Bueno, esta noche me siento a gusto y voy a escribir sobre algo personal.
Me crié en un barrio conflictivo, en una época en la que el proceloso mundo de las drogas campaba a sus anchas y como un tren sin frenos se llevó por delante a una generación entera que creía que lo dejaría en el momento que quisiera. Forma parte de la voluntad humana creer que uno puede hacer gala de ella en el momento que lo desee,... todo un contradictorio engaño. Yo lo denomino, "la trampa de Burroughs". El almuerzo desnudo tiene un prólogo que no tiene desperdicio. Burroughs explica muy acertadamente que la heroína es el producto perfecto (el cliente -afirma Burroughs- se arrastrará por una alcantarilla para suplicar que se lo vendan). Aprendí cosas útiles en la calle. Lo primero que aprendí es que los "inútiles" siempre pagaban peaje. De pequeño mis padres me inscribieron en Los Maristas de Champagnat de San Sebastián. El cura que nos llevaba en autobús al colegio, creo recordar que se llamaba el Padre Juan, entraba en clase de vez en cuando y comenzaba a preguntar sin ton ni son...; - ¿5 x 4? Y si no acertabas te soltaba un sonoro capón. Yo lo recuerdo con cierto aprecio porque a mi me daba con suavidad. Pero el Padre Juan me ayudó a vislumbrar que en esta vida, tienes que andarte con mucho ojo y estar preparado para los imprevistos. Varios años más tarde mis padres se trasladaron a otra ciudad. Resultó muy curioso porque en mi querida Donosti algunos niños me llamaban "maqueto" y en Samarcanda, cuando me preguntaban de dónde procedía, me espetaban... "eres un etarra". Yo llegaba a la conclusión de que aquí, no había término medio. Vayas donde vayas siempre van a intentar joderte, así que me solía hacer amigo de los "más fuertes", o sea del macarra de turno o del que jugara muy bien al fútbol. Resultaba gratificante que durante el recreo cuando dos de los máximos exponentes del colegio comenzaban a elegir al equipo no me dejaran para el último lugar, a pesar de mi "pata chula". Casi siempre me elegían el penúltimo, dejando como postre a un chico que estaba bien físicamente. Vamos, lo que venía a representar un absoluto y completo inútil. Los franceses tienen un dicho que dice así: mejor qui le talent se le caracter. Yo no es que jugara bien al fútbol, por aquel entonces a pesar de mi cojera corría que me las pelaba, pero en el recreo no lo solía hacer. Hacía el paripé, que si voy pallá que si voy pacá,... y nunca iba a ningún sitio. Mi mundo se circunscribía a unos cinco metros cuadrados. Aquellos cinco metros eran míos. Me pertenecían. Un lugar donde no molestaba a nadie y en el que nadie me molestaba a mi. Pero un lugar en el que, si por casualidad, si por circunstancias del destino resultaba que milagrosamente el balón tras un rebote se colaba en mi parcela,... le soltaba un hostión con mi portentosa izquierda que si iba a portería era francamente difícil de detener. Así que, de vez en cuando metía algún gol. Razón por la que, a resumidas cuentas, saqué la conclusión de niño de que en esta vida el juego viene a simplificarse en eso. Sencillamente a estar atento e intentar meter un gol de vez en cuando... ...intentar. Con eso es suficiente. Nada más tiene sentido. Entre que lo consigas o no pueden suceder mil y un acontecimientos. Sucesiones que te empujen hacia tu objetivo, que te retrasen y dobleguen tu voluntad a una mínima parte infinitesimal. Siempre me ha dado la impresión de que para conseguir algo debes mantener tu vista más allá de la meta. Es decir: Si quieres subir al Mont Blanc has de tener la voluntad férrea, inquebrantable de querer subir al Everest. También me ha sucedido que una vez alcanzado el objetivo éste dejaba de tener significado. Todo es relativo. Una vida sin obstáculos, con todo al alcance de la mano puede resultar para ese individuo una vida sin aliciente alguno. Una vida con excesivos obstáculos puede significar para ese individuo un infierno insuperable. En esa campana de Gauss en la que vivimos inmersos ambos planos están expuestos y en ocasiones superpuestos, casi indistinguibles. Es bueno ir en busca de la eternidad siempre que seas consciente de lo etéreo de su significado.
A pesar de mi cojera nunca me he sentido una persona minusvalorada, al contrario, mi ego ha caminado siempre por delante de mi sombra. Con el tiempo mis padres decidieron incluirme en un programa del Gobierno para personas con discapacidades. El Gobierno haciéndose cargo de un personaje como yo. Me daba la risa. No obstante como me habían expulsado del instituto no quedaba otra que seguir el camino circunscrito por mis padres, que francamente, no sabían qué hacer conmigo. Les había tocado en suerte un bala perdida con una tara que de no haber estado ahí presente quién sabe cómo habría terminado.
El primer día en que me sumergí en aquel extraño lugar me sentí como si fuera uno de los protagonistas de La parada de los monstruos de Tod Browning. Para colmo voy y me siento al lado del único tipo medio normal que había allí cuando, de repente, éste se gira y me espeta: ¿Eres marica? Me quedé estupefacto de la impresión. Ya no de la pregunta sino que al tipo normal le faltaba la mitad del rostro. Tenía la cara completamente hundida por su lado derecho, desde el ojo a la mandíbula. ¿Dónde coño me han metido mis padres? Me repetía. Luego con el tiempo me adapté al lugar. No quedaba más remedio. Me eché un amigo, Marcos, cojo de la pierna izquierda, la contraria a la mía. Dios los cría y ellos se juntan. Marcos y yo hacíamos las delicias del público allí presente haciendo carreras de cojos. Corría mucho el mamón, pero yo también. Marcos y yo soñábamos con reunir algún día a todos los cojos del planeta, cojos de la pierna izquierda y la derecha y hacer una manifestación por la Gran Vía de Madrid, con el lema: “Los cojos del mundo están aquí”. Soberbio. Fabuloso. Le dábamos carácter a la manifa porque en nuestra ensoñación cada uno lideraba una manifestación; caminando cada uno con su tropa de cojos del mundo, desde los extremos opuestos de la Gran Vía de Madrid, mientras todo el personal nos observaba flipando en colores, hasta que nos juntábamos todos en un grito de guerra a lo Braveheart y tomábamos el mismo camino. Sólo dejábamos que se nos unieran aquellos transeúntes normales que se hicieran pasar por cojos.
Pero en aquel extraño lugar no sólo había cojos. Estaba el diccionario médico de enfermedades raras al completo. Un día caminando por uno de aquellos pasillos di marcha atrás porque me pareció ver a un fulano hablando consigo mismo frente a un espejo. Caminé hacia atrás unos pasos y allí estaba. Alto, con calvas aleatorias en la cabeza, en chándal y con unas deportivas, sosteniendo un libro en sus manos y diciéndose a si mismo palabras frente al espejo. Era Juanito. Juanito había sido un tipo del norte que había nacido en una familia de pasta y había estado bien hasta el día en que le regalaron una moto. Ahora estaba allí, frente a ese nuevo Juanito, intentando grabar palabras olvidadas en su mente, pasándose la mano que no sostenía el libro por la frente, como para animar a su cerebro a que recordara de nuevo. Frente en la que se podía apreciar un boquete en la parte occipital del tamaño de una moneda. Juanito lo hacía todo a cámara lenta. Caminar. Hablar. Comer. Como si estuviera la mar de tranquilo. Como si viviera en otra dimensión. Pero lo hacía. Hacía las cosas aunque fuera rematadamente despacio. Juanito estaba volviendo a empezar. Y si te fijabas con atención veías una chispa de vitalidad absolutamente fuera de lo común en sus ojos. Juanito es la representación auténtica y veraz de la Metamorfosis de Kafka. Pero también es la representación de ese dicho oriental que dice: Siete veces caído, ocho levantado. Yo lo admiraba profundamente. Y lo sigo haciendo. Han transcurrido casi 20 años desde entonces y Juanito ahora se mueve en una silla eléctrica motorizada. Digo lo de motorizada porque va a toda castaña por la ciudad. Habla con soltura y escribe muy bien. Se desplaza a hacer entrevistas culturales a los artistas que acuden a Samarcanda para cualquier evento. Es en mi opinión, el mejor periodista de la ciudad.
Lo que me parecía más extraño del lugar era su nombre. Cónclave de Recuperación de Minusválidos Físicos. Cuando entraba yo me decía para mi mismo: voy a recuperarme. ¿Pero de qué demonios me voy a recuperar yo? ¿De la cojera? Yo era absolutamente irrecuperable en muchos sentidos y lo sabía, de manera que me había propuesto el objetivo común. Donde fueres haz lo que vieres y allí todo el mundo, estuviera en silla, con muletas, cojo, epiléptico… quería ligarse a una sorda. Eran preciosas y además se esforzaban por entenderte, cosa que se convertía en lo contrario en el momento en el que salías del centro de recuperaciones misteriosas e intentabas ligarte a una de “afuera”. El cónclave venía a ser un putiferio de no te menees. Por la noche allí había más movimiento que en la mansión del marqués de Sade. Veías a un chico que apenas podía moverse sobre su silla eléctrica, menear su aperguñada mano como un prestidigitador, como un hipnotizador profesional, para ligarse a una de aquellas sordas. Este en concreto no se ligó a una sino a seis. Un crack. El tío tenía sensibilidad en su cuerpo de forma que había otra parte que movía tan bien como su mano izquierda. No importaba en absoluto que no pudiera dar un paso hacia la cama. Las sordas lo agarraban y allí mismo lo violaban. Era el tío más codiciado de todo el centro. Un mago. Simpático. Juguetón. Listo como el hambre. Se estaba recuperando la mar de bien de su misterioso mal en aquel extraño centro.
Continuará…
Emi G. Cortés