viernes, 9 de marzo de 2012

A Ver Qué

             El otro día salí del cine dándole vueltas a un comentario que había hecho un adolescente sobre la película, nada más acabar ésta. “¿Y esto es cine averqué? Pero si hasta tapándose uno los ojos …”.
“Sí, chaval”, pensé yo, “ya lo sé, hoy en día el cine averqué te puede parecer de lo más predecible”.  
Pero hubo una época en la que no lo fue.
Recuerdo como si fuera ayer el primer Seminario de Cine A Ver, que se celebró en la rebautizada San Trepastián tiempo ha. Todavía nadie se pone de acuerdo en un detalle: ¿fue un éxito o no? En mi opinión, lo fue.
Y todo empezó con cierta y maldita proyección en la XLIII Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, celebrada sólo un año antes.
El personal a cargo de la sala, reducido a mínimos esenciales (no había nadie en ella que se encargase de acomodar, ni de vender alcohol, ni de proyectar las películasesto último era tarea de un viejo ordenador). El director, desaparecido en combate; el público entregado, como siempre.
No me acuerdo del título, si soy sincero. Primera media hora del film; ni una gota de sangre para seguir amando; ni un grito, ni una teta. Llegamos a la hora, con las mongoloides hordas totalmente calladas, y lo que es peor, sobrias. Se sugiere en la historia que contemplamos un suicidio por amor en una íntima e interminable escena rodada entre multitud de castas sábanas y edredones. Vemos muchas tazas de café, y un secundario sirviente de la (escondida) pareja, adicto al pegamento Imedio (una de las empresas que pusieron pasta en aquella coproducción hispano-tailandesa).
Hora y media. El público empieza a ponerse de pie. Algunos se largan. Otros forman un corrillo que discute la idea de cómo un tipo como Von Trier llegó a ser conocido más allá de las fronteras danesas. Muchos se desesperan, se muerden las uñas, se alisan el cabello, se ríen como niños al ver, tras las cortinas de la sala, que la barra del bar sigue cerrada a cal y canto.
Y se acaba la inclasificable película. Abucheos, gritos; lo de siempre. Nada cambia en el ambiente de la Semana. La gente está contenta, mientras pide la dimisión del ordenador que ha hecho las veces de proyector. A casa. Una caña, quizás. Mañana será otro día.
Y lo que son las cosas; el poder de la colectividad y todo eso. La película gana el Premio del Público.

Así fue, y no de otra manera, como nació el género de cine A Ver (denominación que más tarde degeneraría en averqué).

La base psicológica, tan difícil de comprender para algunos, es bien simple. Si alguien se mete en una sala de cine en la que se anuncia (para ese mismo día y hora) un festival de cine erótico se sorprenderá bastante si se proyecta, por ejemplo, una historia acerca de unos misioneros cristianos intentando engañar a unos negritos de Tanzania. ¿O no? ¿Y si el guión acaba en una taimada orgía entre monjes y gorilas? Aquí está el quid. Damos por hecho la sangre, el miedo, la teta, la moralina, el coche que vuela. Al hijoputa que conquista, a la dama que se deja, al político corrupto, al obispo pederasta, al niño que empieza a dar asco de lo majo que es, etc, etc…

Por todo esto, de pura casualidad, se creó el cine A ver. Consiste en que el proyector de la sala (sea humano o no) juega al gato y al ratón con el público, eliminándose así la figura (totalmente innecesaria) del director del Festival, Semana, o Seminario que se tercie. Nadie sabe con lo que se va a encontrar. Y se dieron casos que pasaron a ser de manual de escuelas de cine.

Un grupo de estadistas del Lejano Oriente vio un documental sobre la pesca de la anchoa en el Cantábrico. Resultado: se hizo con toda la flota de Bermeo. Varios chavales de un instituto vieron durante horas las grabaciones de las cámaras de seguridad de un hipermercado. Resultado: nunca volvieron a entrar en uno. Una caterva de inmigrantes indocumentados logró colarse una vez para alcanzar a ver el último capítulo de una miniserie de televisión sobre la vida del Papa Negro. Resultado: se volvieron a sus respectivos países con la Palabra en la boca. Yo una tarde, en la que me habían dado plantón, me encontré con una película de John Carpenter. Resultado: casi me vuelvo loco.

Empezaron a surgir rumores. “Oye, que esta tarde ponen una porno en el salón de actos del ayuntamiento”, “Esta mañana he oído nombrar a Ruggero Deodato de boca de la secretaria del ambulatorio”, “Dicen que para el domingo por la tarde preparan un ciclo de pelis rodadas por terroristas japoneses”. Gente con información privilegiada siempre la ha habido.

La cosa se torció cuando a los americanos se les ocurrió copiar la idea (nada nuevo, por otra parte). Empezaron a estrenarse en salas no adheridas al movimiento A ver películas en las que ocurre de todo en hora y media. Un vergonzoso copiar y pegar de géneros y formatos (los guionistas terminaron por pedir limosna a la salida de los supermercados). Películas con noventa cortes de un minuto con todo tipo de escenas: sexo más o todavía más explícito, vacaciones en familia, extractos de discursos, manifestaciones, misas, persecuciones, decapitaciones, bodas, baños en el mar, recogida de la uva, despegue de aviones, El Padrino, el cambio de una rueda, confección de ropa, violaciones en grupo, fabricación de tanques, encierros de San Fermín, lecturas literarias, la matanza del cerdo, 2001, Odisea en el Espacio, cómo tender la colada, cómo extender la pomada. Un poco de todo, hasta noventa.

La idea cuajó. Llegó el cine Averqué.  Y los sanatorios empezaron a recibir incontables donaciones de películas rodadas a la vieja usanza. Nadie en su sano juicio puede soportar hoy en día una historia que dure más de un minuto. Y aún y todo, los chavales se quejan. ¡Caprichosos!

 Aunque les entiendo.

by George R.

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