Benet en su relato “Una línea incompleta”
intercala un capítulo en lengua inglesa. A continuación, ofrezco la traducción
de dicha parte (aunque de poco sirve si no se lee lo que sigue antes y después
en lengua castellana).
Hablando de mi viejo amigo, debería
aprovechar esta oportunidad para resaltar que no siempre fueron exitosos sus
casos, ni incluso del todo resueltos, aún con su intervención. A menudo su
escrupulosidad le conminó a demorar sus actividades, y poniendo a un lado el
mero interés, ganancia u orgullo derivado del affair, también a refrenarse de llegar a una conclusión que a nadie
iba a beneficiar. Incluso lo que se cuenta a continuación, apenas puede mostrar
la firme disposición de mi amigo a tomar partido en una situación dificultosa,
dejando de lado cualquier inconveniente o molestia.
Está
recogido en mis archivos como una desolada y lluviosa tarde de Marzo, algo
afectada también por el sombrío y cínico espíritu de mi amigo. Como a menudo
ocurría después de algún exitoso caso, él se había rendido a sus tendencias
melancólicas, dando libre acceso a aquellos accesos neuróticos que eran —haciendo uso de sus propias
palabras— la mejor
defensa contra una completa caída. Su estado de salud era una continua
preocupación para mí, siendo yo, con la excepción de la señora Hudson, en aquel
tiempo, el único hombre en el mundo inquieto por un problema que era del menor
interés para él, tan negligente y desdeñoso por todo que no era consciente de
su importancia. En los días previos, el doctor Moore Agar, de la calle Harley,
le había recomendado un completo cambio de aires y de escenario para evitar el
colapso e incapacidad para cualquier tipo de trabajo que yo siempre estaba
temiendo en un hombre imponiendo a sus capacidades mentales un ritmo permanentemente
agotador. Él era un hombre de tremenda energía, capaz del mayor esfuerzo mental
y físico, en el momento de dedicarse a
algún objetivo profesional; absolutamente infatigable. Pero, por la misma
razón, cuando los casos eran escasos y sus sumarios poco interesantes, parecía
tan indefenso como un niño ante la monotonía de la existencia, volviéndose
hacia las drogas como una mejor y más suave medicina que aquellos y más mórbidos
incentivos que nuestra enredada y beligerante sociedad le ofrecía.
Esa tarde, sentados ante el
fuego, entre el zumbido del viento, llegaron los pisotones de las pezuñas de un
caballo y el alargado rechino de una rueda según giraba contra el bordillo. Él
se había sentado por unas horas, en silencio, con su larga y fina espalda curvada
sobre una vasija de laboratorio, en la que estaba preparando un particularmente
maloliente y extraño producto.
«Ahora», dijo él de repente, después de un corto y
brusco vistazo a la calle, «disfrutará
de la oportunidad de ver si las propuestas de este caballero concuerdan con sus
planes».
«Por
Dios, ¿a qué planes se refiere usted?»,
pregunté.
«A
esos planes de viaje, por supuesto. Por lo que sé, este caballero puede
proveerle con todo tipo de información acerca de aquellas áreas sureñas que
usted tiene intención de visitar en mi compañía en las semanas venideras.»
«¿Cómo
diablos lo sabe usted?» pregunté con
perplejidad.
Él se dio la vuelta en su silla con un aire de divertimento
en sus ojos profundamente asentados.
«Es
bastante obvio que usted tuvo una cena, hace dos días, con su ilustre colega de
la calle Harley. El final del puro que dejó aquí»,
dijo él, al tiempo que apuntó hacia el cenicero en el hogar, «no deja lugar a la duda de que nuestro común
amigo, el doctor Moore Agar fue su compañero en esa cena. Créame, esos
fumadores de puros son la gente más localizable de todo el mundo; hay tan pocos
amantes de los Fonseca en este país que se pueden hacr una serie de inferencias
a partir de los restos que dejan tan generosa y descuidadamente. Así, no es
difícil encontrar una cercana conexión entre las profecías de mal agüero del
Doctor Agar y su reciente curiosidad respecto a la geografía de los países
latinos, monumentos, y clima… Pero aquí, a menos que esté confundido, está
nuestro cliente, un hombre que combina su férrea voluntad con su expresión de
sometimiento y timidez.»
Después de que sonara la campana,
un paso firme se escuchó sobre las escaleras y un momento después, un hombre
alto, recio, bien afeitado y vestido al estilo continental fue introducido en
la habitación.
Poseía los bellos trazos de un latino
despierto, con brillantes ojos claros, labios muy delgados y mejillas
amarronadas, relacionadas con una existencia llevada lejos de las nieblas del
Támesis. Parecía llevar consigo una emanación del fuerte y soleado viento de su
tierra al entrar, pero algo en su conducta —sus
sensible dubitaciones, su erizado cabello, sus nerviosas, excitadas maneras— decía de alguna infortunada
experiencia que había disturbado su natural compostura y elegancia.
«Por
favor, siéntese, señor Abrantes», dijo
mi amigo, con una voz calmante. «¿Le
puedo preguntar, en primer lugar, por qué usted ha venido a mí?»
Habló en un fluido pero poco
convencional inglés que haré más gramatical por el bien de la narración.
«Bien,
señor, no creo que sea un asunto que ataña a la policía, ni incluso a la
policía española. Mas, cuando haya escuchado los hechos, admitirá que no puedo
dejarlo donde está. De hecho, hasta antes de los últimos acontecimientos estaba
bastante seguro de poder contar con las energías, los sacrificios y la
persuasión necesarias para encontrar la solución que, desde el primer momento,
yo estaba buscando. Pero nunca pude suponer que mi padre me guardaba tal odio,
no sólo poniendo mi matrimonio en descrédito y llegando a ser mi más pertinaz
adversario, sino también haciendo uso de su muerte para la broma más siniestra
que nunca haya conocido.»
«Vamos,
vamos, señor», dijo mi amigo. «Usted no puede caer en esta moderna costumbre
de contar mal las historias desde el principio. Por favor, ordene sus
pensamientos y hágame saber, en el orden adecuado, cuáles son exactamente esos
acontecimientos que le enviaron a usted en busca de consejo y asistencia.»
[Nótese cómo juega Benet con la historia, de la mejor manera que se le
antoja en cada momento. Le hace escuchar a su personaje, cuya esposa nos
enteramos que ha muerto, que ordene sus ideas, y que cuente mejor su historia.
Y mientras, el lector, él, no sabe ni por dónde anda. Según qué día tuviera Benet
nos pone las cosas más o menos fáciles. Hay gente, mucha, que no soporta esto
de alguien que parece que sólo escribe para jugar con la paciencia del
personal. ¿Acaso no hacen esto todos los escritores? Sin embargo, en ocasiones
Benet lleva el juego hasta sus límites. Hoy en día su actitud y templanza
estaría condenada al tipo de blog que sólo leen gente como… tú.]
Nuestro cliente se pasó la mano
por la frente considerando la reprimenda como correcta. De su expresión y
gestos pude ver que era un reservado pero voluntarioso y contenido hombre
cercano a los treinta años, con una mota de orgullo en su naturaleza. Entonces,
de repente, con un gesto fiero en sus apretados puños, como alguien que deja
sus reservas a un lado, empezó.
«Como
fue explicado en mi carta, he vivido en Inglaterra estos últimos años para
conseguir mi título en minería y mineralogía en Loughborough. Al menos ésta es
la convencional coartada que forjó mi padre para ocultar de la familia y
vecinos su determinación para mantenerme lejos de mi casa y de mi país durante
los cruciales años de formación; en otras palabras, mi padre consideró que yo
no estaba preparado para llenar el hueco que él antes o después dejaría en su
sociedad y negocios. Mi padre tiene sus sesenta y pico años y siente la
necesidad de que todos en casa estén de acuerdo con él, no tolerando la más
mínima diferencia de opinión o carácter. Me atrevo a decir que mi padre siempre
se siente perdido conmigo; no soy el hijo que él esperaba o necesitaba, mi
temperamento alegre y desenfadado —que
me llevó a una juventud llena de caprichos y desorden— provocando un continuo desasosiego con él. Sé
que usted es un hombre ocupado y su tiempo es demasiado precioso para ser
malgastado con esta relación de tontas discusiones que se dan en todas las
familias; debería decir, concluyendo el asunto, que el plan de mi padre,
haciéndome vivir en este país para ganar experiencia en esta especie de exilio,
para conseguir conocimientos prácticos, y ese sentido de orgullo y
respetabilidad que mi familia valora, ha terminado por ser uno sabio, el más
simple y económico para redirigir una personalidad echada a perder por
amistades peligrosas y hábitos viciosos, para llevarme de nuevo a la correcta
tradición de mi familia, para convenir con las rígidas normas de comportamiento
y maneras de mi país. Me disculpo por esta explicación introductoria porque el
problema empieza cuando, después de años de desacuerdo e indolente aislamiento,
tratando de buscar con arrepentimiento y sinceridad mi propio acuerdo con mi
gente, iba a encontrar los más insospechados obstáculos y reticencias en el
mismo corazón de aquellos a los que elegí para facilitar mi vuelta, garantizada
con un respetable matrimonio.»
En este momento nuestro joven
cliente sollozó profundamente y su narración fue interrumpida de raíz. Se cogió
sus manos en una agonía de aprensión y se movió de un lado para otro en su
silla.
«Es
por su propio bien, señor Abrantes»,
declaró mi amigo con su tono más persuasivo, «que
usted debe evitar esas dramáticas transgresiones en su relato. No albergo dudas
sobre las dolorosas emociones que usted soportó cuando le llegaron las noticias
sobre su prometida, y estoy seguro que la racionalización del caso sería de
gran ayuda si se encontrara un mitigante para su angustia. Ahora, si se siente
un poco mejor, deberíamos estar agradecidos de escucharle hablar sobre lo que
ocurrió en aquel horrible y último viaje a casa.»
Estando familiarizado con los
métodos de mi amigo, no pude ocultar, tras el asombro de nuestro cliente, mi
propia expresión de sorpresa.
«Sí,
señor», continuó él, «como usted correctamente ha percibido hice el
último viaje a mi país con un espíritu de prisa y aprensión, disuadido por
malos agüeros, pero determinado como nunca lo
había estado a casarme con aquella mujer a pesar de la oposición de mi
padre a la unión. Todo empezó el penúltimo año, durante aquellos días —en uno de mis viajes a través
de los bosques, en compañía de Miguel, un mozo de cuadra— que vi por primera vez a la gente de La
Montanza. La Montanza es una vieja y cochambrosa construcción en un estado de
lastimosa ruina, que mi padre siempre ha codiciado por su condición y
aislamiento; situada en una colina con una vista panorámica sobre el valle y
prados del Torce, rodeada de castaños y arbustos de laurel, la casa no vale
mucho pero la finca, junto con algo de tierra cultivable, incluye más de
doscientas hectáreas de pobres e inútiles páramos haciendo frontera al norte
con las laderas de Hurd y Mantua, y fue en los viejos tiempos un lugar
codiciado por los cazadores de fortuna de Región, siempre en busca de un acceso
fácil a la Sierra y a sus secretos y legendarios tesoros. Sorprendido por
inusuales signos de presencia humana, supe del mozo que los casi olvidados
propietarios, después de muchos años, habían regresado para poner la casa en
orden en un esfuerzo por venderla a un precio razonable, una vez que los vagos
sueños que la sierra había hecho concebir en las mentes más imaginativas se
hubieran disuelto en el aire como el humo. Eran tres: el viejo, su hija y una
criada; ella tenía entonces veintitantos años y siendo la heredera esperaba a
alcanzar una cierta edad para manejárselas en la gestión de la finca. Lo único
que hizo ganarme mi confianza hacia ellos, y que me sorprendió grandemente, se
basa en el hecho de que durante aquellos días allí les llegué a conocer a ambos
y a su extraño destino. El viejo era de
hecho su padrastro, que se casó con su madre embarazada sólo para dejarla en la
tumba dos meses después, después de traer al mundo a la criatura. En La
Montanza, aislados y rodeados por el desdén y hostilidad de muchos, se
instalaron para llevar, rodeados de una cargada atmósfera y tapetes, una vida
de soledad absoluta, encargándose de simples pero a menudo extravagantes
quehaceres, y haciendo bien poco caso a los asuntos de sus vecinos. Sería
injusto, señores, no confesar cómo desde el principio me sentí decepcionado con
las insinuaciones sobre esta gente que escuchaba en mi casa, sospechando que
todos aquellos cuentos sobre el hijo nacido y el comportamiento de la madre no
eran más que invenciones que mi padre forjó sólo para esconder su participación
en algún infame saqueo que mi país tan generosamente suele provocar. Pero en
este caso, señores, debo admitir que estaba totalmente confundido. Después de
hacer una corta visita a esta familia en La Montanza, sólo para satisfacer una
curiosidad surgida por tantas habladurías, me impresioné por la atroz
individualidad de ambos. Como he dicho, sólo vivían para sus pequeños
quehaceres y después de viajar por todo el mundo a causa de su naturaleza
independiente e inquieta, en todos los lugares luchando por la causa de la
justicia y la libertad, su único deseo era ganar una pequeña cantidad de dinero
para procurarse un lugar de tranquila reclusión. Como la mayoría de la gente
que lleva una vida apartada, ella era tímida al principio, pero llegando a ser
extremadamente comunicativa me dio muchos detalles sobre su niñez y juventud,
explicándome los esfuerzos de su padrastro, día a día, en su larga lucha por la
supervivencia de sus ideas disidentes. No necesito decir, caballeros, la
anchura del horizonte que ella dibujó ante mis ojos; cómo por primera vez en mi
vida sentí que existía un mundo de ideas y sentimientos más amplio y rico que
todo lo que una vida tendente al vicio y al recreo puede ofrecer. Ella era una
bella, resuelta y maravillosa mujer en todos los sentidos, con su etérea
belleza de otro mundo, cuyos virginales pensamientos están puestos en lo alto,
no muy posesiva externamente, pero con un generoso corazón dedicado a su padre.
Fuimos muy amigos desde el día que llegué a La Montanza y ambos llegamos a
tales términos que cualquier tarde podía dejarme caer por allí sin invitación. Con
el tiempo pudimos disfrutar de muchos têtê
à têtê —su padre
meditaba durante largas horas en las habitaciones de arriba— y en muchos de ellos ella se
pasaba el tiempo leyendo durante largas horas a los poetas que más amaba; ella
me ayudó a entender mejor la poesía y la música, hasta que nuestra intimidad se
convirtió en amor —profundo,
profundo y apasionado amor, tal amor como el que había soñado pero nunca
esperado sentir.»
«¿Estábamos
llegando gradualmente a esta conclusión, verdad?»,
dijo mi amigo volviéndose hacia mí, con una juguetona sonrisa. «Entiendo, señor Abrantes que existe algún
otro desarrollo en el caso, si no, no me puedo imaginar la razón de su venida
aquí en vez de hacer uso del sistema matrimonial de su propio país.»
Nuestro visitante volvió a sonreír con la timidez de un estudiante más
que con la seguridad de un hombre de mundo y sus ojos se revolvieron en un
esfuerzo para llenar el vacío de aislamiento y causticidad que rodeaba la
saturnina figura de su interlocutor.
«Excúsenme, señores, por estos irrelevantes
pero no sin base preliminares que he señalado sólo para dejar clara una
situación tan endemoniadamente difícil, que ya no están en mi mano el control
de los cabos de tan intrincada madeja. Todo empezó con mi oferta de matrimonio.
La cual ella recibió con gran espíritu mas animándome a volver a Inglaterra
para terminar mi carrera lo antes posible. La boda fue planeada para la
siguiente Semana Santa, con mucho tiempo por delante para conseguir el título
en Loughborough y para encontrar mientras tanto un comprador para La Montanza.
Así lo hice, y volví a esta isla lleno de esperanzas y determinado a superar
mis estudios con una resolución que nunca antes había sido capaz de lograr.
Pero dos meses pasaron desde mi llegada cuando una carta de mi padre, llena de
acusaciones y amenazas no dejaba lugar a la duda de que él estaba bien
informado sobre los preparativos de mi boda. Hasta ahora, no sé, señores, quién
fue el informador secreto de mi padre pero, aparte de mi hermana Eloísa que
siempre ha sido mi confidente y a quien expliqué mis intenciones, no pudo ser
otro que Miguel, el mozo, quien frecuentemente me acompañaba en mis visitas a
La Montanza. La escribí todos los días, teniendo cuidado de no hacerle saber el
conocimiento, y las ganas de reaccionar, de mi padre (mediante mi
desheredación, casi seguro) pero dos meses más pasaron antes de que yo me
alarmara por su repentino silencio, una introducción a la agonía que iba a
sufrir las próximas semanas. Abreviando la historia, su padrastro finalmente me
envió un detallado informe sobre la doble neumonía que ella sufría, instándome
a permanecer tranquilo ya que estaba fuera de peligro, realizando tales
maravillas tanto su constitución como su poder de voluntad, que contra los
designios del doctor, ella se estaba recuperando rápidamente. Más tarde recibí
su primera carta después de la enfermedad, mostrando su letra los signos de un
tembloroso pulso, pero tan llena de optimismo y de un humor tan alegre, que
todos mis temores y angustias desaparecieron, y me puse tan contento que pensé
que ella, si quería, podría superar todos los obstáculos. Cuánto, señores,
lamentaría esta traicionera confianza que me movió a dejar de lado mi sospecha
y a rendirme a sus alegres protestas que ella protagonizaba sólo para ahorrarme
la simple verdad sobre su completa consumición. Entonces, después de algunas
semanas sin noticias caí en tal estado de desesperación que, corriendo a la
estación de Charing Cross, regresé inmediatamente al continente no sin avisar a
mi prometida para que ocultara mi llegada a mi padre y familiares. Pueden
imaginar, señores, qué miedo y angustia sufrió mi corazón cuando había de
descubrir cerradas y candadas las puertas y ventanas de La Montanza, junto con
unas placas de una inmobiliaria en la puerta de entrada. Visité a todos sus
conocidos y después de una semana de agonía llegué a saber que estaba enterrada
en el cementerio de Macerta. Respecto al señor Queiles, su padrastro, después
de que el terreno fuera vendido, desapareció, y nada más se llegó a escuchar de
él. No tengo palabras, señores, para expresar mi pena, abatimiento y
desolación; cuando, después de dejar un ramo de rosas en su anónima tumba,
volví a Inglaterra no sólo para terminar mis estudios, sino también para buscar
un lugar de descanso y recogimiento lejos de todos los que habían demostrado
tal hostilidad hacia mi prometida. Pero entonces, dos semanas después de mi
llegada a Loughborough, me llegó la primera de las cartas…»
En este punto de su relato percibí en el claro y atento rostro de mi amigo
una repentina iluminación de sus inquisitivos ojos, un tensado en sus labios, y
un estremecimiento en sus aletas nasales.
«Sí, señor. La primera era de mi padre,
repitiendo las mismas amenazas y dándome las más severas instrucciones para
suspender mi enlace si alguna vez deseaba ser considerado como su hijo.
Entonces, más tarde, la primera de sus cartas…»
«¡Jesús!, ¿quiere usted decir una carta de su
fallecida prometida?»
«Sí, señor. La más espantosa y repulsiva
broma de la que he oído hablar, a no ser que mayores y más siniestros
significados lleven consigo esos mensajes.»
Nuestro cliente sacó un manojo de cartas. Estaban atadas con un lazo
rojo, los sobres estampados con sellos españoles y remitidos con una educada y
maestra mano.
«Hay seis hasta ahora, alegres y confiadas
como si nada hubiera ocurrido. Ella —y digo «ella» por decir algo— simplemente recuerda la enfermedad como una pasada pesadilla y escribe
varios folios con los detalles de la boda, sólo lamentando, en las últimas, mi
retraso y silencio; como la boda iba a celebrarse el mes que viene, ella
expresa sus anhelos, urgiéndome a ir allí no más tarde que el diez de Abril.
Verán por los sellos de expedición que las cartas fueron enviadas en Región,
correctas en cuanto a orden y fecha; no hay indicios de falsificación o nada
raro en ellas; el mismo estilo, la misma letra de ella. Pero, créanme,
caballeros, no puedo reunir el coraje suficiente como para ir allí de nuevo y
desentrañar esta horrible madeja. Siento que estoy fuera de mis cabales, sin ya
saber lo que es la realidad. ¿Fue, quizás, su muerte una mera pesadilla? ¡No,
por Dios, no!»
***
Cuando nuestra visita nos dejó, mi amigo se sentó tanto
tiempo pensando profundamente que me pareció que se había olvidado de mi
presencia. Una vez murmuró para sí: «Ha metido la pata de la
manera más tonta y bien debería reconocerlo» y, por
fin, volvió bruscamente a este mundo.
«Dijiste algo sobre la
necesidad de un cambio», susurró mi compañero. «Déjame
sugerirte este: ¿qué tal Región? Billetes de primera, residir temporalmente en
una mansión feudal. Me apuesto a decir que ese olvidado país está lleno de
intereses, tanto desde el punto de visto geológico como arqueológico. Y, algo no
menos importante, mucho tiempo libre para redirigir el espíritu y hacer
anotaciones y correcciones sobre esa monografía sobre los motetes polifónicos
de Lassus que los expertos me urgen a imprimir
—aunque sólo sea de manera
privada— no más tarde del próximo
otoño. Y el mejor momento para empezar con esos ensayos sobre las
somatizaciones, un tema de lo más adecuado a las presentes circunstancias. Te
pregunto, ¿por qué no?, ¿qué tal Región?»
Aquí termina
la parte en lengua inglesa de la terrible historia que escribe Benet, hay que
suponer que a mediados de la década de los años setenta del siglo pasado.
Espero que algún futuro lector de “Una línea incompleta” se beneficie de esta traducción amateur. Aunque a
mí me basta, como satisfacción personal, el haber recordado de nuevo el genial
argumento del cuento, que deja, es un decir, a “Otra vuelta de tuerca” por los
suelos, como si fuera un juego de niños tendentes al idiotismo. Benet construye
una trama de un goticismo insuperable en la que mezcla tal cantidad de
elementos que es difícil de discernirlos con la cabeza fría, antes, o después
de leer el relato. Sin embargo, mientras
se lee el relato, uno vuelve a Región, a esa mansión feudal, contempla el
rostro del padre taxativo, del hijo, una vez vicioso, ahora reencaminado hacia
el amor a su prometida, de ésta, y de su padrastro. Y sobre todo el de esa
pareja de viajeros ingleses realmente ajenos a todo el penoso drama que
discurre en un país para ellos extranjero que es una especie de reino antiguo,
folclórico, y, no lo olvidemos, repleto de potenciales riquezas, de las que se
pueden beneficiar.
Benet
embarulla al lector con una serie de pistas que ofrece sin orden ni concierto.
No le interesa relatar en un orden preciso, ni siquiera que el lector se entere
de lo que ocurre, dejándolo casi todo en el aire. Él quiere conseguir un
efecto. Algunos, quizás muchos lectores, lo tachen de máxima pedantería al
escribir una parte del relato en inglés, lengua que en los españoles años
setenta apenas manejaría una minoría (habría que analizar aparte, la calidad de
su inglés, y los tejemanejes que evidentemente se trae con esta lengua que
maneja con soberana soltura, y que sería más trabajo de algún filólogo
británico que español) y el efecto que consigue es de máximo rechazo. Buen
pedante es quien puede, no quien quiere, por otro lado. Otros lectores pueden
entender su anglofilia, pero no sus ganas de liar la vida al personal lector (y
eso que esta historia no es de las más intrincadas que escribió). En mi caso,
Benet consigue el efecto de dejarme patidifuso por su maestría al sugerir,
repito, sugerir, la decadencia moral y material de parte del adn cultural que
lleva dentro de sí, como herencia turbia de su particular historia, todo
español de aquella (y de esta) época.
Y añadir por
último que la propia historia posee tanta fuerza que hace que sea un cuento maestro.
La idea de seguir recibiendo cartas de una amada a quien se cree muerta y
enterrada es de por sí de lo más regocijante en el mundo de la literatura
fantástica y de terror.
by George R.