Octubre. 2113. España.
Volvamos 100 años atrás. Por aquellos tiempos, se vivía el
periodo que en nuestros días se califica como el de la famosa fragmentación (los historiadores lo
sitúan más exactamente entre los años 2001 y 2018).
Evidentemente, sus causas y efectos se daban en el resto de
Europa. Se ha dicho y repetido mucho estos días, pero lo indicaremos una vez
más. Aquella fragmentación general que se produjo en los comienzos del siglo
XXI no fue sino una repetición histórica: equivalente como proceso a la Primera
Guerra Mundial, o a las Revoluciones de 1848.
Uno repasa la prensa de aquellos días, navega por sus
archivos sociales, visiona documentos reales. Y se da cuenta de que dos de los
elementos que siempre han acompañado al Hombre desde su origen son su propia
ingenuidad, y el de la suerte.
Al parecer, estaba entonces de moda la idea de emprender por
cuenta propia (un efecto más del proceso de fragmentación). Oficialmente, se
vendía la idea de que si uno se declaraba públicamente como emprendedor, su
vida se encauzaba de forma automática. Una especie de anarquismo económico
forzado. Realmente, se instaba a la población a auto-complacerse en términos
económicos, es decir, se le abandonaba a su suerte.
Y muchos creyeron en la idea. Se consideraron emprendedores.
En el registro de la época, hay largas listas detalladas. Algunos ejemplos: a
alguien se le ocurrió vender el gas que su propio cuerpo producía. Otro dedujo
que si se ponía a contar los aviones que pasaban todos los días por encima de
su casa, podría vender sus servicios de contador en el aeropuerto local. Una
chica pensaba ganarse la vida leyendo los libros que otros no podían leer. Uno
quiso hacer de rueda en los coches que tenían un reventón o pinchazo en plena
autopista, prometiendo una velocidad media de dos kilómetros por hora. Otro
quiso hacer de árbol de Navidad en verano. Y así. Todos con un auténtico
espíritu de superación.
Pero voy a dedicar mi tiempo y espacio a un caso en concreto
que me ha llamado la atención. Se trata de un chico de veintidós años, Miguel,
que tuvo la siguiente idea: llevar puestas camisetas-anuncio.
Al menos, ésta fue su primera opción. Uno llegaba a su local
(situado en el centro de la ciudad, bien limpito y ordenado), le daban una
camiseta con un gran anuncio estampado cualquiera (por la parte delantera y
trasera), y si prometía pasearla un par de horas, a la vuelta de su paseo, se
le entregaba una moneda de un euro.
Pocos soportaban más de una hora, por razones de vergüenza, y
se conformaban con los cincuenta céntimos que les correspondía. Y todo esto, si
el clima permitía vestir solo con camiseta. La experiencia fue un desastre. Las
compañías que se anunciaban se lavaron
las manos. Miguel perdió todo su patrimonio. Y se enfadó con el mundo.
Comenzó a pensar en por qué había fallado su negocio. ¿Cómo
se podía comprobar que el paseante realmente paseaba el anuncio? Éste era su
peor dilema. Aparte, el clima, el sudor, y lo que poco que se fijaba por aquel
entonces la ciudadanía en los mensajes de las camisetas de sus paisanos.
Así que pensó en una solución más global. Hiciera buen o mal
tiempo, el anuncio debía verse. Rebuscando en la Sagrada Red, dio con la pegatina.
Made in China, of course. Hecha de un
nuevo plástico que no causaba daños a ningún tipo de tejido, utilizable por
ambos lados de su superficie. Se podía adherir tanto a prendas hechas con
fibra, como de algodón, angora, lana, o cualquier otro tipo de tejido. Se
quitaba y se ponía con mucha facilidad.
Además, tenía sus particularidades. Era reflectante, por lo
que se podía ver el anuncio por las oscuras calles. Y su mejor cualidad era la
siguiente: su composición se decoloraba por el triple efecto del viento, de la
luz, y de la contaminación del aire respirable; así, de golpe, tras un rato de
uso (entre dos y tres horas). Es decir, una pegatina a todos los efectos
inútil, pero que a Miguel le vino muy bien para su negocio. El anuncio-paseante
si quería cobrar tenía que volver a la tienda con su anuncio decolorado. Lo que
quería decir que realmente lo había paseado por la ciudad un tiempo
determinado. Porque si la pegatina se dejaba dentro de un armario, no cambiaba
de color (en un armario no hay corrientes de aire, ni este aire es el mismo que
el que se respira en la calle). Se podía dejar la prenda a la luz del sol, en
un balcón. Pero no colaba, porque la pegatina solo se decoloraba de un lado (no
se cobraba nada en este caso).
Empezó a entrar dinero en caja. Cada vez más empresas se
ofrecían para introducir sus productos en la campaña de pegatinas-anuncio. Con
este nuevo avance, Miguel pensó que su negocio iba a prosperar. Y eso que
pagaba a tocateja a los hombres y mujeres-anuncio.
Hasta que a los dos meses recibió la factura de su proveedor
chino de pegatinas. Algo desorbitado. Cada una costaba prácticamente una
miseria, pero Miguel nunca pensó en que para introducirlas en Europa había que
pagar un arancel del 1000%. Es decir, debía cotizar en Aduanas 10 veces su
valor, cuando él, según sus cálculos, se había conformado con un beneficio unitario
que triplicaba el valor de la pegatina.
En resumen, un desastre. Pero nadie le dijo nada en la
oficina de emprendedores.
Por segunda vez arruinado, Miguel optó por convertirse en
dispositivo unitario alejado del mundanal ruido. Es decir, en uno más. Y, en
adelante, nada se sabe de él.
Por el contrario, hay un tal Fernando que aparece en los
mismos registros, dos meses después. Justo el día en que desapareció el citado
arancel, Fernando dio de alta su actividad. Nunca se sabrá el motivo de tal
coincidencia. Y este joven emprendedor pasó a la historia como una gran figura
a tener en cuenta en el mundo de la empresa. Y se hizo rico. Y más con el
comienzo de los pechos-anuncio y espaldas-anuncio.
Aquellas pegatinas destrozaron la piel de muchos (y muchas)
desgraciados, pero esto ya es otra historia que contaré en otro momento.
by George R.
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