Cogí el relato de Poe, y manteniendo toda su carcasa, intenté darle una vuelta de tuerca, por mi cuenta y riesgo, con todo lo que esto conlleva. Un ejercicio de necrofilia, por así decirlo. A más de uno le molestará que muestre aquí la obra de Poe agujereada, y acuchillada, habiendo estirado con tesón de los hilos salientes por donde me ha dado la gana. El poema lo he conservado original, pero acortado.
A gente como Kopri o Paidox les ha gustado. De otro, gran seguidor de Poe, no sé nada. Quizá se haya enfadado. Qué más da.
Con el máximo respeto a Poe, aquí va:
La Construcción De La Casa Usher
Son cerveau est une guitare insouciante;
Sitôt qu'on le touche, il jouit.
-De Comminges
Durante todo un día de verano, alegre, claro, ruidoso, con
pequeñas y ligeras nubes escapándose por los confines del cielo, crucé solo, a
caballo, una región singularmente luminosa del país; y, al fin, al acercarse la
graciosa noche, me encontré a la vista de la ilusionante Casa Usher. No sé cómo
fue, pero tras el primer vistazo que eché al edificio en ciernes invadió mi
espíritu un sentimiento de tremendo alborozo. Digo tremendo porque no lo
disminuía ninguno de esos sentimientos desagradables, por ser cotidianos, con
los cuales recibe el espíritu aun las más bellas imágenes naturales de lo que
está en floración. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo
paisaje del dominio, las paredes desnudas, sus ventanas diseñadas a la manera
de atractivos ojos, los largos y sensuales juncos, los fuertes troncos de
árboles sanos y aguerridos- con un excelente estado de ánimo únicamente comparable, como sensación
terrena, al del comienzo de la sesión del fumador de opio, el dulce subidón más
allá de la existencia cotidiana, el maravilloso desaparecer del velo. Una calidez,
un vigor, un bienestar del corazón, un irremediable despertar mental que ningún
acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de desánimo. ¿Qué
era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me alentaba en la contemplación de
la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía sino intentar conservar los resplandecientes
pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi
obligado a incurrir en la satisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera
de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el
poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las
consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné,
que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los
detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá aumentar su poder
de impresión gozosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo
a la suave orilla de un precioso estanque verde que extendía su brillo
tranquilo junto a la futura mansión finalizada; y con un estremecimiento aún
más excitante que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los
gráciles juncos, de los recios troncos, de las seductoras ventanas.
En esa mansión de ilusión proyectaba pasar algunas semanas.
Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de
adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último
encuentro. Acababa de recibir una carta suya desde una región distinta del
país, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra
respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa.
El autor hablaba de una necesidad física aguda, de un deseo mental que le
oprimía y de un intenso interés por verme por ser su mejor y, en realidad, su
único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a mi reconfortante compañía,
algún alivio a su excitación. La manera en que se me pidió este favor, de todo
corazón, no me permitió vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al
que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en
realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente
reservado. Nada conocía, tampoco, sobre su misteriosa familia, de una nueva y
como aparecida de la nada alcurnia. Él siempre se había destacado por una
peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de años, en
numerosas y elevadas concepciones. Recuerdo su vivo interés, ya de adolescente,
por el concepto de fortaleza familiar. Y pensé que esta idea se mostraba en
perfecto acuerdo con el carácter de la proyectada mansión, la que haría
distinguirse a sus habitantes una vez ultimada.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto
infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular
impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi alegre
fetichismo -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente
para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la sensata ley de
todos los sentimientos que tienen como base el atrevimiento. Y debe de haber
sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde
su imagen en el estanque, surgió en mi mente una atractiva fantasía, fantasía
tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de
las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de
convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera
propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera afín con el fresco aire
del cielo, exhalada por los árboles enhiestos, por los lechosos muros, por el
estanque silencioso, un vapor balsámico y místico, transparente, ligero, apenas
perceptible, de color flotante.
Posándose sobre mi espíritu lo que parecía ser un sueño,
examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio, casi terminado. Su
rasgo dominante parecía ser una excesiva modernidad. Todavía muy lejos,
aparecerían los primeros signos de la decoloración producida por el tiempo. Globos
de colores se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en
una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto más tenía que ver con cierta
forma de cortesía. No se habían terminado partes de la mampostería. Parecía
haber una perfecta congruencia entre la adaptación de las partes y la disposición
de cada piedra. Con estos evidentes indicios de prosperidad general, la casa
transmitía inequívocas señales de estabilidad. Quizá el ojo de un observador
minucioso hubiera podido descubrir una concupiscente fisura apenas perceptible
que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino
pared abajo, en un femenino zig-zag, hasta perderse en las transparentes aguas
del estanque.
Mientras observaba estos hechos, cabalgué por una breve
calzada hasta la misma casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y
entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un alborozado criado me condujo desde
allí, en alegre silencio, a través de varios pasadizos intrincados, mas bien
iluminados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino
contribuyó, de forma natural, a avivar los precisos sentimientos de los cuales
he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los
cielorrasos, los refulgentes tapices de las paredes, el blanco mármol de los
pisos y los triunfales trofeos heráldicos que me saludaban a mi paso- eran
cosas a las cuales estaba acostumbrado desde la infancia, me asombraban, por lo
alcanzables, las fantasías que esas imágenes habituales provocaban en mí. En
una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro,
pensé, era una mezcla de franqueza y de solemnidad. El criado abrió entonces
una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía
ventanas largas, anchas y redondeadas, y a una distancia tan cómoda del piso de
blanca piedra, que resultaban de una practicidad absoluta. Enérgicos fulgores
de luz carmesí se abrían paso a través de los decorados cristales y servían para
diferenciar todos los objetos de la estancia; los ojos se posaban con facilidad
sobre los más remotos ángulos del aposento, en los huecos del techo abovedado y
esculpido. Sugestivos tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era delicado,
limitado, moderno, recién estrenado. Había muchos libros e instrumentos
musicales en cierto desorden, que sin embargo añadían mucha vitalidad a la
escena. Sentí que respiraba una atmósfera de entusiasmo. Un aire de valiente,
profunda e irrechazable agitación lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de una butaca donde estaba sentado
con cierta tensión y me recibió con calurosa vivacidad, que un poco tenía,
pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre
de mundo demasiado ocupado. Pero una mirada a su semblante me convenció de su
perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no
hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de ternura, en parte de envidia.
¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan poco, en un
periodo tan largo, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir el
rostro del ser vital que tenía ante mí, como el del compañero de mi
adolescencia, dada su juventud. La tez lozana; los ojos, grandes, bellos,
incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y carnosos, de una
curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de
ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente
modelado, revelador, en su falta de prominencia, de un tipo de energía que nada
tiene que ver con la moral impuesta; los cabellos, suaves y fuertes: estos
rasgos y el limitado desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía
difícil de olvidar. Y ahora la simple descripción del carácter dominante de
esas facciones y de su expresión habitual revelaban una templanza tan grande,
que me enorgullecí de la persona con quien estaba hablando. La palidez de la
piel, el brillo de los ojos, por sobre todas las cosas me llamaron la atención
y aun me sedujeron. El sedoso cabello, además, había crecido con cuidado y,
como en su ordenada textura flotaba más que caía alrededor del rostro, me era
imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su apariencia con idea alguna
de senectud.
En las maneras de mi amigo no me sorprendió no poder
detectar incoherencias o inconsistencias
en su discurso, y pronto descubrí que todo esto era motivado por su fortaleza,
y sus constantes intentos de dominar las débiles agitaciones que nos produce la
vida cotidiana. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta
naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos
juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y
su temperamento. Sus gestos eran rápidos y dominantes. Su voz pasaba de una rotunda
resolución (cuando su espíritu vital parecía en completo éxtasis) a esa especie
de prolijidad más relajada, esa manera de hablar suave, ligera, rápida, llena;
a esa pronunciación clara, fluida, equilibrada, perfectamente modulada que
puede observarse en el experto político o en el seductor incorregible durante
los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo
de verme y del placer que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que
él consideraba la naturaleza de su alteración. Era, dijo, un hecho constitucional
y familiar, y esperaba hallar un remedio; una simple afección nerviosa, añadió
de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud
de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron
y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el
estilo general del relato. Padecía mucho de una torpeza mórbida de los
sentidos; engullía los alimentos más picantes sin inmutarse; podría vestir, si
quisiera, ropas de cualquier tipo de calidad; los perfumes no le producían
sensaciones dignas; aun la luz más fuerte no era capaz de hacerle cerrar los
ojos, y sólo los sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, le
causaban cierta curiosidad.
Vi que era un sumiso sometido a una suerte anormal de
percepciones. "Sobreviviré -dijo-, tengo que sobrevivir a esta maravillosa
locura. Así, así y no de otro modo me desarrollaré. Anhelo los sucesos del
futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en
cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta poderosa
agitación. No me agrada el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el placer.
Con esta motivación, en esta envidiable condición, lo que más siento es que
tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar este mundo en una torva
lucha contra el fantasma del tiempo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas
y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por
ciertas impresiones supersticiosas relativas a la nueva morada que ocupaba, de
la que todavía no se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una
influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado elocuentes
para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma
y material de la casa familiar empezaban a ejercer sobre su espíritu, decía, a
fuerza de haberlas diseñado durante largo tiempo; efecto que el aspecto físico
de los muros y las torrecillas de color carne y el resplandeciente estanque en
el cual éstos se miraban iban produciendo, con el tiempo, en la moral de su
existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía
buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar alegría
que así lo afectaba: la bella y consumada inocencia, la conversión
evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía
durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su madurez
-decía con una expresión que nunca podré olvidar- hará de mí el responsable del
futuro de la raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se
llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi
presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de
respeto, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una
sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada, sus pasos que
se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron
instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido las
manos entre sus piernas y sólo pude percibir que un color mayor que el habitual
se extendía por sus dedos, por entre los cuales se filtraban apasionadas gotas
de sudor.
La situación de Madeline había burlado durante mucho tiempo
la ciencia de sus médicos. Una permanente hiperactividad, un crecimiento
gradual de su fisicidad y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter
parcialmente retrasado eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había
soportado con firmeza la carga de su particular estado, negándose a realizar cualquier
reposo; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo
dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante de su
situación, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería la
primera de muchas para mí.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos
su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para
aliviar la excitación de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba,
como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así,
a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en
lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con deleite lo útil de mis
intentos por alegrar mi propio espíritu.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas
solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría
en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las
ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad
exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus
largos e improvisados cantos de bacanal resonarán eternamente en mis oídos.
Entre otras cosas, conservo graciosamente en la memoria cierta singular
perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De
las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada
pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante,
cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus
imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña
porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su
extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher.
Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de
las puras abstracciones que el maníaco lograba proyectar en la tela, una
intensidad de intolerable atractivo, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera
en la contemplación de las fantasías de Dokimasia, resplandecientes, por
cierto, pero demasiado concretas.
Una de las sensuales concepciones de mi amigo, que no
participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente
esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro
representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular,
con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos
elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación
se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba
ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o
cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el
espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor adecuado
y glorificante.
He hablado ya de ese estado entumecido del nervio auditivo
que hacía igualar al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de
instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había
confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el
carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma
manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto
las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se
acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados
de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido
antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación
mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la
que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna
o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una renovada
conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón reinaba más y mejor
sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio desencantado, decían poco
más o menos así:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos
lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de
Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así),
sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales
afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su bien ordenada
fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo
el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo,
se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las blancas piedras de la nueva casa.
Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por
el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban
dispuestas, así como por las numerosas capas lechosas que las cubrían y los fuertes
árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de
este orden y su duplicación en las vivas aguas del estanque. Su evidencia -la
evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me
estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en
torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa
silenciosa, mas oportuna y vivificante influencia que había de modelar los
destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que
él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran
no pequeña parte de la existencia intelectual de mi amigo- estaban, como puede
suponerse, en estricto acuerdo con este carácter sensorial. Estudiábamos juntos
obras tales como el Banquete, de Platón; las Leges Juliae de Augusto, las
Bucólicas de Virgilio, los Consejos de Tao Hongjing, el Manual de la Muchacha Cándida,
el Kamasutra, la Hiftoria Generali Indiarum de Fray Pedro Martyr. Nuestro libro
favorito era un pequeño volumen en octavo con ciertos pasajes del Justine del
Marqués de Sade, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su
principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo, y novísimo, libro
gótico en cuarto -el manual de un loco por descubrir-, Galería Fúnebre De
Historias Trágicas, Espectros y Sombras Ensangrentadas, de Agustín Pérez Zaragoza.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y
en su probable influencia sobre el excitado, cuando una noche, tras informarme
bruscamente que Madeline había dejado de ser una niña, declaró su intención de
preservar su cuerpo durante quince días (antes de su ceremonial definitivo) en
una de las plantas bajas del edificio, aún por estrenar. El humano motivo que
alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de
discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando
el carácter insólito del estado de la nueva mujer, ciertas importunas y ansiosas
averiguaciones por parte de sus médicos, la complicada situación en la propia
casa del dormitorio de Usher. No he de negar que, cuando evoqué el bello
aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada
a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución
inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los
preparativos del secuestro temporario. Ya en la camilla, los dos solos llevamos
el cuerpo a su lugar de descanso. La cama donde lo depositamos (todavía envuelta
en prendas protectoras) era grande, cómoda y desprovista de todo adorno
superficial; situada justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi propio dormitorio.
Evidentemente desempeñaría, en tiempos futuros, el oficio de cámara nupcial. La
puerta, de hierro macizo, protegía el lugar con total seguridad. Su inmenso
peso, al moverse sobre los goznes, no producía chirrido alguno.
Una vez depositada la valiosa carga sobre el mullido colchón,
en aquella región de placer, retiramos parcialmente hacia un lado la parte
superior de las sábanas, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente
parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y
Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las
cuales supe que ella y él eran algo más que hermanos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no
se detuvieron mucho en ella, porque no podíamos mirarla sin que nos acercáramos
demasiado a la eyaculación. El proceso que llevara a Madeline a su nuevo estado
había dejado, como es frecuente en todas las mujeres de su edad, añadiendo su
padecimiento estrictamente mental, la alegría de un fuerte rubor en el pecho y
la cara, y esa sonrisa suspicaz, como de viciosa, que es tan atractiva a esas
edades. Volvimos la sábana a su sitio, y asegurada la puerta de hierro,
emprendimos camino, como flotando, hacia los aposentos más cotidianos de la
parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de impaciencia,
sobrevino un cambio visible en las características del particular orden mental
de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba
sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso,
desigual, sin rumbo. Su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un
tinte más vivo, y la luminosidad de sus ojos seguía siendo tan fuerte como
antes. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una variación trémula, como
en el colmo del éxtasis, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en
verdad, pensé que algún otro secreto opresivo dominaba su mente agitada sin
descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras
veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e ingeniosas
divagaciones de la excitación, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras,
en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario.
No es de extrañarse que su estado me excitara, que me inficionara. Sentía que a
mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las atractivas
influencias de sus idearios fantásticos y contagiosos.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo
día después de que Madeline fuera depositada en aquella suertuda cama, y siendo
ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos
sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban.
Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de
que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia del curvilíneo moblaje de la habitación, de los tapices rosáceos y
bienolientes que, violentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban
espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían agradablemente
alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un
temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló
sobre mi propio corazón un súcubo, mas no había llegado el momento todavía. Lo
sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba
ansiosamente en la intensa luminosidad del aposento, presté atención -ignoro
por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos
ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos
intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de placer,
inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir
más durante la noche) e intenté salir de la extrema condición en que había
caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una
escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un
instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una
lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una brillantez estelar, pero
además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente
reprimida en toda su actitud. Su aire algo me asustó, pero era preferible a la
soledad que había soportado esa tarde, y acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una
mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás
-y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las
ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto
de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una
belleza severa, extrañamente singular en su hermosura. Al parecer, un
torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y
violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las
nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía
advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose
unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía
advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las
estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies
inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos
terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una
exhalación gaseosa, muy luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la
casa y la envolvía.
-¡Observa, observa! -dije, estremeciéndome de gusto,
mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a
un asiento-. ¡Qué espectáculo! ¡Observa! Quizás tenga su maravilloso origen en las
puras aguas del estanque. Abramos más ventanas; el aire está caliente y eso es precioso
en una noche como esta. Aquí tienes uno de las peores libros que se han
escrito. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos la noche.
El volumen que había tomado incluía una de las novelas
cortas de Juan Pérez de Montalbán, La Mayor Confusión; lo había calificado de esa
manera más por broma que en serio, porque era una obra con gran imaginación, y
casaba bien con la elevada e ideal
espiritualidad de mi amigo. Alimenté la vaga esperanza de que la excitación que
en ese momento agitaba a mi alegre amigo pudiera hallar alivio aun en la
exageración de la historia que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir
verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar
las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que
Casandra suspiraba por el amor a su hijo. Aquí, se recordará, las palabras del
relator son las siguientes:
"Mas lo cierto era que Casandra tenía un amor secreto,
tan injusto, que ella misma estaba con vergüenza de hablar de él; porque viendo
en su propio hijo el entendimiento, el talle y la gallardía, se dejó vencer de
un pensamiento tan liviano, que le vino a mirar con ánimo de gozarle
deshonestamente. Estaba ya tan ciega, que no le daba lugar este deseo a que
pensase en otras cosas, no quisiese divertirse a otros gustos. Y sin poder
reducir a razón su apetito, se resolvió a llegar a los brazos de don Félix,
cosa que aun imaginada ofende los oídos.”
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me
detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación
me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión,
llegaba confusa, y precisamente, a mis oídos algo que podía ser, por su exacta
similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de
vergüenza imaginada, de destrozo moral que Casandra pergeñaba en su interior.
Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el
crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de
la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que
pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Nace mi desasosiego y poco gusto, ¡oh amiga Lisena!,
de amar a un hombre, que con ser tan bueno como yo y estar cierta de que me
quiere bien, es imposible pueda gozarme. Dirásme, ¿qué es la causa de hallar
dificultad en lo que parece que no la tiene, y más habiendo igualdad y
correspondencia de parte de entrambos?”.
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un
sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad
había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección
procedía) un grito insólito, un sonido placentero, sofocado y aparentemente
lejano, pero dulce, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación
atribuyera al extranatural sentimiento de la madre, tal como lo describía el
novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más
extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales
predominaban el asombro y una extremada fogosidad, conservé, sin embargo,
suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido
los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos
una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a
mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando
hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus
facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo
inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba
dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil.
El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un
lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir
rápidamente todo esto, proseguí el relato sobre Casandra, que decía así:
“Pues para sacarte desta duda, y también para que prevengas
tu ingenio en mi remedio, óyeme un rato, aunque después te espantes de mi
liviandad. Yo amo a mi propio hijo; yo adoro a don Félix, y esto de manera, que
ha de costarme la vida el ver que no puedo ejecutar mi deseo. Yo he procurado
estorbarme esta resolución; pero ni el ver que voy contra las leyes de la
Naturaleza, ni el considerar que es un intento temerario, y sobre todo, saber
que se ha de enojar el Cielo tan gravemente, ha sido bastante para olvidar este
pensamiento.”
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando un
tremendo rayo cayó con todo su peso sobre la casa Usher, provocando un
posterior eco, claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia
sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el
acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde
estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una
ligereza propia de seres menores. Cuando posé mi mano sobre su hombro, un
fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa viciosa tembló en sus
labios, y comenzó a gritar, apresuradamente, como si no advirtiera mi
presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el enorme significado
de sus palabras:
-¿No la oyes? Sí, yo la oigo y la he oído. No hace mucho
tiempo, no hace ni unas horas, ni una… la he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, afortunado!
¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La he poseído!¿No te dije que faltaba
poco? Ahora te digo que escucho continuamente sus gozosos gritos de deleite. ¡Y
ahora, esta noche, Casandra, ja, ja! ¡La cama medio rota, y el grito de placer
del hermano, de la hermana, de los futuros padres de la familia Usher!... ¡Oh!
¿Te quedarás? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi egoísmo?
¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el ligero y pervertido
latido de su corazón? ¡PRUDENTE AMIGO! -y aquí, en estado de éxtasis, de un
salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara
su alma-: ¡PACIENTE AMIGO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA! ¡APROVÉCHATE
DE ELLA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza
de un sortilegio, los enormes y recién estrenados batientes que Usher señalaba
abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra
de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, estaba la alta y casi
desnuda figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ligeras ropas blancas, y
huellas de reciente placer en cada parte de su descarnada persona. Por un
momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un
lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su
hermano, y en un violento espasmo lujurioso lo arrastró al suelo, maniatándole,
víctima de un nuevo paroxismo carnal que ella había buscado con frenesí.
De aquel aposento, de aquella mansión apenas he vuelto a
dejar sus confines. Aquella noche, continuaba la tormenta en toda su ira, y
paseaba yo por uno de los tremendamente iluminados senderos que rodeaban la
vasta casa. Aquella luminosidad provenía de la luna llena, roja como la sangre,
que brillaba ahora a través de aquella fisura femenina casi imperceptible
dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la
contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del
torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi
espíritu vaciló al ver ante mí el excelso cuerpo de Madeline. Hubo un largo y
tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y el profundo y perfumado
estanque se abrió ante nosotros, silencioso, ante los amos y señores de la Casa
Usher.
FIN