martes, 22 de octubre de 2013

La Pegatina


Octubre. 2113. España. 

Volvamos 100 años atrás. Por aquellos tiempos, se vivía el periodo que en nuestros días se califica como el de la famosa fragmentación (los historiadores lo sitúan más exactamente entre los años 2001 y 2018).

Evidentemente, sus causas y efectos se daban en el resto de Europa. Se ha dicho y repetido mucho estos días, pero lo indicaremos una vez más. Aquella fragmentación general que se produjo en los comienzos del siglo XXI no fue sino una repetición histórica: equivalente como proceso a la Primera Guerra Mundial, o a las Revoluciones de 1848.

Uno repasa la prensa de aquellos días, navega por sus archivos sociales, visiona documentos reales. Y se da cuenta de que dos de los elementos que siempre han acompañado al Hombre desde su origen son su propia ingenuidad, y el de la suerte.

Al parecer, estaba entonces de moda la idea de emprender por cuenta propia (un efecto más del proceso de fragmentación). Oficialmente, se vendía la idea de que si uno se declaraba públicamente como emprendedor, su vida se encauzaba de forma automática. Una especie de anarquismo económico forzado. Realmente, se instaba a la población a auto-complacerse en términos económicos, es decir, se le abandonaba a su suerte.

Y muchos creyeron en la idea. Se consideraron emprendedores. En el registro de la época, hay largas listas detalladas. Algunos ejemplos: a alguien se le ocurrió vender el gas que su propio cuerpo producía. Otro dedujo que si se ponía a contar los aviones que pasaban todos los días por encima de su casa, podría vender sus servicios de contador en el aeropuerto local. Una chica pensaba ganarse la vida leyendo los libros que otros no podían leer. Uno quiso hacer de rueda en los coches que tenían un reventón o pinchazo en plena autopista, prometiendo una velocidad media de dos kilómetros por hora. Otro quiso hacer de árbol de Navidad en verano. Y así. Todos con un auténtico espíritu de superación.

Pero voy a dedicar mi tiempo y espacio a un caso en concreto que me ha llamado la atención. Se trata de un chico de veintidós años, Miguel, que tuvo la siguiente idea: llevar puestas camisetas-anuncio.

Al menos, ésta fue su primera opción. Uno llegaba a su local (situado en el centro de la ciudad, bien limpito y ordenado), le daban una camiseta con un gran anuncio estampado cualquiera (por la parte delantera y trasera), y si prometía pasearla un par de horas, a la vuelta de su paseo, se le entregaba una moneda de un euro.

Pocos soportaban más de una hora, por razones de vergüenza, y se conformaban con los cincuenta céntimos que les correspondía. Y todo esto, si el clima permitía vestir solo con camiseta. La experiencia fue un desastre. Las compañías que se  anunciaban se lavaron las manos. Miguel perdió todo su patrimonio. Y se enfadó con el mundo.

Comenzó a pensar en por qué había fallado su negocio. ¿Cómo se podía comprobar que el paseante realmente paseaba el anuncio? Éste era su peor dilema. Aparte, el clima, el sudor, y lo que poco que se fijaba por aquel entonces la ciudadanía en los mensajes de las camisetas de sus paisanos.

Así que pensó en una solución más global. Hiciera buen o mal tiempo, el anuncio debía verse. Rebuscando en la Sagrada Red, dio con la pegatina. Made in China, of course. Hecha de un nuevo plástico que no causaba daños a ningún tipo de tejido, utilizable por ambos lados de su superficie. Se podía adherir tanto a prendas hechas con fibra, como de algodón, angora, lana, o cualquier otro tipo de tejido. Se quitaba y se ponía con mucha facilidad.

Además, tenía sus particularidades. Era reflectante, por lo que se podía ver el anuncio por las oscuras calles. Y su mejor cualidad era la siguiente: su composición se decoloraba por el triple efecto del viento, de la luz, y de la contaminación del aire respirable; así, de golpe, tras un rato de uso (entre dos y tres horas). Es decir, una pegatina a todos los efectos inútil, pero que a Miguel le vino muy bien para su negocio. El anuncio-paseante si quería cobrar tenía que volver a la tienda con su anuncio decolorado. Lo que quería decir que realmente lo había paseado por la ciudad un tiempo determinado. Porque si la pegatina se dejaba dentro de un armario, no cambiaba de color (en un armario no hay corrientes de aire, ni este aire es el mismo que el que se respira en la calle). Se podía dejar la prenda a la luz del sol, en un balcón. Pero no colaba, porque la pegatina solo se decoloraba de un lado (no se cobraba nada en este caso).

Empezó a entrar dinero en caja. Cada vez más empresas se ofrecían para introducir sus productos en la campaña de pegatinas-anuncio. Con este nuevo avance, Miguel pensó que su negocio iba a prosperar. Y eso que pagaba a tocateja a los hombres y mujeres-anuncio.

Hasta que a los dos meses recibió la factura de su proveedor chino de pegatinas. Algo desorbitado. Cada una costaba prácticamente una miseria, pero Miguel nunca pensó en que para introducirlas en Europa había que pagar un arancel del 1000%. Es decir, debía cotizar en Aduanas 10 veces su valor, cuando él, según sus cálculos, se había conformado con un beneficio unitario que triplicaba el valor de la pegatina.

En resumen, un desastre. Pero nadie le dijo nada en la oficina de emprendedores.
Por segunda vez arruinado, Miguel optó por convertirse en dispositivo unitario alejado del mundanal ruido. Es decir, en uno más. Y, en adelante, nada se sabe de él.

Por el contrario, hay un tal Fernando que aparece en los mismos registros, dos meses después. Justo el día en que desapareció el citado arancel, Fernando dio de alta su actividad. Nunca se sabrá el motivo de tal coincidencia. Y este joven emprendedor pasó a la historia como una gran figura a tener en cuenta en el mundo de la empresa. Y se hizo rico. Y más con el comienzo de los pechos-anuncio y espaldas-anuncio.

Aquellas pegatinas destrozaron la piel de muchos (y muchas) desgraciados, pero esto ya es otra historia que contaré en otro momento.

by George R.

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