1
Recupero
una frase de Aldous Huxley, sobre la que trataba allá por el pasado 29 de
Febrero.
“Creo que el nivel cultural en
América y Europa puede elevarse a algo aproximado a la cima que alcanzó entre
los griegos en la era de Pericles”.
Acerca de
la cual escribí tamaña declaración:
Me da por el culo saber quién era Pericles. O Sófocles. El día que se
me crucen en el camino, o bien los deifico, o bien, les doy una patada en los
cojones. Sin término medio.
Pues resulta que se me han cruzado
en el camino este verano. Pericles fue un político que llevó a Atenas a la sus
más altas cotas de civilización. Sófocles: pronto daré buena cuenta de él.
(Desde luego, que quede claro, que
sigo pensando que la frase de Huxley es estúpida, cretina y desagradable).
Así es el mundo de la literatura.
Ingrato, lleno de olvidos y traiciones de nuestra memoria. Y como si un
enjambre de abejas nos rodeara la cabeza, o un nido de culebras nos cubriera el
pecho, estamos bajo la constante influencia de lo que llega a nuestros ojos y
oídos. Que si tal, que si cual. Y es difícil seguir un camino. Consecuente,
recto, con las curvas que uno quiera inventarse, pero no con las que nos
encontramos a traición.
2
Aprovecho este descanso, en el que podéis salir fuera de la
sala a echaros un pitillo, o a beberos un refresco, para reflexionar. Ayer,
leyendo en la cama, en la misma habitación que me ha visto convertirme en buena
parte de lo que soy, leí un relato de Julio Verne, “La Tormenta”. Fantástica
historia, fuerte como la muerte, como diría uno de los dioses que habitan en el
Olimpo francés, Maupassant. Relato incluido en una antología que mezcla a
Alarcón con Nabokov, a Poe con Kipling. Parece incluso demasiado, pero el tipo
que recopiló los relatos no estaba de broma. Este libro lleva sobre la mesilla
que está situada al lado de la ya referida cama algo así como 10 años, fiel,
incorruptible. “Aguas Negras”, se llama. Y tras Verne empecé “La Puerta en el
Muro”, de H.G. Wells.
Triste decirlo. Empecé, pero no
terminé. El sueño me venció. Hoy duermo en otra habitación, en otra ciudad, y
abandoné a Wells como a un perro, a cambio de repostar el cerebro. Ese libro no
se mueve de donde está. Otros me acompañan ahora. Grecia. Italia. Holanda. Para
que luego se me acuse de extremista anglosajón.
3
¿Quién es suficientemente fuerte
de espíritu como para, al terminar de leer una novela (obra de teatro, relato o
cómic), abandonar el placer que supone el ponerse a pensar en lo que se va a
leer a continuación? ¿Quién, por Zeus? ¿Quién tiene la fuerza de voluntad
suficiente como para ponerse a reflexionar, incluso a tomar apuntes y notas,
sobre lo que se acaba de leer? Se reflexiona mientras se lee, dirán algunos, y
no les falta razón. Por otro lado, los finales inesperados nos tienden a
engañar, porque nos hacen pensar más en una conclusión concreta que en una
línea de pensamiento general.
¿O hay que dejar este proceso en
manos de nuestra memoria? ¿Confiar en ella? Tengo reciente a Hesse, lejano a
Goethe, tan parecidos, y tan diferentes. ¿cuál de ellos habría que elegir en una emergencia? Llámese emergencia a un
arrebato, algo impredecible, que puede surgir ahora en ti, ¡oh lector!, por
intentar llevarte al cerebro algo especial.
¿Jack London? ¿Stanislaw Lem? ¿Quién?
Vaya papeleta.
Al menos, que sirva de ejemplo.
Ante un arrebato más físico que psíquico, como puede ser la decadencia de
nuestro cuerpo, en momentos en los que la enfermedad o la muerte se nos acerque
más que de costumbre, no tengo más remedio que recoger aquí la siguiente
sugerencia: el “Fedón” de Platón. Que quede publicado en estas páginas de
sangre. Con ánimo de realizar, por una santa vez, un servicio social.
Hyorgos R.