloros, gestos de bondad. Para mí quisiera una mujer que teje calcetines con tanto cariño.
Quizás sea demasiado fácil escribirlo. Pero pienso que debería haber contactado con la mujer de la bolsa. Preguntarle de dónde la ha sacado. Dónde ha comprado lo que en origen iba dentro de ella. O quién se la ha suministrado. No tan solo por los recuerdos que me ha proporcionado. Sino también por haberme permitido conocer, aún en una visión, a mi preciosa cosedora de calcetines.
by George R.
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