jueves, 20 de marzo de 2014

La Construcción De La Casa Usher

Durante el otoño del año pasado, me dio por escribir una versión de "La Caída De La Casa Usher".

Cogí el relato de Poe, y manteniendo toda su carcasa, intenté darle una vuelta de tuerca, por mi cuenta y riesgo, con todo lo que esto conlleva. Un ejercicio de necrofilia, por así decirlo. A más de uno le molestará que muestre aquí la obra de Poe agujereada, y acuchillada, habiendo estirado con tesón de los hilos salientes por donde me ha dado la gana. El poema lo he conservado original, pero acortado.

A gente como Kopri o Paidox les ha gustado. De otro, gran seguidor de Poe, no sé nada. Quizá se haya enfadado. Qué más da.


Con el máximo respeto a Poe, aquí va:





La Construcción De La Casa Usher 


Son cerveau est une guitare insouciante;
Sitôt qu'on le touche, il jouit.
 -De Comminges

Durante todo un día de verano, alegre, claro, ruidoso, con pequeñas y ligeras nubes escapándose por los confines del cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente luminosa del país; y, al fin, al acercarse la graciosa noche, me encontré a la vista de la ilusionante Casa Usher. No sé cómo fue, pero tras el primer vistazo que eché al edificio en ciernes invadió mi espíritu un sentimiento de tremendo alborozo. Digo tremendo porque no lo disminuía ninguno de esos sentimientos desagradables, por ser cotidianos, con los cuales recibe el espíritu aun las más bellas imágenes naturales de lo que está en floración. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, sus ventanas diseñadas a la manera de atractivos ojos, los largos y sensuales juncos, los fuertes troncos de árboles sanos y aguerridos- con un excelente estado  de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al del comienzo de la sesión del fumador de opio, el dulce subidón más allá de la existencia cotidiana, el maravilloso desaparecer del velo. Una calidez, un vigor, un bienestar del corazón, un irremediable despertar mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de desánimo. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me alentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía sino intentar conservar los resplandecientes pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la satisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá aumentar su poder de impresión gozosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la suave orilla de un precioso estanque verde que extendía su brillo tranquilo junto a la futura mansión finalizada; y con un estremecimiento aún más excitante que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los gráciles juncos, de los recios troncos, de las seductoras ventanas.

En esa mansión de ilusión proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Acababa de recibir una carta suya desde una región distinta del país, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una necesidad física aguda, de un deseo mental que le oprimía y de un intenso interés por verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a mi reconfortante compañía, algún alivio a su excitación. La manera en que se me pidió este favor, de todo corazón, no me permitió vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.

Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Nada conocía, tampoco, sobre su misteriosa familia, de una nueva y como aparecida de la nada alcurnia. Él siempre se había destacado por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de años, en numerosas y elevadas concepciones. Recuerdo su vivo interés, ya de adolescente, por el concepto de fortaleza familiar. Y pensé que esta idea se mostraba en perfecto acuerdo con el carácter de la proyectada mansión, la que haría distinguirse a sus habitantes una vez ultimada.

He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi alegre fetichismo -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la sensata ley de todos los sentimientos que tienen como base el atrevimiento. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una atractiva fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera afín con el fresco aire del cielo, exhalada por los árboles enhiestos, por los lechosos muros, por el estanque silencioso, un vapor balsámico y místico, transparente, ligero, apenas perceptible, de color flotante.

Posándose sobre mi espíritu lo que parecía ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio, casi terminado. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva modernidad. Todavía muy lejos, aparecerían los primeros signos de la decoloración producida por el tiempo. Globos de colores se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto más tenía que ver con cierta forma de cortesía. No se habían terminado partes de la mampostería. Parecía haber una perfecta congruencia entre la adaptación de las partes y la disposición de cada piedra. Con estos evidentes indicios de prosperidad general, la casa transmitía inequívocas señales de estabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una concupiscente fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en un femenino zig-zag, hasta perderse en las transparentes aguas del estanque.

Mientras observaba estos hechos, cabalgué por una breve calzada hasta la misma casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un alborozado criado me condujo desde allí, en alegre silencio, a través de varios pasadizos intrincados, mas bien iluminados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, de forma natural, a avivar los precisos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los refulgentes tapices de las paredes, el blanco mármol de los pisos y los triunfales trofeos heráldicos que me saludaban a mi paso- eran cosas a las cuales estaba acostumbrado desde la infancia, me asombraban, por lo alcanzables, las fantasías que esas imágenes habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de franqueza y de solemnidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.

La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, anchas y redondeadas, y a una distancia tan cómoda del piso de blanca piedra, que resultaban de una practicidad absoluta. Enérgicos fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los decorados cristales y servían para diferenciar todos los objetos de la estancia; los ojos se posaban con facilidad sobre los más remotos ángulos del aposento, en los huecos del techo abovedado y esculpido. Sugestivos tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era delicado, limitado, moderno, recién estrenado. Había muchos libros e instrumentos musicales en cierto desorden, que sin embargo añadían mucha vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de entusiasmo. Un aire de valiente, profunda e irrechazable agitación lo envolvía y penetraba todo.

A mi entrada, Usher se incorporó de una butaca donde estaba sentado con cierta tensión y me recibió con calurosa vivacidad, que un poco tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo demasiado ocupado. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de ternura, en parte de envidia. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan poco, en un periodo tan largo, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir el rostro del ser vital que tenía ante mí, como el del compañero de mi adolescencia, dada su juventud. La tez lozana; los ojos, grandes, bellos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y carnosos, de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de un tipo de energía que nada tiene que ver con la moral impuesta; los cabellos, suaves y fuertes: estos rasgos y el limitado desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple descripción del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban una templanza tan grande, que me enorgullecí de la persona con quien estaba hablando. La palidez de la piel, el brillo de los ojos, por sobre todas las cosas me llamaron la atención y aun me sedujeron. El sedoso cabello, además, había crecido con cuidado y, como en su ordenada textura flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su apariencia con idea alguna de senectud.

En las maneras de mi amigo no me sorprendió no poder detectar incoherencias o  inconsistencias en su discurso, y pronto descubrí que todo esto era motivado por su fortaleza, y sus constantes intentos de dominar las débiles agitaciones que nos produce la vida cotidiana. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran rápidos y dominantes. Su voz pasaba de una rotunda resolución (cuando su espíritu vital parecía en completo éxtasis) a esa especie de prolijidad más relajada, esa manera de hablar suave, ligera, rápida, llena; a esa pronunciación clara, fluida, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el experto político o en el seductor incorregible durante los periodos de mayor excitación.

Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del placer que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su alteración. Era, dijo, un hecho constitucional y familiar, y esperaba hallar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una torpeza mórbida de los sentidos; engullía los alimentos más picantes sin inmutarse; podría vestir, si quisiera, ropas de cualquier tipo de calidad; los perfumes no le producían sensaciones dignas; aun la luz más fuerte no era capaz de hacerle cerrar los ojos, y sólo los sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, le causaban cierta curiosidad.

Vi que era un sumiso sometido a una suerte anormal de percepciones. "Sobreviviré -dijo-, tengo que sobrevivir a esta maravillosa locura. Así, así y no de otro modo me desarrollaré. Anhelo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta poderosa agitación. No me agrada el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el placer. Con esta motivación, en esta envidiable condición, lo que más siento es que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar este mundo en una torva lucha contra el fantasma del tiempo."

Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la nueva morada que ocupaba, de la que todavía no se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado elocuentes para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar empezaban a ejercer sobre su espíritu, decía, a fuerza de haberlas diseñado durante largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas de color carne y el resplandeciente estanque en el cual éstos se miraban iban produciendo, con el tiempo, en la moral de su existencia.

Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar alegría que así lo afectaba: la bella y consumada inocencia, la conversión evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su madurez -decía con una expresión que nunca podré olvidar- hará de mí el responsable del futuro de la raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de respeto, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada, sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido las manos entre sus piernas y sólo pude percibir que un color mayor que el habitual se extendía por sus dedos, por entre los cuales se filtraban apasionadas gotas de sudor.

La situación de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una permanente hiperactividad, un crecimiento gradual de su fisicidad y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente retrasado eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su particular estado, negándose a realizar cualquier reposo; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante de su situación, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería la primera de muchas para mí.

En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la excitación de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con deleite lo útil de mis intentos por alegrar mi propio espíritu.

Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos de bacanal resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo graciosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el maníaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable atractivo, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Dokimasia, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.

Una de las sensuales concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor adecuado y glorificante.

He hablado ya de ese estado entumecido del nervio auditivo que hacía igualar al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una renovada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón reinaba más y mejor sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio desencantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.

Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.

Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.



Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su bien ordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las blancas piedras de la nueva casa. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por las numerosas capas lechosas que las cubrían y los fuertes árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las vivas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas oportuna y vivificante influencia que había de modelar los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.

Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual de mi amigo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter sensorial. Estudiábamos juntos obras tales como el Banquete, de Platón; las Leges Juliae de Augusto, las Bucólicas de Virgilio, los Consejos de Tao Hongjing, el Manual de la Muchacha Cándida, el Kamasutra, la Hiftoria Generali Indiarum de Fray Pedro Martyr. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo con ciertos pasajes del Justine del Marqués de Sade, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo, y novísimo, libro gótico en cuarto -el manual de un loco por descubrir-, Galería Fúnebre De Historias Trágicas, Espectros y Sombras Ensangrentadas, de Agustín Pérez Zaragoza.

No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el excitado, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de ser una niña, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su ceremonial definitivo) en una de las plantas bajas del edificio, aún por estrenar. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito del estado de la nueva mujer, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la complicada situación en la propia casa del dormitorio de Usher. No he de negar que, cuando evoqué el bello aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.

A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos del secuestro temporario. Ya en la camilla, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cama donde lo depositamos (todavía envuelta en prendas protectoras) era grande, cómoda y desprovista de todo adorno superficial; situada justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi propio dormitorio. Evidentemente desempeñaría, en tiempos futuros, el oficio de cámara nupcial. La puerta, de hierro macizo, protegía el lugar con total seguridad. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, no producía chirrido alguno.

Una vez depositada la valiosa carga sobre el mullido colchón, en aquella región de placer, retiramos parcialmente hacia un lado la parte superior de las sábanas, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que ella y él eran algo más que hermanos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en ella, porque no podíamos mirarla sin que nos acercáramos demasiado a la eyaculación. El proceso que llevara a Madeline a su nuevo estado había dejado, como es frecuente en todas las mujeres de su edad, añadiendo su padecimiento estrictamente mental, la alegría de un fuerte rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, como de viciosa, que es tan atractiva a esas edades. Volvimos la sábana a su sitio, y asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, como flotando, hacia los aposentos más cotidianos de la parte superior de la casa.

Y entonces, transcurridos algunos días de impaciencia, sobrevino un cambio visible en las características del particular orden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. Su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más vivo, y la luminosidad de sus ojos seguía siendo tan fuerte como antes. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una variación trémula, como en el colmo del éxtasis, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún otro secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e ingeniosas divagaciones de la excitación, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me excitara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las atractivas influencias de sus idearios fantásticos y contagiosos.

Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en aquella suertuda cama, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del curvilíneo moblaje de la habitación, de los tapices rosáceos y bienolientes que, violentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían agradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un súcubo, mas no había llegado el momento todavía. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa luminosidad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de placer, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la extrema condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.

Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una brillantez estelar, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire algo me asustó, pero era preferible a la soledad que había soportado esa tarde, y acogí su presencia con alivio.

-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.

La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, muy luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la envolvía.

-¡Observa, observa! -dije, estremeciéndome de gusto, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. ¡Qué espectáculo! ¡Observa! Quizás tenga su maravilloso origen en las puras aguas del estanque. Abramos más ventanas; el aire está caliente y eso es precioso en una noche como esta. Aquí tienes uno de las peores libros que se han escrito. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos la noche.

El volumen que había tomado incluía una de las novelas cortas de Juan Pérez de Montalbán, La Mayor Confusión; lo había calificado de esa manera más por broma que en serio, porque era una obra con gran imaginación, y casaba bien con  la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba a mi alegre amigo pudiera hallar alivio aun en la exageración de la historia que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.

Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Casandra suspiraba por el amor a su hijo. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:

"Mas lo cierto era que Casandra tenía un amor secreto, tan injusto, que ella misma estaba con vergüenza de hablar de él; porque viendo en su propio hijo el entendimiento, el talle y la gallardía, se dejó vencer de un pensamiento tan liviano, que le vino a mirar con ánimo de gozarle deshonestamente. Estaba ya tan ciega, que no le daba lugar este deseo a que pensase en otras cosas, no quisiese divertirse a otros gustos. Y sin poder reducir a razón su apetito, se resolvió a llegar a los brazos de don Félix, cosa que aun imaginada ofende los oídos.”

Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusa, y precisamente, a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de vergüenza imaginada, de destrozo moral que Casandra pergeñaba en su interior. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:

"Nace mi desasosiego y poco gusto, ¡oh amiga Lisena!, de amar a un hombre, que con ser tan bueno como yo y estar cierta de que me quiere bien, es imposible pueda gozarme. Dirásme, ¿qué es la causa de hallar dificultad en lo que parece que no la tiene, y más habiendo igualdad y correspondencia de parte de entrambos?”.

Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido placentero, sofocado y aparentemente lejano, pero dulce, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural sentimiento de la madre, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y una extremada fogosidad, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato sobre Casandra, que decía así:

“Pues para sacarte desta duda, y también para que prevengas tu ingenio en mi remedio, óyeme un rato, aunque después te espantes de mi liviandad. Yo amo a mi propio hijo; yo adoro a don Félix, y esto de manera, que ha de costarme la vida el ver que no puedo ejecutar mi deseo. Yo he procurado estorbarme esta resolución; pero ni el ver que voy contra las leyes de la Naturaleza, ni el considerar que es un intento temerario, y sobre todo, saber que se ha de enojar el Cielo tan gravemente, ha sido bastante para olvidar este pensamiento.”

Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando un tremendo rayo cayó con todo su peso sobre la casa Usher, provocando un posterior eco, claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una ligereza propia de seres menores. Cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa viciosa tembló en sus labios, y comenzó a gritar, apresuradamente, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el enorme significado de sus palabras:

-¿No la oyes? Sí, yo la oigo y la he oído. No hace mucho tiempo, no hace ni unas horas, ni una… la he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, afortunado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La he poseído!¿No te dije que faltaba poco? Ahora te digo que escucho continuamente sus gozosos gritos de deleite. ¡Y ahora, esta noche, Casandra, ja, ja! ¡La cama medio rota, y el grito de placer del hermano, de la hermana, de los futuros padres de la familia Usher!... ¡Oh! ¿Te quedarás? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi egoísmo? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el ligero y pervertido latido de su corazón? ¡PRUDENTE AMIGO! -y aquí, en estado de éxtasis, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡PACIENTE AMIGO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA! ¡APROVÉCHATE DE ELLA!

Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y recién estrenados batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, estaba la alta y casi desnuda figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ligeras ropas blancas, y huellas de reciente placer en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en un violento espasmo lujurioso lo arrastró al suelo, maniatándole, víctima de un nuevo paroxismo carnal que ella había buscado con frenesí.

De aquel aposento, de aquella mansión apenas he vuelto a dejar sus confines. Aquella noche, continuaba la tormenta en toda su ira, y paseaba yo por uno de los tremendamente iluminados senderos que rodeaban la vasta casa. Aquella luminosidad provenía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura femenina casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver ante mí el excelso cuerpo de Madeline. Hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y el profundo y perfumado estanque se abrió ante nosotros, silencioso, ante los amos y señores de la Casa Usher.

FIN


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