martes, 29 de mayo de 2012

Here Comes A Raincloud


            Un día de estos debería revisar todo lo que llevo escrito hasta ahora en estas páginas repletas de insensateces, e intentar clasificar las entradas en diferentes categorías. Ahora mismo, la división que se me ocurre es dual, como casi siempre. Si se pone a leerme con un poco de atención, cualquier psiquiatra tendrá mucho trabajo ahorrado para su próxima investigación sobre la neurosis. Dejo pistas por todas partes. Soy como un perro meón, medio vagabundo, con el olfato cada vez peor. Es como pasar por delante de una panadería, disfrutar de los efluvios de la harina tostándose, y de repente, observar que la panadería no es tal. Y no lo es porque sé que nunca entraré en ella. 

            Siguiendo este curso de pensamientos, hay muchas cosas que no son tales, porque nunca llegaremos a disfrutar de ellas, aunque las tengamos enfrente de nuestros mismos hocicos. Digamos que ésta es una de las dos partes de la dualidad a la que me refería.

            La otra parte de la dualidad es evidente. Es lo que es, aunque en la realidad no exista. Los paisajes, por ejemplo. Uno, según se hace mayor, va construyéndose una serie de valles y montañas en su cabeza. En mi caso, la cima que domina la vista es la del monte Fuji-san. Y a su derecha, se asienta el Ben Nevis, y a su izquierda, el Txindoki. La nieve que cubre sus laderas es una mezcla proveniente de muchas partes.

            Y así para todo. Escribir no deja de ser un ejercicio de copiar en limpio (más o menos) una reflexión que siempre está en sucio, y en continua metamorfosis. Solo que pasa el tiempo, y éste no está para darnos cinco minutos más y repasar la redacción antes de entregarla al profe de Lite.


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            Paso a las recomendaciones. Quien sienta tanto como yo estos repentinos pinchazos existencialistas, religiosos, en el sentido que describo la realidad de la panadería de más arriba (ya la hemos superado, hemos doblado la esquina, y ahora nos encontramos con los olores a tinta fresca de una imprenta regentada por anarquistas), quizás pueda leer una novelita del inglés David Lodge llamada “Terapia”. En ésta se describe el existencialismo de Kierkegaard sin trampa ni cartón, con la ventaja de no tener que tocar ningún libro del escritor danés. Por cierto, Kierkegaard traducido al inglés significa “Graveyard”.

            En serio, un día de estos pido la nacionalidad británica, aduciendo que he leído mucha más literatura británica que española. [Idea para una próxima entrada: los pasaportes se expiden en función de criterios culturales, no geográficos. Si un señor tiene derecho a ser señora si se le pone en la polla, o en el futurible coño, ¿por qué no puedo yo cambiar mi nacionalidad, si demuestro que mis hormonas cerebrales me producen intensos sufrimientos, vejaciones, y estados de alteración nerviosa por el hecho de vivir en esta continua cagalera de país en el que me ha tocado nacer?].


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            Sigo en Gran Bretaña. Y voy con una chica escocesa.  Se llama Maggie O´Farrell. Su prosa es cotidiana, femenina, se fija en detalles que pasan desapercibidos para la mayoría de los chicos. Su novela es “The Vanishing Act of Esme Lennox”.


           


            O´Farrell rescata, no sé si conscientemente, la tradición de Ann Radcliffe, y esto ya son palabras mayores. Su novela bien puede considerarse como gótica. Sustituimos el castillo de Udolfo por un manicomio de los años cincuenta del siglo pasado. Y poco más. Lo demás se repite. Integrismo religioso, una violación, un bebé que aparece de no se sabe dónde, encarcelación de por vida de una chica inocente, una hermana que se lava las manos, unos padres que además de esto, se añaden a sí mismos una crema de protección contra la memoria de un factor casi infinito. O´Farrell añade su propia dosis de modernismo.

Si el Alzheimer hubiera existido a finales del siglo dieciocho, ¿qué no habrían podido escribir gentes como M.G. Lewis o C. R. Maturin? Monjes en plácido retiro espiritual, habiéndose olvidado completamente de su última y bien reciente tropelía, con su instrumento de castigo todavía fuera de su anacrónica cremallera.

            ¿Y qué decir de las imposiciones del mercado? Porque uno, una vez encerrado en el castillo de Udolfo, no puede esperar que éste se venga abajo así como así. Uno no sale vivo de Udolfo, si no está a bien con los señores del castillo. Sin embargo, en la novela de O´Farrell, nuestra heroína sale a la calle, es liberada del hospital psiquiátrico, por la única razón de que el gobierno ya no es capaz de hacer frente a los gastos que genera. Se deshacen de ella. Los motivos de su encerramiento están enterrados bajo el polvo que se ha generado en su informe en los sesenta años que se ha tirado dentro del hospital.


            Y para los que piensan que me alimento a base de guindillas con salsa de tabasco, copio aquí un pequeño extracto de la novela. La víctima, una chica de dieciséis años, es obligada a mantener una conversación con cierto chico de la misma parroquia. Sus padres quieren deshacerse de ella mediante un matrimonio de lo más conveniente. Todos reunidos en el salón, bebiendo té. 


            Esme began playing the game she often played with herself at times like this, looking over the room and working out how she might get round it without touching the floor. She could climb from the sofa to the low table and, from there, to the fender stool. Along that and then
            She realised her mother was looking at her, saying something.
            ´What was that?´Esme said.

           
            Una de las mejores definiciones que he leído sobre lo que es la inocencia. Aunque la pobre Esme se está metiendo en graves problemas por su comportamiento.



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            A continuación, una insólita fotografía que podría demostrar de una vez por todas la existencia de Dios (al menos en el que creen en Navarra). Ese Dios que nos echa una mano desde el cielo. Que nos ayuda. O que más bien se sigue ayudando. 

Y es tan grande, Padre. Tan grande que el bofetón duele incluso sin existir.




by George R.

martes, 15 de mayo de 2012

Gran Plaza Asimov


            Durante la tregua, se votó, y se aprobó por mayoría la propuesta. Se terminó por vender a peso la biblioteca. Enterita. Todos pudieron comer, a cambio, y con gran fruición, un generoso polo de fresa aquella calurosa tarde. Alguien se dio cuenta de que los envoltorios de los polos podrían a su vez ser vendidos. Su liviano peso quizás daría para otros tres o cuatro helados; a sortearse entre los perros que vigilaban el cumplimiento de la tregua. Así nos dejarían en paz un rato más. Pero, ¡a qué precio! Otro, al fijarse en el colorido envoltorio, comprobó que aquellos trozos de hielo rosado llevaban caducados más de seis meses. 

            Un Código Civil, apareció planeando por la Gran Plaza Asimov, y fue cortando, con sus afiladas hojas, varios y  sedientos cuellos. Los micrófonos cayeron al suelo.

            Alguien se levantó, sudando el derretido hielo que acababa de comer, y gritó: “¡Traición! ¡Devolvedme a Vonnegut!”.

            Y los que quedaban con vida, también se levantaron, y fueron al cercano almacén de papel. Lo saquearon. Descuartizaron el cuerpo del gusano comprador, que ya deglutía sin vergüenza la cubierta de una novela de Disch.

            Gracias a esta acción, la escuadrilla “Ballard” despegó y acabó en pocos segundos con los pesados y torpes Codigos Penales que empezaban a bombardear de nuevo la plaza.

            Los Tribunales disparaban a un ritmo infernal, desde sus cazas, muy parecidos a los antiguos Stuka nazis. Varios puestos de ametralladoras “Lem” cayeron con honor. Había escasez de granadas “Matheson”. La resistencia empezaba a debilitarse por momentos. No había suficiente artillería para contrarrestar la fuerza de las grandes editoriales de leyes, que usaban sus generosas ediciones para contrarrestar la agilidad de sus adversarios. 

            Un regimiento de cangrejos metálicos, cubiertos de nombres absurdos, la temida guardia socivil, avanzaba de culo sobre la planicie Asimov. Francotiradores partidarios de Cela, y de Vargas Llosa, tiraban a dar, con blancos fáciles, apostados desde los edificios que cercaban el lugar como una trampa. Apenas quedaban en el cielo aviones. La pequeña escuadrilla “Ballard” había pasado a la historia.

            Se habría perdido la guerra, sin duda, si no fuera por lo que ocurrió al anochecer. Un batallón de baldosas, el “Jonathan Swift”, resurgió de sus cenizas. Refrescadas por la acción de la noche, empezaron a despegarse del suelo. Lo que siguió fue, más que una revuelta, o una batalla, o una guerra, una metamorfosis. 

            El viejo papel editado a finales de los años setenta, y ochenta, empezó a lanzar granadas de humo “Aldiss”, capaces de hacer pulpa en pocos momentos al nuevo. Cayó el tanque Constitucional, explotando en mil pedazos en mitad de la plaza. Por fin, empezó a llover la negra tinta que nos había cogido por los huevos hasta entonces. Y, al amanecer, todos pudimos ver la Gran Plaza Asimov decorada con nubes que se transformaban en poemas de Gautier.

            Me fui a dormir tranquilo.

by George R.
           
           

viernes, 4 de mayo de 2012

En Espejo


Pampolona, 4 de Mayo de 2037.
Diario de NaBarro (edición Ángelus). 

            A más de uno le sorprenderá observar el formato de este artículo en la edición impresa de un periódico de gran tirada como es el nuestro; publicado en castellano. Sirva como homenaje y para recordar que hoy se celebra el 25 aniversario del “Gran Cambio”. Todos nos hemos acostumbrado a leer en Espejo, la lengua que sustituyó oficialmente al Castellano en los medios escritos. No hace tanto tiempo como nos parece. Y fíjense en lo complicado que era entonces para los periodistas expresar todas las noticias en el farragoso y extenuante idioma de Cervantes. Esto mismo que acaba de escribir un servidor de ustedes, no sin ciertos esfuerzos mentales, se resumiría en espejo, casi huelga escribirlo, así: aniversario espejo, lingüistas/historiadores, 80. 

            Como saben hasta los más pequeños de nuestras casas, el espejo no es sino la misma lengua que el castellano, pero con dramáticos cambios añadidos en cuanto a su productividad. Uno de los aspectos más notables de la metamorfosis lingüística del antiguo idioma se basó en el hecho de que fue la población, y no sus gobernantes, la que exigió a las cabezas pensantes del país una simplificación absoluta.

La clasificación del propio lenguaje únicamente en profesiones y temáticas generalistas es lo que caracteriza por encima de cualquier otro concepto a la lengua espejo. Esto ayuda sobremanera al lector indicándole en todo momento si vale la pena seguir leyendo, en cuanto a una serie de criterios establecidos democráticamente. Así, sólo los lingüistas o historiadores deberían estar interesados en este artículo (que escribo hoy, repito, en castellano como homenaje a aquel antiguo idioma, no se me asusten si no entienden lo que leen). Es responsabilidad del propio lector, que no es lingüista ni historiador seguir leyendo algo por lo que no debería sentirse atraído con una probabilidad del ochenta por ciento. La escueta y dulce cifra que guía al lector, como un gran faro en una larga noche de niebla sazonada con asesinos armados con guadañas, sobre sus posibilidades de fracaso, de insatisfacción en la lectura que experimentará si no es lo que se indica justo antes del redentor número.

Los inicios no fueron tan fáciles, por supuesto. En los primeros años de vida del espejo hubo innumerables confusiones, debidas a la falta de un acuerdo general. Algunas publicaciones añadían cifras de probabilidades de éxito con la lectura. Así, éstas se convertían en pasatiempos de lo más improductivos. Por ejemplo, cierto taxista, o carnicero, o concejal de ayuntamiento, podía fijarse en la siguiente frase: IPC, economistas/astrólogos, 90, y bien podía pensar que tenía ante sí un buen puñado de posibilidades de entretenerse con esta lectura, cuando en realidad era al revés. Otros editores referían sus números de probabilidad exclusivamente al tipo de usuario temático mencionado, olvidándose de los posibles disfrutes del resto de lectores. Por ejemplo, Windows, gilipollas, 99.

 Sin embargo, poco a poco, se consiguió llegar a unos usos y costumbres generalizados. Ya estamos habituados a leer libros que se resumen en una sola frase y probabilidad:  Policía, constructores/traficantes, 96. Bragas, voyeurs/sacerdotes, 50. Trabajo, ¿quién?, 92. Ballard, idealistas/autistas, 98. Árbol, ecologistas/atormentados 100. 

Para los que sigan entendiendo lo que escribo, déjenme que les cuente un secreto en castellano. Que nadie más se entere. Una exclusiva. El origen de la mítica ciudad de Carcosa (la de Bierce) se encuentra en las Bardenas Reales de nuestro Reino. El Ejército Español aduce prácticas de tiro cuando en realidad lo que desea es eliminar de una vez por todas al único habitante de Carcosa (que, como todos sabemos, está muerto desde hace más de quinientos años). Otra cosa es que sea un zombi.

Cumpliendo con el real decreto 101/2032, ofrecemos al lector el artículo que acaba de leer en la lengua oficial espejo:

Aniversario espejo, lingüistas/historiadores, 80.  Espera un momento, quizás sea mejor aburridos/alienados, 85. Decídete. Carcosa, friki, 95. Ejército, militares/enfermos mentales, 90. Hasta otra, amigos. 

Y no olviden lo más importante. Todas nuestras noticias, artículos de opinión y reportajes están a su disposición en su versión castellana, previo pago individualizado, a un precio imbatible.

by George R.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Rebelión En La Panza


            Diez de la mañana, Poultry Street, Farmy Land. Desde que he dejado mi habitación en Whitechapel han pasado ya más de noventa minutos. De los seis días que llevo peinando Londres, its streets and mews, he estado en otros tantos locales hosteleros, que deben cumplir necesariamente estas condiciones: ser amplios, poco concurridos (al menos en el momento en el que entro en ellos), y tener la posibilidad de acceder a un enchufe para escribir con mi portátil sin que su batería me dé problemas. Así, me resulta cada vez más difícil encontrar una cafetería que me resulte atractiva en esta ciudad. Este lugar, Farmy Land, supone un inesperado añadido en mi particular currículum de visitas londinenses. Tomarse un café con leche en una tienda de productos delicatesen es algo nuevo para mí. Fuera, prometen una hora feliz de doce a una, Greenwich time, needless to say. Dentro, varios mostradores atentan sin escrúpulos contra el bolsillo de la clientela, que por otra parte no es consciente de ello, o no le importa demasiado. Más allá, al fondo, donde me encuentro sentado, he visto varias mesas vacías, que en mi caso han servido de efecto llamada. Todo hay que decirlo: las dos camareras son preciosas. Seguramente galesas. Se las ve contentas y puras, manejándose entre salsas rosas y verdes con una gracia que ya no se encuentra entre los mejores abolengos de la propia Londres.         

Un par de señoras disfrutan de un desayuno solo apto para suicidas gastronómicos. Cuatro tostadas borrachas de mantequilla se van echando a perder según son introducidas en un colmado cuenco de té con leche. ¡Puaj! Una de ellas sujeta a un perrito marrón por la correa, que olisquea debajo de la mesa, mientras que le habla a su supuesta amiga, que a su vez, trata de que no se acerque demasiado el cerdito que lleva dentro. Cosa que no consigue, pues, de sus carnosos labios, escucho como cinco veces en dos minutos la palabra roast, con lo que me desconcentro del todo. Empiezo yo también a pensar en pastelillos de carne, y en chuletas de cordero. De todos es conocida la suprema habilidad que tiene per se el idioma inglés para aunar en una sola palabra definiciones que a la vez comprenden formas, sensaciones, sentimientos, alegorías, o incluso apologías. Los ingleses hablan casi en verso, sin saberlo. Y es mérito de la lengua, no nos confundamos. Algo así como espontáneo, y simultáneo. No deberíamos pensar que los ingleses son capaces de hacerlo por sí solos. Su simplicidad se lo impide; sin embargo es esta misma simplicidad la que consiguieron injertar en su lengua. Incomprehensible.

En realidad, estas dos señoras que tengo delante, al usar y abusar de la palabra roast lo que están haciendo es insultarse mutuamente. Pero con formas que ni el mismísimo Baudelaire. Algo así como: “Maldita cabrita gorda, en tu perra vida volverás a poder ponerte cerda de roast-beef si no es para morirte en el intento”, etc, etc…



Doce menos diez. Farmy Land. Se acerca la happy hour, y yo, como siempre, en vez de escribir, se me va el bolo en digresiones mentales que no me hacen ningún bien. Parece que esto se empieza a animar. Voy a tener que ir a pagar el café, y seguir a la caza de librerías de viejo. Las dos señoras ya se han marchado.



Tres y cuarto. Winston Smith´s Café. He tenido que entrar en una cafetería de cuarta (¿o de quinta?), para poder sosegarme un poco. ¡Vaya mañanita! Lo mejor de todo es que he encontrado una primera edición de Algernon Blackwood por un par de libras en un callejón cercano a Lime Street. Un chollito. El chaval que me la ha vendido, con cara de estar traficando con cables de cobre, me ha dado las gracias; señal de que las dos libras son para él. Punto y aparte. Y retorno de carro.

Vaya, vaya con Farmy Land. Al final me he tirado allí hasta las doce y diez. Simplemente observando el panorama. Iba a pagar el café. Me acerco a la barra. Las dos camareras, fuera, fumándose un cigarrillo. O parte de él. Me atiende una gigantesca y blanca forma humana, que posee un negrísimo rostro. En su inmaculado traje de cocinera lleva un pin con los cinco aros de las Olimpiadas londinenses convertidos en coloreadas cabezas de cerdo, algo que me ha resultado entrañable. Su gorro no es otra cosa que un inmenso cuerno. Me dispongo a dejar un billete de cinco libras sobre su… pezuña. Y es que realmente aquella cocinera me muestra una, que sospecho que es de plástico. Mientras yo la observo, la pezuña, ella, la cocinera, levanta la cabeza y se dispone a dar la bienvenida a la pequeña riada de empleados de la cercana Bolsa de Londres que se acerca al local. Las dos camareras ya han vuelto. Supongo que son ellas, las galesas, porque no las consigo reconocer. Ambas llevan una máscara que representa una oveja. Empiezo a preguntarme qué diablos pinto yo en ese local. Las dos bellas ovejas se ponen a retirar con inusitada rapidez los cartelitos que están hincados en los productos que se venden en el mostrador principal. Bandejas llenas de asados diferentes, básicamente. Sándwiches. Quesos. Zumos. Con movimientos que parecen una coreografía ensayada cientos de veces, las ovejas proceden a volver a colocar rótulos, diferentes a los que acabo de ver retirar, sobre los manjares a la vista de todos. Mientras, la negra disfrazada de blanca cerda saluda a la clientela, que se amontona a mi lado, con sus correspondientes maletines, y psicóticas conversaciones de periódico color salmón. Sencillamente, no puedo escuchar bien lo que se dicen entre ellos, pero sí lo que piden. 
One of beaten to death duck, please.
Creo haberlo entendido bien, y efectivamente, a diez libras se vende el sándwich de pato apaleado hasta la muerte. El cartelito me lo confirma. Una de las ovejas me devuelve el cambio.
Just one piece of gang-raped goat cheese, if you please.
Jóder, me giro con cara de asombro, y veo a un tipo que no debe pasar de los treinta. Si pide en público un trozo de queso de cabra violada en grupo, ¿qué es lo que no comerá en su casa? Treinta libras. Las ovejas obedecen, ofreciendo a su público justo lo mismo que venden en el local de enfrente, pero con unos preciosos (y bien cobrados) gramos añadidos de poesía. La cerda ha desaparecido de mi vista. Yo también me he largado, no sin antes sacar una foto. 




Holy Happy Hour.



by George R.