Si queréis saber qué es lo que hacía yo allí, debéis ser pacientes. Antes tengo que contaros qué es lo que hacían ellos. Gritaban, como energúmenos; como en una matanza de cerdos colectiva. Revolcaban sus cuerpos en un suelo compuesto por mullidas alfombras orientales de saldo. Se manchaban poco a poco, sin importarles; y menos importa decir de qué, o con qué. No sé quién los incitaba a reírse, pero ataques selectivos de salvaje y delirante risa sobrevolaban sobre aquella improvisada granja de seres humanos. La música que atronaba en el alfombrado salón era del mismo tipo que se suele escuchar en cualquier tienda del grupo Inditex; agotadora, especialmente compuesta para hacer desatar en nuestro cerebro la pura acción por la acción; o pagas, o te largas. Cualquier otra posibilidad, acaba contigo. Si la hubieran podido bailar, esta música, Bakunin y sus camaradas, otro gallo nos cantaría. Pero la máquina no llegó a tiempo. Y nosotros tampoco.
La cuidada iluminación hacía las veces de madre superiora en aquel convento salido de una novela de Matheson; añadiendo al conjunto un intenso olor a incienso. En un momento dado me tuve que apartar para que un reguero de sangre no me alcanzara en la pernera derecha del pantalón. Hacía calor. Todos sudábamos en abundancia. A pesar de ser verano, el sistema de calefacción de la mansión funcionaba a toda potencia. Fuera, en los prados adyacentes, hasta los gorriones escuchaban lo que ocurría dentro.
El cansancio empezó a hacer mella en los participantes. Ya no se movían con tantas ganas como al principio. Poco a poco, haciendo como que pensaban en un próximo movimiento, o cabriola, algunos hombres se quedaban tumbados por algunos segundos, exhaustos. Los gritos pasaron a ser rugidos. Aumentó el volumen de la música. Alguien lanzó un objeto contra uno de los ventanales. Ruido de cristales. Los tapices que adornaban las paredes, de terciopelo, ennegrecidos por el paso del tiempo, se mecían a su ritmo, ajenos al espectáculo que presenciaban. Las diversas herramientas que veía por doquier, —tenazas, sierras, martillos, destornilladores, consoladores—, iban perdiendo su utilidad. La sola fuerza humana se iba haciendo con el poder en la estancia. El olor a incienso se agudizó; como el humo que provocaba el lento consumir de las innumerables varillas que estaban a la vista.
De repente, como si se hubieran puesto todos de acuerdo, el ritmo de aquel baile de cuerpos se incrementó. Los rugidos pasaron a ser jadeos. Y algunos de los hombres, los que podían moverse por sus propios medios, empezaron a retirarse de la sala. Los demás, tumbados, esperaban nuevas órdenes.
Mi misión había acabado. Filmé lo mejor que pude.
Y ahora que estoy montando el material, delante vuestro, no dejo de preguntarme por qué aquellos hombres disfrutan con lo que hacen. En mi opinión, arriesgan demasiado. Abusan indolentemente de su juventud; y de su salud. Más les valdría beberse un par de botellas de güisqui, si lo que quieren es olvidar. O hacerse escoltas de seguridad en algún país de esos, si desean recordar gloriosas batallas en un lejano futuro. Sin embargo, les deben de pagar muy bien. Lo mismo da. Esperad a que salga a la venta el dvd. Por primera vez en vuestras vidas, podréis ver los únicos y auténticos entresijos del cerebro de un hombre.
by George R.
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