sábado, 16 de noviembre de 2013

Algo sobre Svevo (y Pavese)

Italo Svevo (Trieste, Italia, 19 de diciembre de 1861 - Motta di Livenza, Italia, 13 de septiembre de 1928).

Su novela más famosa es 'La coscienza di Zeno' (1923).

Extracto tomado de esta novela:


"Cuando la golondrina comprendió que su única posibilidad de vida era la emigración, aumentó el músculo que mueve sus alas y que se convirtió en la parte más importante de su organismo. El topo se metió bajo tierra y todo su cuerpo se adaptó a su necesidad. El caballo creció y transformó su pie. No conocemos el progreso de algunos animales, pero habrá existido y nunca habrá perjudicado a su salud. 

En cambio, el hombre, el animal con gafas, inventa instrumentos fuera de su cuerpo, si quien los inventó gozó de salud y nobleza, quien los usa casi siempre carece de ellas. Los instrumentos se compran, se venden y se roban, y el hombre cada vez se vuelve más astuto y más débil. Es más, se comprende que su astucia crezca en proporción a su debilidad. Sus primeros instrumentos parecían prolongaciones de su brazo y sólo podían ser eficaces por la fuerza de éste, pero ahora el instrumento ya no guardaba relación con el miembro. Y el instrumento es el que crea la enfermedad con el abandono de la ley, que fue la creadora en toda la tierra. La ley del más fuerte desapareció y perdimos la saludable selección. Necesitaríamos algo muy distinto del psicoanálisis: bajo la ley del posesor del mayor número de instrumentos prosperarán enfermedades  y enfermos. Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud…". 




Aunque se trata de una gran novela, no creo que vuelva a Svevo. Sí a Cesare Pavese. Hay un par de libros que el otro día dejé a su vera en una librería de viejo, esperando a que alguien se los lleve antes. Pero mi paciencia a veces es limitada. 

Diferentes ediciones para una misma lectura: 




by George R.

Abe Kobo - El Hombre Caja (1973)

Abe Kōbō (安部公房 ) (Kita, Tokio, 7 de marzo de 1924 - ib., 22 de enero de 1993)


El pasado 31 de Diciembre terminé de leer esta edición de Abe:








No quiero que pase un año sin dedicar una entrada, como se merece, a esta edición. Además, ante la invasión de novedades editoriales japonesas, muchas ultra-edulcoradas, no hay más remedio que seguir luchando por resaltar la figura de este escritor. A veces me dan ataques de diabetes mental ante los despliegues mercadotécnicos sobre el "Japón de la post-guerra" y el "Japón cotidiano", a través de novelas pasadísimas de moda, y mangas y animes que no sirven practicamente más que para pasar el rato. Ni ostias de realidad japonesa, que nadie se lleve a engaño (a no ser que nos bajemos al nivel de lo que se emite en la televisión local, o provincial, y todos contentos).


Acudiendo a las palabras de Pascal Martinet, un crítico de cine, que decía sobre Mario Bava y una de sus mejores películas: “el genio de Bava en Lisa e il diavolo consiste en hacer coherente un conjunto desordenado de imágenes mentales, donde todo es falso, y el reconocimiento por el espectador de dicha falsa realidad es la base misma del arte cinematográfico”. No se puede describir mejor el genio de Bava, y para el caso de Abe, creo que sirve de sobra la afirmación de Monsieur Martinet.  

Al igual que hay mejores y peores cosechas de vino, hay mejores y peores épocas para el arte. Y no cabe duda: durante la primera parte de la década de los setenta, las cosechas fueron excelentes. Casualmente, Lisa e il diavolo se rueda el mismo año que Abe escribe El Hombre Caja, Hako-otoko (1973).

Solo que hay una diferencia. Lo que parece que es falso en Abe, no lo es tanto. De hecho, es bastante cierto. Al menos, la base.  

Elementos comunes en la obra de Abe Kobo son precisamente las tapas de alcantarilla, las jeringuillas, los espacios curvilíneos. Creación de personajes cuya misión es representar ideas. Y muchas veces son ideas poco detalladas, por lo que el personaje se convierte en una figura misteriosa, sin pasado, sin futuro, con un presente tan acotado como lo es el del lector que le imagina en ese momento. Porque una vez que se pasa la página, con ésta se queda la idea. Seguimos viajando con el mismo personaje, y a saber dónde nos llevará en la próxima escena. La habilidad de Abe para dar una forma al conjunto es única. Ahora, tampoco podemos decir cuál es la forma que se ha creado. Desde luego que no se trata de los perfectos triángulos que creó Flaubert (cuyos tres vértices son él, sus personajes, y el propio lector). De las obras de Abe surgen extraños objetos amorfos; tan amorfos, y tan reales, como esas nubes que vemos pasar por el cielo, en las que de repente alcanzamos a ver la forma de las islas británicas, o la de un pie humano. Y vemos ese pie de una manera tan evidente, que cuando se lo hacemos notar a la persona que está a nuestro lado, ésta no tiene más remedio que asentir. 


"El Hombre Caja" tiene como protagonista un hombre-caja. De estos, hay muchos en las grandes ciudades, como Osaka, o Tokio. Aquí, tenemos una muestra: 




Personas que han salido de la sociedad. Parece que nadie se ocupa de ellas. 



Ambas, cerca de Doubutsu-Mae, Osaka, Marzo 2005. Cortesía de Gorcin, un amigo.



Y ahora, dejo una serie de textos, seleccionados de esta obra de Abe. 


“Desde luego, habría podido violarla sin quitarme la caja, acto que, con un hueco para dejar pasar el pene, no sería imposible del todo si estuviera dispuesto a aguantar la incomodidad; pero en tal caso sería indispensable la colaboración de ella, aparte de que tardaría mucho tiempo. ¿Habré perdido tanto tiempo en ahuyentar al perro? Es probable, al ver que ella ya no está desnuda; en un rincón del cuarto está fumando un cigarrillo, apoyada contra el escritorio de trabajo. Envuelta en la bata blanca con todos los botones abrochados, que ya ni deja ver las piernas. Con las piernas cubiertas, parece otra persona, ajena a su identidad. Ya ha fumado dos tercios de su cigarrillo. Las cejas arqueadas, con índices de cansancio. Una lavativa que se asoma por el bolsillo de la bata. Los dedos delgados y fibrosos que se enlazan por el tubo de hule, con las uñas esmaltadas de color plata. Ya ni puedo creer que estuviese desnuda hasta hace apenas unos minutos. ¿O se trata de una simple ilusión creada por el espejo? Del otro lado del seto se oye el resoplido melancólico del perro que golpea la lata contra la tierra. Al frotarme el cuello, me doy cuenta de que no dejan de formarse hilillos de mugre y me deprimo, haciendo una bolita sucia con los dedos. No sé por qué, pero me siento humillado al ver que no ha sucedido de verdad lo que no iba a suceder jamás y lo que yo no deseaba que sucediera; es decir, que el falso hombre caja la poseyera a la fuerza".  



"Me golpeas sin fuerza los hombros. Sigo haciéndome el dormido. Me enrollas el brazo izquierdo con un cordón de goma y me metes el bisturí por el lado interior del antebrazo en busca de la vena. La piel con varias capas de costras endurecidas obstaculiza la inyección directa. El músculo blanco chorrea muy poca sangre. Agarras la vena con algodón hidrófilo para aplicar la jeringuilla. La sangre ennegrecida refluye a través de la aguja y se adhiere al interior de la jeringuilla. A pesar de que el pistón está retirado hasta el límite, a la altura de «20», el contenido no lleva más de 3 cc de morfina. Después de quitar el cordón de goma, me inyectas primero los 3 cc. En el caso de que despierte (lo cual es imposible pues sólo me hago el dormido), podrás inventar excusas convincentes, diciendo que me regalaste un extra de morfina, al verme con la respiración débil. Empiezo a respirar más hondo en apariencia y las facciones del rostro, laxas desde antes, se aflojan aún más para dejar un síntoma de muerte sobre los labios. Sigues bajando el pistón y ahora sólo me inyectas aire. La vena salida se hincha de tal manera que ya se asemeja al estómago de un pez. Sacas la jeringuilla y untas con pegamento la piel para cerrar la herida con fuertes apretones de los dedos. No me importa el tratamiento un tanto rudo, ahora que no necesito curarme ni preocuparme por la supuración. Quizás ya estoy soñando. Aunque me cortaran un par de dedos, sólo me dolería como un bocado de salchicha demasiado picante. De repente se me acelera de nuevo la respiración, que ahora maúlla intermitente en la garganta áspera, hasta que de pronto se corta. En el sueño me encuentro a la entrada de una ciudad sin sombra, montada sobre innumerables arcos relucientes. Al entrar con el cuerpo retorcido por las carcajadas, me veo flotando en el aire. Libre de sombra, me he liberado también de peso. En ese mismo instante, estoy acostado sobre la cama con los dientes rechinando, lanzando las piernas hacia arriba como un pez recién pescado. La cama también rechina sincronizada, con centenares de muelles estallando en diferentes tonos, como ramas secas quemadas en una hoguera. El rechinamiento se cuela en el sueño, produciendo resonancias en un bosque de arcos, y da inicio al concierto de despedida para mandarme en paz al más allá. Revoloteando con las rodillas abrazadas, me siento feliz y un tanto sentimental. Un close-up de ella, sollozante por mí. Le sienta muy bien el olor a invierno, al igual que un árbol joven de alerce. Estiro los dedos y se abre el aire para convertirse en un ano. Me estoy sofocando. Abro la boca y siento afuera una presión abrumadora que ya no me permite retirar la lengua. En el momento en que meto la lengua erecta en el ano de aire, se congela el sueño, todo queda en negro. Y estoy muerto".




"Sin embargo, hay que aprender algunos trucos para hurgar restos de comida. A diferencia de los mendigos y vagabundos «profesionales» que se adaptan a su vida a largo plazo, los hombres caja no somos capaces de tragar cualquier comida que se consiga. No es cuestión de holgura sino de higiene. No quiero decir que todas las sobras de comida estén sucias, pero no tenemos disposición mental para probarlas, quizá debido a esa terrible pestilencia. Yo mismo jamás me acostumbré a ese olor nauseabundo". 




"Al parecer, esto se debe a la sensación desagradable de que el sabor no se corresponde al olor. En estado normal, podemos comer sin desconfianza ni escrúpulos porque la lengua sabe distinguir el porcentaje de ingredientes basándose en sus olores particulares, sea pescado, carne o verduras: por ejemplo, nos repugna cuando un camarón frito sabe a plátano o cuando un chocolate tiene sabor a almejas a la brasa. En el caso de los restos de comida, que son sólo mezclas azarosas de muchas comidas, nuestro sistema fisiológico los rechaza, aun cuando mentalmente estemos convencidos, porque no somos capaces de establecer vínculos entre los ingredientes y los olores. 



Por tanto, el primer paso para hurgar restos de comida consiste en buscar algo seco con un olor suave. Esto no es nada fácil. Grosso modo, las sobras de restaurantes y bares se dividen en dos grupos: comestibles perecederos, que constituyen la inmensa mayoría, y comestibles, fáciles de identificar, que, una vez servidos, ya no se pueden reciclar para otros clientes, tales como panes, cosas fritas, pescados secos, quesos, dulces y frutas. Los primeros se depositan, después de separarlos de objetos incomibles como palillos, servilletas y platos rotos, en recipientes grandes de plástico para que todas las mañanas se los lleven los camiones de criaderos de cerdos. Los segundos son bastante difíciles de encontrar pese a su supuesta abundancia, quizás porque los reciclan de alguna manera aun cuando están en malas condiciones; los panes se pueden convertir en harina al secarse y despedazarse, y de los huesos de pescado o pollo frito se puede sacar buen caldo". 





"Al observar el paisaje, la gente tiende a recordar sólo los elementos que le son necesarios; por ejemplo, se acuerda bien de la parada de autobús, aunque nada en absoluto del sauce, mucho más grande, que está al lado. Una moneda de cien yenes sobre la calle es más que llamativa, pero un clavo oxidado o una hierba cualquiera a la orilla de la avenida es menos que inexistente. Desde luego, la gente llega a su destino sin perderse gracias a esta capacidad de selección. No obstante, todo se ve diferente a través de la mirilla [de la caja]; se igualan y homogeneizan todos los detalles del paisaje: colillas de cigarrillos… legañas de un perro… ventanas del segundo piso con cortinas ondulantes… surcos de un barril torcido… anillo que aprieta un dedo gordo… rieles extendidos… bolsa de cemento mojado y endurecido… mugre de uñas… tapa de alcantarilla mal ajustada… Pero me gusta verlo así. Quizá porque un paisaje tan borroso y sin enfoque se parece mucho al estado en que me encuentro". 






"Éste es el barrio de los hombres caja, donde los ciudadanos se obligan al anonimato y residen bajo la condición de ser nadie. Todos los registrados serán eliminados por el mismo hecho de haberse registrado".  




"La falsa meta para quienes siguieron corriendo sin alcanzarla nunca. El estadio nocturno, con banderas flameando, abandonado desde antes por los árbitros y el público". 




"Me dan ganas de sobrevivir cuando observo cosas diminutas: gotas de lluvia o guantes de cuero encogidos por la humedad… Me dan ganas de morir cuando observo cosas demasiado grandes: el edificio del Congreso o un mapamundi…". 





(1924-1993)


by George R.