El próximo 5 de Enero, —en
esa víspera de antiguos regalos y caprichos a domicilio y presentes ráfagas de
francotiradores desde la distancia de un balcón vecino—, se cumplen 20 años del fallecimiento de Juan
Benet.
Últimamente
he estado leyendo el segundo volumen de sus cuentos completos, —un librito de Alianza
Editorial (LB 650), en triste fase otoñal—,
y tengo que reconocer que no volveré a leer a Benet por un tiempo, porque
supone un esfuerzo vital considerable. ¡Aviso! Benet como autor de alguna
manera te vampiriza. Pero todo debe ser como debe ser: en el fondo, uno ofrece
el cuello con gusto, aunque suponga cansancio y tristeza posterior. No se puede
leerle de otra manera.
“El aire de
un crimen” (1980) es su novela más accesible, y aún y todo, leerla también
requiere de un serio amor por la lectura.
Benet comienza su carrera como
escritor en 1967, con “Volverás a Región”. Región.
El ficticio condado de Yoknapatawpha,
creado por Faulkner debería ser mítico para todo estadounidense (al menos
sureño), porque supongo que muchos, sino todos, podrían reconocerse en él. En
verdad que no tengo ni idea de si esto es cierto. Y es posible que nunca lo
llegue a saber, porque nunca he leído a Faulkner, y al paso que voy, dudo que
pase mucho tiempo en Yoknapatawpha, leyendo mitos que no me interesan en lo más
mínimo, por mucho que estén tan bien escritos como dicen. Además, me parece
mucho más sano leer a Mark Twain. Sin embargo, leyendo a Benet me doy cuenta de
que si yo me reconozco como lejano pariente de Región, bien lo pueden hacer los
sureños como habitantes de Yoknapatawpha.
Benet, como supongo que Faulkner, tiene un sentido del humor muy desarrollado. Tendría que haber
empezado por aquí. Un escritor sin sentido del humor es difícil que llegue a
publicar, a no ser que sea dueño de una editorial, o se llame Yukio Mishima.
Con “Una Línea Incompleta”,
ayudándose de una trama gótica, y de un par de extrañísimos viajeros ingleses
(para la época), escribe un impresionante cuento de miedo. De esos que deberían
aparecer en las antologías. Y seguramente no se edita de esta manera (que yo
sepa) porque los demás relatos quedarían como simples cuentos de miedo. Pero
Benet aporta algo más: exige un esfuerzo añadido.
La prosa de
Benet es complicada, y todavía más: por momentos, no se puede discernir
exactamente qué es lo que quiere contar. Terminado este volumen de relatos, con
algunos uno se queda con la sensación de que no acaba de entender qué es lo que
ocurre (o ha ocurrido). Quizás sea mejor así.
Tendría que
usar por segunda vez el adjetivo “extrañísimo” para intentar describir el
argumento que se cuenta en “Reichenau”. Y es que es tan singular la atmósfera
que crea Benet para sus historias, sacadas de un lugar que (aunque) nunca
existió, (aunque) está presente en nuestra memoria colectiva. En “Reichenau” se
produce un efecto final que se puede comparar, sin tapujos, al de “El Corazón
Delator”. Un soberbio cuento de miedo sensorial (por decir algo) con un manejo
tal de la lengua castellana que uno, —habiendo
sido Benet acusado tantas veces de herejía literaria—, lo intentaría salvar como sea de la hoguera de
la modernidad.
Respecto a
esa citada memoria colectiva, término tan de moda hoy en día, lo que provoca en
nuestra mente la lectura de los relatos de Benet pienso que debería definirse
de otra manera. No se trata de la memoria. Es lo que describe el propio Benet
en el siguiente y magistral párrafo, de
una sola frase, extraído de “El Demonio de la Paridad” (que a su vez bien
podría ser una puesta al día de “El Demonio de la Perversidad”):
“Fue una
impresión fugaz y permanente a la vez, una de esas instantáneas revelaciones
cuyo influjo no se puede medir en el momento en que se producen, pero que —aunque la memoria no la
reconozca así— han de
dejar en el conocimiento la huella de una forma (o una informa) que le
condiciona: fue el saludo del jefe, el modo con que abrió la puerta y dijo al
taxista «a
casa»,
la precedencia con que se introdujo en el corredor en penumbra para atisbar
desde el umbral de la puerta de la alcoba el estado de la enferma y la mirada
que le devolvió —una vez
tranquilo al comprobar la serenidad del sueño—
para que dejara sus bártulos en el cuarto de trabajo, haciendo el menor ruido
posible, como si diez días hubieran bastado para restablecer su jerarquía de
marido y devolverle a su condición de segundón respecto a la mujer, a la casa e
incluso al pueblo que él había elegido y habitado durante años, haciendo
tambalearse toda una época que —si
bien había presentado algunos síntomas y grietas de inestabilidad local, hasta
entonces no había hecho temer una ruina inminente—
sin causa aparente tenía que derrumbarse para convertirse —como el montón de escombros
que en sí está formado con los mismos materiales, con pérdida de forma, que el
edificio hundido— en un
conjunto sin orden de objetos y recuerdos que causan estragos en la memoria,
invaden el espacio de los hábitos, rompen y dislocan el sentimiento de la
duración, arrastrando consigo en su caída a la voluntad que los ordenara y no a
causa de la aniquilación, sino precisamente por su escorada, estupefacta e
injuriada supervivencia en un caos donde hasta la identificación resulta
imposible”.
Tanto en la
forma como en el fondo, este párrafo describe a Benet de la mejor manera posible.
En mi humilde opinión.
by George R.
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