sábado, 13 de octubre de 2012

Juan Benet (1927-1993) (II Parte) Una "Completada" Línea Incompleta


            Benet en su relato “Una línea incompleta” intercala un capítulo en lengua inglesa. A continuación, ofrezco la traducción de dicha parte (aunque de poco sirve si no se lee lo que sigue antes y después en lengua castellana).




Hablando de mi viejo amigo, debería aprovechar esta oportunidad para resaltar que no siempre fueron exitosos sus casos, ni incluso del todo resueltos, aún con su intervención. A menudo su escrupulosidad le conminó a demorar sus actividades, y poniendo a un lado el mero interés, ganancia u orgullo derivado del affair, también a refrenarse de llegar a una conclusión que a nadie iba a beneficiar. Incluso lo que se cuenta a continuación, apenas puede mostrar la firme disposición de mi amigo a tomar partido en una situación dificultosa, dejando de lado cualquier inconveniente o molestia.

            Está recogido en mis archivos como una desolada y lluviosa tarde de Marzo, algo afectada también por el sombrío y cínico espíritu de mi amigo. Como a menudo ocurría después de algún exitoso caso, él se había rendido a sus tendencias melancólicas, dando libre acceso a aquellos accesos neuróticos que eran haciendo uso de sus propias palabras la mejor defensa contra una completa caída. Su estado de salud era una continua preocupación para mí, siendo yo, con la excepción de la señora Hudson, en aquel tiempo, el único hombre en el mundo inquieto por un problema que era del menor interés para él, tan negligente y desdeñoso por todo que no era consciente de su importancia. En los días previos, el doctor Moore Agar, de la calle Harley, le había recomendado un completo cambio de aires y de escenario para evitar el colapso e incapacidad para cualquier tipo de trabajo que yo siempre estaba temiendo en un hombre imponiendo a sus capacidades mentales un ritmo permanentemente agotador. Él era un hombre de tremenda energía, capaz del mayor esfuerzo mental y físico, en el momento de  dedicarse a algún objetivo profesional; absolutamente infatigable. Pero, por la misma razón, cuando los casos eran escasos y sus sumarios poco interesantes, parecía tan indefenso como un niño ante la monotonía de la existencia, volviéndose hacia las drogas como una mejor y más suave medicina que aquellos y más mórbidos incentivos que nuestra enredada y beligerante sociedad le ofrecía.

Esa tarde, sentados ante el fuego, entre el zumbido del viento, llegaron los pisotones de las pezuñas de un caballo y el alargado rechino de una rueda según giraba contra el bordillo. Él se había sentado por unas horas, en silencio, con su larga y fina espalda curvada sobre una vasija de laboratorio, en la que estaba preparando un particularmente maloliente y extraño producto.
«Ahora», dijo él de repente, después de un corto y brusco vistazo a la calle, «disfrutará de la oportunidad de ver si las propuestas de este caballero concuerdan con sus planes».
«Por Dios, ¿a qué planes se refiere usted?», pregunté.
«A esos planes de viaje, por supuesto. Por lo que sé, este caballero puede proveerle con todo tipo de información acerca de aquellas áreas sureñas que usted tiene intención de visitar en mi compañía en las semanas venideras.»
«¿Cómo diablos lo sabe usted?» pregunté con perplejidad.
Él se dio la vuelta en su silla con un aire de divertimento en sus ojos profundamente asentados.
«Es bastante obvio que usted tuvo una cena, hace dos días, con su ilustre colega de la calle Harley. El final del puro que dejó aquí», dijo él, al tiempo que apuntó hacia el cenicero en el hogar, «no deja lugar a la duda de que nuestro común amigo, el doctor Moore Agar fue su compañero en esa cena. Créame, esos fumadores de puros son la gente más localizable de todo el mundo; hay tan pocos amantes de los Fonseca en este país que se pueden hacr una serie de inferencias a partir de los restos que dejan tan generosa y descuidadamente. Así, no es difícil encontrar una cercana conexión entre las profecías de mal agüero del Doctor Agar y su reciente curiosidad respecto a la geografía de los países latinos, monumentos, y clima… Pero aquí, a menos que esté confundido, está nuestro cliente, un hombre que combina su férrea voluntad con su expresión de sometimiento y timidez.»

Después de que sonara la campana, un paso firme se escuchó sobre las escaleras y un momento después, un hombre alto, recio, bien afeitado y vestido al estilo continental fue introducido en la habitación.
Poseía los bellos trazos de un latino despierto, con brillantes ojos claros, labios muy delgados y mejillas amarronadas, relacionadas con una existencia llevada lejos de las nieblas del Támesis. Parecía llevar consigo una emanación del fuerte y soleado viento de su tierra al entrar, pero algo en su conducta sus sensible dubitaciones, su erizado cabello, sus nerviosas, excitadas maneras decía de alguna infortunada experiencia que había disturbado su natural compostura y elegancia.
«Por favor, siéntese, señor Abrantes», dijo mi amigo, con una voz calmante. «¿Le puedo preguntar, en primer lugar, por qué usted ha venido a mí?»

Habló en un fluido pero poco convencional inglés que haré más gramatical por el bien de la narración.

«Bien, señor, no creo que sea un asunto que ataña a la policía, ni incluso a la policía española. Mas, cuando haya escuchado los hechos, admitirá que no puedo dejarlo donde está. De hecho, hasta antes de los últimos acontecimientos estaba bastante seguro de poder contar con las energías, los sacrificios y la persuasión necesarias para encontrar la solución que, desde el primer momento, yo estaba buscando. Pero nunca pude suponer que mi padre me guardaba tal odio, no sólo poniendo mi matrimonio en descrédito y llegando a ser mi más pertinaz adversario, sino también haciendo uso de su muerte para la broma más siniestra que nunca haya conocido.»

«Vamos, vamos, señor», dijo mi amigo. «Usted no puede caer en esta moderna costumbre de contar mal las historias desde el principio. Por favor, ordene sus pensamientos y hágame saber, en el orden adecuado, cuáles son exactamente esos acontecimientos que le enviaron a usted en busca de consejo y asistencia.»


[Nótese cómo juega Benet con la historia, de la mejor manera que se le antoja en cada momento. Le hace escuchar a su personaje, cuya esposa nos enteramos que ha muerto, que ordene sus ideas, y que cuente mejor su historia. Y mientras, el lector, él, no sabe ni por dónde anda. Según qué día tuviera Benet nos pone las cosas más o menos fáciles. Hay gente, mucha, que no soporta esto de alguien que parece que sólo escribe para jugar con la paciencia del personal. ¿Acaso no hacen esto todos los escritores? Sin embargo, en ocasiones Benet lleva el juego hasta sus límites. Hoy en día su actitud y templanza estaría condenada al tipo de blog que sólo leen gente como….]





Nuestro cliente se pasó la mano por la frente considerando la reprimenda como correcta. De su expresión y gestos pude ver que era un reservado pero voluntarioso y contenido hombre cercano a los treinta años, con una mota de orgullo en su naturaleza. Entonces, de repente, con un gesto fiero en sus apretados puños, como alguien que deja sus reservas a un lado, empezó.

«Como fue explicado en mi carta, he vivido en Inglaterra estos últimos años para conseguir mi título en minería y mineralogía en Loughborough. Al menos ésta es la convencional coartada que forjó mi padre para ocultar de la familia y vecinos su determinación para mantenerme lejos de mi casa y de mi país durante los cruciales años de formación; en otras palabras, mi padre consideró que yo no estaba preparado para llenar el hueco que él antes o después dejaría en su sociedad y negocios. Mi padre tiene sus sesenta y pico años y siente la necesidad de que todos en casa estén de acuerdo con él, no tolerando la más mínima diferencia de opinión o carácter. Me atrevo a decir que mi padre siempre se siente perdido conmigo; no soy el hijo que él esperaba o necesitaba, mi temperamento alegre y desenfadado que me llevó a una juventud llena de caprichos y desorden provocando un continuo desasosiego con él. Sé que usted es un hombre ocupado y su tiempo es demasiado precioso para ser malgastado con esta relación de tontas discusiones que se dan en todas las familias; debería decir, concluyendo el asunto, que el plan de mi padre, haciéndome vivir en este país para ganar experiencia en esta especie de exilio, para conseguir conocimientos prácticos, y ese sentido de orgullo y respetabilidad que mi familia valora, ha terminado por ser uno sabio, el más simple y económico para redirigir una personalidad echada a perder por amistades peligrosas y hábitos viciosos, para llevarme de nuevo a la correcta tradición de mi familia, para convenir con las rígidas normas de comportamiento y maneras de mi país. Me disculpo por esta explicación introductoria porque el problema empieza cuando, después de años de desacuerdo e indolente aislamiento, tratando de buscar con arrepentimiento y sinceridad mi propio acuerdo con mi gente, iba a encontrar los más insospechados obstáculos y reticencias en el mismo corazón de aquellos a los que elegí para facilitar mi vuelta, garantizada con un respetable matrimonio.»

En este momento nuestro joven cliente sollozó profundamente y su narración fue interrumpida de raíz. Se cogió sus manos en una agonía de aprensión y se movió de un lado para otro en su silla.

«Es por su propio bien, señor Abrantes», declaró mi amigo con su tono más persuasivo, «que usted debe evitar esas dramáticas transgresiones en su relato. No albergo dudas sobre las dolorosas emociones que usted soportó cuando le llegaron las noticias sobre su prometida, y estoy seguro que la racionalización del caso sería de gran ayuda si se encontrara un mitigante para su angustia. Ahora, si se siente un poco mejor, deberíamos estar agradecidos de escucharle hablar sobre lo que ocurrió en aquel horrible y último viaje a casa.»

Estando familiarizado con los métodos de mi amigo, no pude ocultar, tras el asombro de nuestro cliente, mi propia expresión de sorpresa.

«Sí, señor», continuó él, «como usted correctamente ha percibido hice el último viaje a mi país con un espíritu de prisa y aprensión, disuadido por malos agüeros, pero determinado como nunca lo  había estado a casarme con aquella mujer a pesar de la oposición de mi padre a la unión. Todo empezó el penúltimo año, durante aquellos días en uno de mis viajes a través de los bosques, en compañía de Miguel, un mozo de cuadra que vi por primera vez a la gente de La Montanza. La Montanza es una vieja y cochambrosa construcción en un estado de lastimosa ruina, que mi padre siempre ha codiciado por su condición y aislamiento; situada en una colina con una vista panorámica sobre el valle y prados del Torce, rodeada de castaños y arbustos de laurel, la casa no vale mucho pero la finca, junto con algo de tierra cultivable, incluye más de doscientas hectáreas de pobres e inútiles páramos haciendo frontera al norte con las laderas de Hurd y Mantua, y fue en los viejos tiempos un lugar codiciado por los cazadores de fortuna de Región, siempre en busca de un acceso fácil a la Sierra y a sus secretos y legendarios tesoros. Sorprendido por inusuales signos de presencia humana, supe del mozo que los casi olvidados propietarios, después de muchos años, habían regresado para poner la casa en orden en un esfuerzo por venderla a un precio razonable, una vez que los vagos sueños que la sierra había hecho concebir en las mentes más imaginativas se hubieran disuelto en el aire como el humo. Eran tres: el viejo, su hija y una criada; ella tenía entonces veintitantos años y siendo la heredera esperaba a alcanzar una cierta edad para manejárselas en la gestión de la finca. Lo único que hizo ganarme mi confianza hacia ellos, y que me sorprendió grandemente, se basa en el hecho de que durante aquellos días allí les llegué a conocer a ambos  y a su extraño destino. El viejo era de hecho su padrastro, que se casó con su madre embarazada sólo para dejarla en la tumba dos meses después, después de traer al mundo a la criatura. En La Montanza, aislados y rodeados por el desdén y hostilidad de muchos, se instalaron para llevar, rodeados de una cargada atmósfera y tapetes, una vida de soledad absoluta, encargándose de simples pero a menudo extravagantes quehaceres, y haciendo bien poco caso a los asuntos de sus vecinos. Sería injusto, señores, no confesar cómo desde el principio me sentí decepcionado con las insinuaciones sobre esta gente que escuchaba en mi casa, sospechando que todos aquellos cuentos sobre el hijo nacido y el comportamiento de la madre no eran más que invenciones que mi padre forjó sólo para esconder su participación en algún infame saqueo que mi país tan generosamente suele provocar. Pero en este caso, señores, debo admitir que estaba totalmente confundido. Después de hacer una corta visita a esta familia en La Montanza, sólo para satisfacer una curiosidad surgida por tantas habladurías, me impresioné por la atroz individualidad de ambos. Como he dicho, sólo vivían para sus pequeños quehaceres y después de viajar por todo el mundo a causa de su naturaleza independiente e inquieta, en todos los lugares luchando por la causa de la justicia y la libertad, su único deseo era ganar una pequeña cantidad de dinero para procurarse un lugar de tranquila reclusión. Como la mayoría de la gente que lleva una vida apartada, ella era tímida al principio, pero llegando a ser extremadamente comunicativa me dio muchos detalles sobre su niñez y juventud, explicándome los esfuerzos de su padrastro, día a día, en su larga lucha por la supervivencia de sus ideas disidentes. No necesito decir, caballeros, la anchura del horizonte que ella dibujó ante mis ojos; cómo por primera vez en mi vida sentí que existía un mundo de ideas y sentimientos más amplio y rico que todo lo que una vida tendente al vicio y al recreo puede ofrecer. Ella era una bella, resuelta y maravillosa mujer en todos los sentidos, con su etérea belleza de otro mundo, cuyos virginales pensamientos están puestos en lo alto, no muy posesiva externamente, pero con un generoso corazón dedicado a su padre. Fuimos muy amigos desde el día que llegué a La Montanza y ambos llegamos a tales términos que cualquier tarde podía dejarme caer por allí sin invitación. Con el tiempo pudimos disfrutar de muchos têtê à têtê su padre meditaba durante largas horas en las habitaciones de arriba y en muchos de ellos ella se pasaba el tiempo leyendo durante largas horas a los poetas que más amaba; ella me ayudó a entender mejor la poesía y la música, hasta que nuestra intimidad se convirtió en amor profundo, profundo y apasionado amor, tal amor como el que había soñado pero nunca esperado sentir.»

«¿Estábamos llegando gradualmente a esta conclusión, verdad?», dijo mi amigo volviéndose hacia mí, con una juguetona sonrisa. «Entiendo, señor Abrantes que existe algún otro desarrollo en el caso, si no, no me puedo imaginar la razón de su venida aquí en vez de hacer uso del sistema matrimonial de su propio país

Nuestro visitante volvió a sonreír con la timidez de un estudiante más que con la seguridad de un hombre de mundo y sus ojos se revolvieron en un esfuerzo para llenar el vacío de aislamiento y causticidad que rodeaba la saturnina figura de su interlocutor.

«Excúsenme, señores, por estos irrelevantes pero no sin base preliminares que he señalado sólo para dejar clara una situación tan endemoniadamente difícil, que ya no están en mi mano el control de los cabos de tan intrincada madeja. Todo empezó con mi oferta de matrimonio. La cual ella recibió con gran espíritu mas animándome a volver a Inglaterra para terminar mi carrera lo antes posible. La boda fue planeada para la siguiente Semana Santa, con mucho tiempo por delante para conseguir el título en Loughborough y para encontrar mientras tanto un comprador para La Montanza. Así lo hice, y volví a esta isla lleno de esperanzas y determinado a superar mis estudios con una resolución que nunca antes había sido capaz de lograr. Pero dos meses pasaron desde mi llegada cuando una carta de mi padre, llena de acusaciones y amenazas no dejaba lugar a la duda de que él estaba bien informado sobre los preparativos de mi boda. Hasta ahora, no sé, señores, quién fue el informador secreto de mi padre pero, aparte de mi hermana Eloísa que siempre ha sido mi confidente y a quien expliqué mis intenciones, no pudo ser otro que Miguel, el mozo, quien frecuentemente me acompañaba en mis visitas a La Montanza. La escribí todos los días, teniendo cuidado de no hacerle saber el conocimiento, y las ganas de reaccionar, de mi padre (mediante mi desheredación, casi seguro) pero dos meses más pasaron antes de que yo me alarmara por su repentino silencio, una introducción a la agonía que iba a sufrir las próximas semanas. Abreviando la historia, su padrastro finalmente me envió un detallado informe sobre la doble neumonía que ella sufría, instándome a permanecer tranquilo ya que estaba fuera de peligro, realizando tales maravillas tanto su constitución como su poder de voluntad, que contra los designios del doctor, ella se estaba recuperando rápidamente. Más tarde recibí su primera carta después de la enfermedad, mostrando su letra los signos de un tembloroso pulso, pero tan llena de optimismo y de un humor tan alegre, que todos mis temores y angustias desaparecieron, y me puse tan contento que pensé que ella, si quería, podría superar todos los obstáculos. Cuánto, señores, lamentaría esta traicionera confianza que me movió a dejar de lado mi sospecha y a rendirme a sus alegres protestas que ella protagonizaba sólo para ahorrarme la simple verdad sobre su completa consumición. Entonces, después de algunas semanas sin noticias caí en tal estado de desesperación que, corriendo a la estación de Charing Cross, regresé inmediatamente al continente no sin avisar a mi prometida para que ocultara mi llegada a mi padre y familiares. Pueden imaginar, señores, qué miedo y angustia sufrió mi corazón cuando había de descubrir cerradas y candadas las puertas y ventanas de La Montanza, junto con unas placas de una inmobiliaria en la puerta de entrada. Visité a todos sus conocidos y después de una semana de agonía llegué a saber que estaba enterrada en el cementerio de Macerta. Respecto al señor Queiles, su padrastro, después de que el terreno fuera vendido, desapareció, y nada más se llegó a escuchar de él. No tengo palabras, señores, para expresar mi pena, abatimiento y desolación; cuando, después de dejar un ramo de rosas en su anónima tumba, volví a Inglaterra no sólo para terminar mis estudios, sino también para buscar un lugar de descanso y recogimiento lejos de todos los que habían demostrado tal hostilidad hacia mi prometida. Pero entonces, dos semanas después de mi llegada a Loughborough, me llegó la primera de las cartas…»

En este punto de su relato percibí en el claro y atento rostro de mi amigo una repentina iluminación de sus inquisitivos ojos, un tensado en sus labios, y un estremecimiento en sus aletas nasales.

«Sí, señor. La primera era de mi padre, repitiendo las mismas amenazas y dándome las más severas instrucciones para suspender mi enlace si alguna vez deseaba ser considerado como su hijo. Entonces, más tarde, la primera de sus cartas…»
«¡Jesús!, ¿quiere usted decir una carta de su fallecida prometida?»
«Sí, señor. La más espantosa y repulsiva broma de la que he oído hablar, a no ser que mayores y más siniestros significados lleven consigo esos mensajes.»
Nuestro cliente sacó un manojo de cartas. Estaban atadas con un lazo rojo, los sobres estampados con sellos españoles y remitidos con una educada y maestra mano.
«Hay seis hasta ahora, alegres y confiadas como si nada hubiera ocurrido. Ella y digo «ella» por decir algo simplemente recuerda la enfermedad como una pasada pesadilla y escribe varios folios con los detalles de la boda, sólo lamentando, en las últimas, mi retraso y silencio; como la boda iba a celebrarse el mes que viene, ella expresa sus anhelos, urgiéndome a ir allí no más tarde que el diez de Abril. Verán por los sellos de expedición que las cartas fueron enviadas en Región, correctas en cuanto a orden y fecha; no hay indicios de falsificación o nada raro en ellas; el mismo estilo, la misma letra de ella. Pero, créanme, caballeros, no puedo reunir el coraje suficiente como para ir allí de nuevo y desentrañar esta horrible madeja. Siento que estoy fuera de mis cabales, sin ya saber lo que es la realidad. ¿Fue, quizás, su muerte una mera pesadilla? ¡No, por Dios, no!»

***

Cuando nuestra visita nos dejó, mi amigo se sentó tanto tiempo pensando profundamente que me pareció que se había olvidado de mi presencia. Una vez murmuró para sí: «Ha metido la pata de la manera más tonta y bien debería reconocerlo» y, por fin, volvió bruscamente a este mundo.
«Dijiste algo sobre la necesidad de un cambio», susurró mi compañero. «Déjame sugerirte este: ¿qué tal Región? Billetes de primera, residir temporalmente en una mansión feudal. Me apuesto a decir que ese olvidado país está lleno de intereses, tanto desde el punto de visto geológico como arqueológico. Y, algo no menos importante, mucho tiempo libre para redirigir el espíritu y hacer anotaciones y correcciones sobre esa monografía sobre los motetes polifónicos de Lassus que los expertos me urgen a imprimir  aunque sólo sea de manera privada no más tarde del próximo otoño. Y el mejor momento para empezar con esos ensayos sobre las somatizaciones, un tema de lo más adecuado a las presentes circunstancias. Te pregunto, ¿por qué no?, ¿qué tal Región?»






Aquí termina la parte en lengua inglesa de la terrible historia que escribe Benet, hay que suponer que a mediados de la década de los años setenta del siglo pasado. Espero que algún futuro lector de “Una línea incompleta” se beneficie de esta  traducción amateur. Aunque a mí me basta, como satisfacción personal, el haber recordado de nuevo el genial argumento del cuento, que deja, es un decir, a “Otra vuelta de tuerca” por los suelos, como si fuera un juego de niños tendentes al idiotismo. Benet construye una trama de un goticismo insuperable en la que mezcla tal cantidad de elementos que es difícil de discernirlos con la cabeza fría, antes, o después de leer el relato. Sin embargo, mientras se lee el relato, uno vuelve a Región, a esa mansión feudal, contempla el rostro del padre taxativo, del hijo, una vez vicioso, ahora reencaminado hacia el amor a su prometida, de ésta, y de su padrastro. Y sobre todo el de esa pareja de viajeros ingleses realmente ajenos a todo el penoso drama que discurre en un país para ellos extranjero que es una especie de reino antiguo, folclórico, y, no lo olvidemos, repleto de potenciales riquezas, de las que se pueden beneficiar.
Benet embarulla al lector con una serie de pistas que ofrece sin orden ni concierto. No le interesa relatar en un orden preciso, ni siquiera que el lector se entere de lo que ocurre, dejándolo casi todo en el aire. Él quiere conseguir un efecto. Algunos, quizás muchos lectores, lo tachen de máxima pedantería al escribir una parte del relato en inglés, lengua que en los españoles años setenta apenas manejaría una minoría (habría que analizar aparte, la calidad de su inglés, y los tejemanejes que evidentemente se trae con esta lengua que maneja con soberana soltura, y que sería más trabajo de algún filólogo británico que español) y el efecto que consigue es de máximo rechazo. Buen pedante es quien puede, no quien quiere, por otro lado. Otros lectores pueden entender su anglofilia, pero no sus ganas de liar la vida al personal lector (y eso que esta historia no es de las más intrincadas que escribió). En mi caso, Benet consigue el efecto de dejarme patidifuso por su maestría al sugerir, repito, sugerir, la decadencia moral y material de parte del adn cultural que lleva dentro de sí, como herencia turbia de su particular historia, todo español de aquella (y de esta) época.
Y añadir por último que la propia historia posee tanta fuerza que hace que sea un cuento maestro. La idea de seguir recibiendo cartas de una amada a quien se cree muerta y enterrada es de por sí de lo más regocijante en el mundo de la literatura fantástica y de terror.

by George R.

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